Adolfo Sánchez Rebolledo / La Jornada
El problema con la política exterior de México es su falta de credibilidad. La obsesión gubernamental por la imagen del país (optar por la percepción” en lugar de la comprensión), las vanas ilusiones de que se hable sólo de las virtudes propias sin aludir a los defectos, han tenido el resultado contrario al que buscaban sus defensores: se ha desmantelado la vieja política exterior pero el prestigio del Estado, que alguna vez alzó la voz independiente y solidaria de los mexicanos, ha caído junto con ella.
El intento de construir la imagen de un país moderno, a la altura de la demografía, con una economía poderosa, ubicado en la frontera con la primera potencia del planeta, es decir, un país capitalista en serio pero democrático, resultó ser la gran utopía de las elites de aquí y allá que han definido el curso de la nación. Mientras más nos acercábamos (en el discurso) a la modernidad soñada, más contrastantes se hacían la carencias visibles de la sociedad, el abismo de la desigualdad, la fragilidad de las instituciones y las leyes, el punto ciego del cambio sin rumbo, el poder de la oligarquía, la disociación estructural entre el país que padece el progreso como una desgracia y las víctimas del atraso reciclable, los many Mexicos cuya existencia, congelada por los estereotipos y la desinformación, se percibe fuera como una herencia sospechosa, como la demostración sin prueba de un destino irrecusable.
El proyecto radical neocapitalista debilitó al Estado mexicano; la cohesión social fue sacrificada; la ausencia de reformas empantanó el cambio democrático y el régimen político quedó como un cajón de sastre, armado con las piezas sueltas a la mano de los jefes políticos y los poderes fácticos. La presencia de México en el mundo se desdibujó, a pesar del G-20, Davos o los foros donde el gobierno presume de buen comportamiento. El gobierno mexicano no dispone de mejor alternativa ante la crisis que seguir el curso de la economía estadunidense. Y esa estrategia condiciona lo demás.
Poco importa si los administradores del Estado creen de verdad que somos “socios” del imperio, a cuya responsabilidad (compartida, es la palabra) se alude en cuanto se abre el micrófono común o si, como opinan algunos consejeros oficiosos, lo que está en la mesa es la integration now, la pura sumisión a la geopolítica, lo cierto es que la buena vecindad, vale decir la vida cotidiana entre ambos países, comienza a ser un malentendido interminable que la diplomacia no consigue resolver. Estados Unidos, en efecto, se puede tragar a México, y ahí están los datos estadísticos de la dependencia, pero también se le puede atorar en la garganta, y eso los aterroriza. Más allá de la retórica convencional, la frontera, desde siempre imaginada como un peligro, despierta los viejos valores que hoy el Tea Party recicla: la desconfianza hacia el otro, el ancestral racismo revitalizado por la crisis económica siempre en busca de culpables. Eso es lo que sale a luz en las declaraciones no sujetas al script diplomático, tanto en los cables difundidos por Assange como en las torpes palabras del subsecretario del Ejército de Estados Unidos, el señor Joseph W. Westphal, quien al especular en público sobre la narcoinsurgencia no excluyó que en el futuro se hiciera necesario “enviar a soldados en activo o reservistas para pelear contra la insurgencia en la frontera o tener que enviarlos a través de la frontera”, afirmación de la que más tarde se desdijo oficialmente.
La pérdida de significado de la política exterior tiene otras expresiones preocupantes. Imposible pedirle al gobierno mexicano que doble las manos ante las actitudes arrogantes de Sarkozy, quien envuelto en la bandera de Francia ha hecho del tema Cassez una cuestión de Estado, aunque en la evolución del problema también se eche de menos el oficio inteligente de los viejos diplomáticos mexicanos. El mundo no está para segundas vueltas de la Guerra de los Pasteles. La actitud del presidente francés, al condicionar el Año de México a la defensa pública, oficial, de su compatriota juzgada en México, tiró por la borda la tradición de respeto y colaboración entre los dos países, creada y sostenida a través de la historia. Sin embargo, más allá de las sinrazones del expediente, es evidente que las autoridades francesas trabajan sobre la visión mediática que allí se tiene de México y aprovechan para sus fines particulares la gran distancia existente entre el país que publicita el gobierno de Calderón y el que somos realmente. ¿Imagina el lector cómo se toman en Europa las noticias diarias en torno a la guerra contra el crimen organizado? ¿Cómo explicarle al un espectador holandés, noruego o francés que las más de 30 mil víctimas asesinadas en los últimos años afectan únicamente a unos cuantos municipios? Y eso sin mencionar los videos narrando las decapitaciones continuas, los colgados de los puentes, las matanzas de inmigrantes y, lo que es peor, la complicidad manifiesta de los cuadros de seguridad al servicio de la delincuencia o la impunidad rampante que deja sin castigo a los matones.
Si Sarkozy tiene eco en su campaña pro Cassez no es porque se haya demostrado la inocencia de la ahora sentenciada en el secuestro sino porque los procedimientos de sus captores estaban viciados de origen, con lo cual no se evita su responsabilidad, pero sí introduce esa duda que ahora explota Sarkozy para elevar, dicen, su menguada popularidad (veáse al respecto el editorial de La Jornada de ayer miércoles).
La prepotencia del señor Sarkozy magnifica el problema, pero juega a su favor el descrédito de la justicia mexicana, la percepción de que el Estado mexicano no hace lo que puede para darle a la ley el lugar que merece en un régimen democrático. ¿Percepciones? Tal vez.
PD. Leí con atención el artículo de Jacobo Zabludovsky (El Universal, 14/2/11) acerca del despido de Carmen Aristegui (felizmente reinstalada por acuerdo con MVS), donde ofrece un punto de vista digno de tomarse en cuenta. Según Jacobo, “la libertad de expresión en México nunca será completa si los periodistas no son dueños del contenido de sus programas de radio y televisión”, como lo son en la prensa escrita. Urge, pues, una norma general que ponga al periodismo en televisión a “salvo de los intereses de los concesionarios o de los políticos en el poder, blindándose la libertad de los periodistas profesionales de ejercer su derecho de informar, opinar o equivocarse. Preferible el error a la mutilación de una garantía constitucional, así sea mínima y disfrazada”. Algo sabe de esto.
El problema con la política exterior de México es su falta de credibilidad. La obsesión gubernamental por la imagen del país (optar por la percepción” en lugar de la comprensión), las vanas ilusiones de que se hable sólo de las virtudes propias sin aludir a los defectos, han tenido el resultado contrario al que buscaban sus defensores: se ha desmantelado la vieja política exterior pero el prestigio del Estado, que alguna vez alzó la voz independiente y solidaria de los mexicanos, ha caído junto con ella.
El intento de construir la imagen de un país moderno, a la altura de la demografía, con una economía poderosa, ubicado en la frontera con la primera potencia del planeta, es decir, un país capitalista en serio pero democrático, resultó ser la gran utopía de las elites de aquí y allá que han definido el curso de la nación. Mientras más nos acercábamos (en el discurso) a la modernidad soñada, más contrastantes se hacían la carencias visibles de la sociedad, el abismo de la desigualdad, la fragilidad de las instituciones y las leyes, el punto ciego del cambio sin rumbo, el poder de la oligarquía, la disociación estructural entre el país que padece el progreso como una desgracia y las víctimas del atraso reciclable, los many Mexicos cuya existencia, congelada por los estereotipos y la desinformación, se percibe fuera como una herencia sospechosa, como la demostración sin prueba de un destino irrecusable.
El proyecto radical neocapitalista debilitó al Estado mexicano; la cohesión social fue sacrificada; la ausencia de reformas empantanó el cambio democrático y el régimen político quedó como un cajón de sastre, armado con las piezas sueltas a la mano de los jefes políticos y los poderes fácticos. La presencia de México en el mundo se desdibujó, a pesar del G-20, Davos o los foros donde el gobierno presume de buen comportamiento. El gobierno mexicano no dispone de mejor alternativa ante la crisis que seguir el curso de la economía estadunidense. Y esa estrategia condiciona lo demás.
Poco importa si los administradores del Estado creen de verdad que somos “socios” del imperio, a cuya responsabilidad (compartida, es la palabra) se alude en cuanto se abre el micrófono común o si, como opinan algunos consejeros oficiosos, lo que está en la mesa es la integration now, la pura sumisión a la geopolítica, lo cierto es que la buena vecindad, vale decir la vida cotidiana entre ambos países, comienza a ser un malentendido interminable que la diplomacia no consigue resolver. Estados Unidos, en efecto, se puede tragar a México, y ahí están los datos estadísticos de la dependencia, pero también se le puede atorar en la garganta, y eso los aterroriza. Más allá de la retórica convencional, la frontera, desde siempre imaginada como un peligro, despierta los viejos valores que hoy el Tea Party recicla: la desconfianza hacia el otro, el ancestral racismo revitalizado por la crisis económica siempre en busca de culpables. Eso es lo que sale a luz en las declaraciones no sujetas al script diplomático, tanto en los cables difundidos por Assange como en las torpes palabras del subsecretario del Ejército de Estados Unidos, el señor Joseph W. Westphal, quien al especular en público sobre la narcoinsurgencia no excluyó que en el futuro se hiciera necesario “enviar a soldados en activo o reservistas para pelear contra la insurgencia en la frontera o tener que enviarlos a través de la frontera”, afirmación de la que más tarde se desdijo oficialmente.
La pérdida de significado de la política exterior tiene otras expresiones preocupantes. Imposible pedirle al gobierno mexicano que doble las manos ante las actitudes arrogantes de Sarkozy, quien envuelto en la bandera de Francia ha hecho del tema Cassez una cuestión de Estado, aunque en la evolución del problema también se eche de menos el oficio inteligente de los viejos diplomáticos mexicanos. El mundo no está para segundas vueltas de la Guerra de los Pasteles. La actitud del presidente francés, al condicionar el Año de México a la defensa pública, oficial, de su compatriota juzgada en México, tiró por la borda la tradición de respeto y colaboración entre los dos países, creada y sostenida a través de la historia. Sin embargo, más allá de las sinrazones del expediente, es evidente que las autoridades francesas trabajan sobre la visión mediática que allí se tiene de México y aprovechan para sus fines particulares la gran distancia existente entre el país que publicita el gobierno de Calderón y el que somos realmente. ¿Imagina el lector cómo se toman en Europa las noticias diarias en torno a la guerra contra el crimen organizado? ¿Cómo explicarle al un espectador holandés, noruego o francés que las más de 30 mil víctimas asesinadas en los últimos años afectan únicamente a unos cuantos municipios? Y eso sin mencionar los videos narrando las decapitaciones continuas, los colgados de los puentes, las matanzas de inmigrantes y, lo que es peor, la complicidad manifiesta de los cuadros de seguridad al servicio de la delincuencia o la impunidad rampante que deja sin castigo a los matones.
Si Sarkozy tiene eco en su campaña pro Cassez no es porque se haya demostrado la inocencia de la ahora sentenciada en el secuestro sino porque los procedimientos de sus captores estaban viciados de origen, con lo cual no se evita su responsabilidad, pero sí introduce esa duda que ahora explota Sarkozy para elevar, dicen, su menguada popularidad (veáse al respecto el editorial de La Jornada de ayer miércoles).
La prepotencia del señor Sarkozy magnifica el problema, pero juega a su favor el descrédito de la justicia mexicana, la percepción de que el Estado mexicano no hace lo que puede para darle a la ley el lugar que merece en un régimen democrático. ¿Percepciones? Tal vez.
PD. Leí con atención el artículo de Jacobo Zabludovsky (El Universal, 14/2/11) acerca del despido de Carmen Aristegui (felizmente reinstalada por acuerdo con MVS), donde ofrece un punto de vista digno de tomarse en cuenta. Según Jacobo, “la libertad de expresión en México nunca será completa si los periodistas no son dueños del contenido de sus programas de radio y televisión”, como lo son en la prensa escrita. Urge, pues, una norma general que ponga al periodismo en televisión a “salvo de los intereses de los concesionarios o de los políticos en el poder, blindándose la libertad de los periodistas profesionales de ejercer su derecho de informar, opinar o equivocarse. Preferible el error a la mutilación de una garantía constitucional, así sea mínima y disfrazada”. Algo sabe de esto.
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