Arturo Alcalde Justiniani / La Jornada
Nuestro país parece estar salado, signos negativos están presentes en todos los temas que interesan a la sociedad: seguridad, pobreza, desempleo, corrupción, medios de comunicación sometidos al poder y pérdida de presencia en el concierto internacional. Cada vez que nos comparamos con otras naciones salimos mal evaluados, trátese de educación, crecimiento, gobernabilidad, protección al medio ambiente o respeto a los derechos humanos. Todo ello agravado por un creciente desaliento y desprestigio institucional. Aparentemente, la única salida viable es reinventar nuestras normas de convivencia básicas. Sin embargo, al momento de buscar concretarlas, nos superan múltiples dificultades, una de ellas es que los problemas nacionales aparecen entrelazados y sometidos a demasiados intereses creados.
La pobreza, la marginación y la creciente precariedad emergen como resultados naturales de un sistema basado en la desigualdad. Ante esta situación, los pliegos petitorios se reproducen en todas las agendas sociales, estrellándose frente al argumento gubernamental de que no existen recursos públicos para atenderlos. Los datos son claros: los ingresos fiscales del Estado equivalen tan sólo a 12 por ciento del producto interno bruto. Comparativamente, Argentina obtiene 18 por ciento, Chile 20 por ciento, Brasil 24 por ciento y otros países miembros de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos duplican o triplican nuestro porcentaje. Una conclusión elemental es que los recursos del Estado mexicano deben incrementarse para que la exigencia de reducir la desigualdad sea un objetivo realista.
Dos interrogantes que van de la mano y requieren respuestas consisten en definir el origen de los nuevos recursos y el destino que se quiere dar a los mismos. Si pensamos en los trabajadores existe una evidente resistencia a cualquier incremento de impuestos, pues históricamente, como causantes cautivos, siempre cargan con la peor parte. Además, la experiencia muestra que esos nuevos recursos no suelen canalizarse en beneficio de la sociedad; la realidad es que cada vez se gana menos y la calidad de vida se degrada. Todo indica que la única vía para responder a tantas necesidades es modificar la política fiscal. Existe ya un movimiento social que plantea con toda claridad reformas orientadas a suprimir el llamado régimen de consolidación fiscal que permite a las empresas más poderosas del país evadir el pago de impuestos, a grado tal de que sólo llegan a aportar 1.5 por ciento de sus ingresos. Una segunda propuesta es gravar las operaciones financieras y de la bolsa. Es indignante confirmar que a cualquier mexicano vender su casa pueda ocasionarle un costo fiscal del orden de 20 por ciento, mientras vender un banco no genere carga fiscal alguna. Una acción adicional es revisar la política fiscal en materia de extracción de minerales, ya que se han formado gigantescas fortunas con un pago ínfimo al erario. Estas reformas han sido recomendadas también por órganos internacionales, como la Comisión Económica para América Latina (Cepal) de las Naciones Unidas, la cual, desde hace más de una década, viene recomendando la necesidad de un nuevo esquema fiscal orientado a reducir la desigualdad, no sólo por razones humanitarias, sino como un medio indispensable para crecer como país y avanzar por las vías del desarrollo y la paz social.
Para responder la segunda interrogante convendría escuchar el sentir popular. Existe gran resistencia a pagar más impuestos si no hay claridad y transparencia sobre el destino de los recursos y las contraprestaciones previstas. Cuando vemos que el gobierno federal canaliza cuantiosos recursos en favor de una creciente estructura de altos puestos en la administración pública con elevados salarios y prestaciones, es natural la oposición a dar a ese gobierno más recursos. Entre los servidores públicos de base produce irritación confirmar que, por un lado, se les despide masivamente y, por el otro, se contrate con los ahorros generados a una alta burocracia no justificada.
Si es tan importante la obtención de más recursos fiscales, resultaría elemental que el gobierno acreditara su disposición a apretarse el cinturón para compartir la suerte con el resto de los ciudadanos, también ampliar la transparencia y la rendición de cuentas para reconstruir la confianza perdida. En el actual escenario de desigualdad son grotescos los bonos y las gratificaciones que se otorgan bajo la modalidad de "protección contra riesgos" o la diferencia entre los salarios de los funcionarios y los recibidos por los trabajadores en general. La brecha salarial llega a ser de uno a 80, mientras en países altamente desarrollados son en promedio de uno a 10; si esta política se aplicara, los salarios en México oscilarían entre 10 y cien mil pesos mensuales.
Por lo que se refiere al destino de los recursos, las opiniones más calificadas recomiendan la urgencia de cubrir un conjunto de necesidades básicas en un esquema de protección universal. Si bien existen diversas políticas orientadas a sectores y regiones depauperados del país, hay cierto consenso en vincular la reforma fiscal a satisfacer cuatro renglones: salud, educación, alimentación básica y pensiones. Estos rubros, además de responder a exigencias contenidas en los instrumentos internacionales de derechos humanos y en el plano doméstico a garantías contenidas en nuestra Carta Magna, son claves para mejorar calidad de vida, crecimiento, competitividad y superación de los niveles de seguridad.
Un rediseño fiscal comprometido a mejorar estos renglones de protección social podría ser la base para cambiar de rumbo y recuperar la cohesión social perdida. Para lograrlo, debemos convencernos de que el tema fiscal cruza transversalmente el conjunto de políticas públicas, en consecuencia, debe ser motivo de reflexión y discusión cotidiana de todos los sectores de la sociedad. El universalismo básico aparece como piedra angular de la nueva convivencia que requerimos
A Carmen Aristegui, con plena solidaridad y fraternal afecto
Nuestro país parece estar salado, signos negativos están presentes en todos los temas que interesan a la sociedad: seguridad, pobreza, desempleo, corrupción, medios de comunicación sometidos al poder y pérdida de presencia en el concierto internacional. Cada vez que nos comparamos con otras naciones salimos mal evaluados, trátese de educación, crecimiento, gobernabilidad, protección al medio ambiente o respeto a los derechos humanos. Todo ello agravado por un creciente desaliento y desprestigio institucional. Aparentemente, la única salida viable es reinventar nuestras normas de convivencia básicas. Sin embargo, al momento de buscar concretarlas, nos superan múltiples dificultades, una de ellas es que los problemas nacionales aparecen entrelazados y sometidos a demasiados intereses creados.
La pobreza, la marginación y la creciente precariedad emergen como resultados naturales de un sistema basado en la desigualdad. Ante esta situación, los pliegos petitorios se reproducen en todas las agendas sociales, estrellándose frente al argumento gubernamental de que no existen recursos públicos para atenderlos. Los datos son claros: los ingresos fiscales del Estado equivalen tan sólo a 12 por ciento del producto interno bruto. Comparativamente, Argentina obtiene 18 por ciento, Chile 20 por ciento, Brasil 24 por ciento y otros países miembros de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos duplican o triplican nuestro porcentaje. Una conclusión elemental es que los recursos del Estado mexicano deben incrementarse para que la exigencia de reducir la desigualdad sea un objetivo realista.
Dos interrogantes que van de la mano y requieren respuestas consisten en definir el origen de los nuevos recursos y el destino que se quiere dar a los mismos. Si pensamos en los trabajadores existe una evidente resistencia a cualquier incremento de impuestos, pues históricamente, como causantes cautivos, siempre cargan con la peor parte. Además, la experiencia muestra que esos nuevos recursos no suelen canalizarse en beneficio de la sociedad; la realidad es que cada vez se gana menos y la calidad de vida se degrada. Todo indica que la única vía para responder a tantas necesidades es modificar la política fiscal. Existe ya un movimiento social que plantea con toda claridad reformas orientadas a suprimir el llamado régimen de consolidación fiscal que permite a las empresas más poderosas del país evadir el pago de impuestos, a grado tal de que sólo llegan a aportar 1.5 por ciento de sus ingresos. Una segunda propuesta es gravar las operaciones financieras y de la bolsa. Es indignante confirmar que a cualquier mexicano vender su casa pueda ocasionarle un costo fiscal del orden de 20 por ciento, mientras vender un banco no genere carga fiscal alguna. Una acción adicional es revisar la política fiscal en materia de extracción de minerales, ya que se han formado gigantescas fortunas con un pago ínfimo al erario. Estas reformas han sido recomendadas también por órganos internacionales, como la Comisión Económica para América Latina (Cepal) de las Naciones Unidas, la cual, desde hace más de una década, viene recomendando la necesidad de un nuevo esquema fiscal orientado a reducir la desigualdad, no sólo por razones humanitarias, sino como un medio indispensable para crecer como país y avanzar por las vías del desarrollo y la paz social.
Para responder la segunda interrogante convendría escuchar el sentir popular. Existe gran resistencia a pagar más impuestos si no hay claridad y transparencia sobre el destino de los recursos y las contraprestaciones previstas. Cuando vemos que el gobierno federal canaliza cuantiosos recursos en favor de una creciente estructura de altos puestos en la administración pública con elevados salarios y prestaciones, es natural la oposición a dar a ese gobierno más recursos. Entre los servidores públicos de base produce irritación confirmar que, por un lado, se les despide masivamente y, por el otro, se contrate con los ahorros generados a una alta burocracia no justificada.
Si es tan importante la obtención de más recursos fiscales, resultaría elemental que el gobierno acreditara su disposición a apretarse el cinturón para compartir la suerte con el resto de los ciudadanos, también ampliar la transparencia y la rendición de cuentas para reconstruir la confianza perdida. En el actual escenario de desigualdad son grotescos los bonos y las gratificaciones que se otorgan bajo la modalidad de "protección contra riesgos" o la diferencia entre los salarios de los funcionarios y los recibidos por los trabajadores en general. La brecha salarial llega a ser de uno a 80, mientras en países altamente desarrollados son en promedio de uno a 10; si esta política se aplicara, los salarios en México oscilarían entre 10 y cien mil pesos mensuales.
Por lo que se refiere al destino de los recursos, las opiniones más calificadas recomiendan la urgencia de cubrir un conjunto de necesidades básicas en un esquema de protección universal. Si bien existen diversas políticas orientadas a sectores y regiones depauperados del país, hay cierto consenso en vincular la reforma fiscal a satisfacer cuatro renglones: salud, educación, alimentación básica y pensiones. Estos rubros, además de responder a exigencias contenidas en los instrumentos internacionales de derechos humanos y en el plano doméstico a garantías contenidas en nuestra Carta Magna, son claves para mejorar calidad de vida, crecimiento, competitividad y superación de los niveles de seguridad.
Un rediseño fiscal comprometido a mejorar estos renglones de protección social podría ser la base para cambiar de rumbo y recuperar la cohesión social perdida. Para lograrlo, debemos convencernos de que el tema fiscal cruza transversalmente el conjunto de políticas públicas, en consecuencia, debe ser motivo de reflexión y discusión cotidiana de todos los sectores de la sociedad. El universalismo básico aparece como piedra angular de la nueva convivencia que requerimos
A Carmen Aristegui, con plena solidaridad y fraternal afecto
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