Alejandro Nadal / La Jornada
En 1936 John Maynard Keynes publicó su Teoría general sobre la ocupación, el interés y la moneda. Es el libro más importante de economía del siglo XX y en él, Keynes destruyó varios mitos sobre el funcionamiento de una economía capitalista. Por eso la academia se encargó de distorsionarlo, desvirtuarlo, cooptarlo y, cuando eso no era posible, relegarlo al olvido.
Una de las leyendas más importantes que destruyó la obra de Keynes es la creencia de que cuando existe flexibilidad en los salarios, se restablece el pleno empleo. Basado en su análisis de la demanda agregada, el multiplicador y su teoría monetaria de la inversión, Keynes demostró que la flexibilidad de los salarios no sólo no permite alcanzar una posición de pleno empleo, sino que puede conducir hasta la crisis. La razón, en pocas palabras, es que al derrumbarse la demanda efectiva, la inversión y el empleo se desploman.
Pero este mensaje de Keynes (como otros) fue considerado demasiado subversivo. La academia, siempre tan preocupada por la ciencia, se dedicó a torcer el mensaje de las intuiciones keynesianas. El resultado fue un periodo de cinco décadas en las que los economistas académicos construyeron y refinaron modelos cada vez más inútiles sobre el funcionamiento de las economías capitalistas. Esos modelos fueron alimentados a los bancos centrales y ministerios de finanzas en todo el mundo para el diseño y aplicación de política económica.
La base de esos modelos es que las economías capitalistas son sistemas de equilibrio general pero con
Hoy, en plena crisis y con discusiones acaloradas sobre finanzas públicas, hay otra idea igualmente peligrosa que Keynes combatió con tenacidad (pero parece que sin éxito). Consiste en la asimilación de la finanzas públicas con el presupuesto de cualquier familia. Con esa idea falaz, hoy se insiste en que el déficit público y el endeudamiento son insostenibles. En Estados Unidos y en Europa, el argumento es el mismo: como cualquier familia, el gobierno tiene que reducir el gasto.
El año pasado las economistas Ann Pettifor y Victoria Chick dieron a conocer una investigación sobre la política fiscal, la reducción del gasto y la reducción del endeudamiento en Gran Bretaña. Examinaron datos para los últimos 100 años de las cuentas públicas y analizaron los episodios en los que el gobierno buscó mejorar su posición fiscal y reducir el nivel de deuda a través de recortes en el gasto. Los episodios de
Si se quiere reducir el déficit, no siempre es una buena idea recortar el gasto. Para una familia la reducción del gasto casi siempre permite conducir directamente a la reducción de su endeudamiento o de su déficit. Pero para un gobierno, las cosas no son tan sencillas. Lo que el trabajo de Pettifor-Chick demuestra es que el gobierno sólo tiene control sobre el gasto, no sobre el déficit. El déficit depende de lo que sucede en toda la economía. Cuando existe capacidad instalada ociosa (como es el caso en la actualidad) un programa de inversión pública es productivo y genera mayor actividad en el sector privado a través del multiplicador. Todo eso genera mayor recaudación, reduce la necesidad de endeudamiento, así como el pago de intereses más adelante.
Otro hallazgo de Pettifor-Chick es que la reducción en la inversión pública contribuye a deprimir los ingresos fiscales. Un recorte en el gasto público sólo se acompaña de un incremento en el ingreso fiscal si es contrarrestada por un aumento importante en la inversión privada. Pero en la mayoría de los casos analizados, la contracción en el gasto público estuvo asociada con un comportamiento letárgico en la inversión privada. En este caso, los efectos adversos del multiplicador son una mala noticia para el empleo y las cuentas públicas. El mensaje para el debate sobre el estímulo fiscal es bastante claro. Pero quizás llega demasiado tarde.
Una de las leyendas más importantes que destruyó la obra de Keynes es la creencia de que cuando existe flexibilidad en los salarios, se restablece el pleno empleo. Basado en su análisis de la demanda agregada, el multiplicador y su teoría monetaria de la inversión, Keynes demostró que la flexibilidad de los salarios no sólo no permite alcanzar una posición de pleno empleo, sino que puede conducir hasta la crisis. La razón, en pocas palabras, es que al derrumbarse la demanda efectiva, la inversión y el empleo se desploman.
Pero este mensaje de Keynes (como otros) fue considerado demasiado subversivo. La academia, siempre tan preocupada por la ciencia, se dedicó a torcer el mensaje de las intuiciones keynesianas. El resultado fue un periodo de cinco décadas en las que los economistas académicos construyeron y refinaron modelos cada vez más inútiles sobre el funcionamiento de las economías capitalistas. Esos modelos fueron alimentados a los bancos centrales y ministerios de finanzas en todo el mundo para el diseño y aplicación de política económica.
La base de esos modelos es que las economías capitalistas son sistemas de equilibrio general pero con
fricciones. Es decir, el capitalismo es siempre bien portado. Pero deja de serlo cuando se enfrenta a estas fricciones que pueden ser de todo tipo: desde regulaciones impuestas por el gobierno, hasta los perversos sindicatos y, desde luego, los choques externos. Así, la academia se ha pasado los últimos 50 años refinando modelos sobre economías capitalistas de
equilibrio con fricciones. Ese esquema mental impide pensar a la economía capitalista como fuente de inestabilidades peligrosas.
Hoy, en plena crisis y con discusiones acaloradas sobre finanzas públicas, hay otra idea igualmente peligrosa que Keynes combatió con tenacidad (pero parece que sin éxito). Consiste en la asimilación de la finanzas públicas con el presupuesto de cualquier familia. Con esa idea falaz, hoy se insiste en que el déficit público y el endeudamiento son insostenibles. En Estados Unidos y en Europa, el argumento es el mismo: como cualquier familia, el gobierno tiene que reducir el gasto.
El año pasado las economistas Ann Pettifor y Victoria Chick dieron a conocer una investigación sobre la política fiscal, la reducción del gasto y la reducción del endeudamiento en Gran Bretaña. Examinaron datos para los últimos 100 años de las cuentas públicas y analizaron los episodios en los que el gobierno buscó mejorar su posición fiscal y reducir el nivel de deuda a través de recortes en el gasto. Los episodios de
consolidación fiscal, en los que el gasto público efectivamente cayó, fueron comparados con periodos de expansión fiscal (en los que el gasto aumentó). Los resultados contradicen de manera fehaciente lo que hoy se considera el punto de vista dominante. La conclusión es que cuando aumenta el gasto más rápidamente, el nivel de endeudamiento público (respecto del PIB) desciende y la economía prospera. En cambio, cuando el gasto se reduce, el coeficiente deuda/PIB empeora y los demás indicadores (sobre PIB y empleo) evolucionan desfavorablemente.
Si se quiere reducir el déficit, no siempre es una buena idea recortar el gasto. Para una familia la reducción del gasto casi siempre permite conducir directamente a la reducción de su endeudamiento o de su déficit. Pero para un gobierno, las cosas no son tan sencillas. Lo que el trabajo de Pettifor-Chick demuestra es que el gobierno sólo tiene control sobre el gasto, no sobre el déficit. El déficit depende de lo que sucede en toda la economía. Cuando existe capacidad instalada ociosa (como es el caso en la actualidad) un programa de inversión pública es productivo y genera mayor actividad en el sector privado a través del multiplicador. Todo eso genera mayor recaudación, reduce la necesidad de endeudamiento, así como el pago de intereses más adelante.
Otro hallazgo de Pettifor-Chick es que la reducción en la inversión pública contribuye a deprimir los ingresos fiscales. Un recorte en el gasto público sólo se acompaña de un incremento en el ingreso fiscal si es contrarrestada por un aumento importante en la inversión privada. Pero en la mayoría de los casos analizados, la contracción en el gasto público estuvo asociada con un comportamiento letárgico en la inversión privada. En este caso, los efectos adversos del multiplicador son una mala noticia para el empleo y las cuentas públicas. El mensaje para el debate sobre el estímulo fiscal es bastante claro. Pero quizás llega demasiado tarde.
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