Ezra Shabot / El Universal
La izquierda mexicana encarnada en el PRD no ha podido avanzar en su modernización como lo hicieron otras izquierdas del continente como la chilena, la uruguaya y la brasileña, y sigue reproduciendo una y otra vez su dependencia de los caudillos y los intereses de grupo incapaces de conciliarse entre sí como parte de una unidad política. Esa combinación de militantes revolucionarios convencidos de que su argumento era una verdad absoluta, junto con priístas desencantados de la falta de oportunidades en su partido, generó un fenómeno de institución partidaria capaz de crecer únicamente a partir de su vinculación con un caudillo poseedor del poder suficiente como para guiar a facciones disímbolas hacia una misma meta.
La fallida experiencia del 2006 en donde bajo el liderazgo de López Obrador los perredistas estuvieron a punto de ganar la Presidencia, los obligó a tomar una decisión de fondo: seguir obedeciendo al caudillo o buscar alternativas negociadoras que les rindieran frutos políticos en el corto y mediano plazo. Desde 2006 y hasta 2009 aceptaron ciegamente caminar con AMLO rumbo al precipicio electoral que representaba la confrontación permanente con el gobierno panista, y el radicalismo político que alejaba al electorado de clase media del planteamiento de izquierda.
Pero no todos en el PRD optaron por suicidio político. Tanto Nueva Izquierda, como Marcelo Ebrard y el propio Manuel Camacho, llegaron a la misma conclusión. Seguir la línea de la movilización y la confrontación permanente, sólo conseguiría llevar a la izquierda al aislamiento de donde salió hace pocos años. La idea de las alianzas, que en su momento fue apoyada por el propio López Obrador en un esfuerzo por sacar al PRI de Los Pinos, se convirtió en un instrumento de supervivencia para una izquierda cada vez más alejada de un electorado interesado en opciones realistas y moderadas que no rompan los frágiles equilibrios de una polarizada sociedad mexicana.
El retorno al discurso del valor de la alternancia por encima del interés partidario es común a panistas y perredistas. Tanto por pragmatismo puro —ganar las elecciones— como por la falta de interlocución con un priísmo que en algunos estados sigue asumiéndose como dueño absoluto del poder en todas sus formas. Es eso lo que no pueden o no quieren ver López Obrador y sus seguidores. En el discurso del caudillo que todo lo puede, AMLO descalifica a sus opositores dentro del partido e intenta imponer su visión alejada de la realidad. Si el PRD en Guerrero ganó fue gracias al voto de priístas que atrajo Heladio Aguirre, y si Gabino Cué lo hizo en Oaxaca se debió a la coalición amplia, ésta sí aprobada por el tabasqueño.
En el Estado de México, la presencia de tres candidatos, un priísta, un panista y un perredista, favorecerá sin duda al primero, en la medida en que para la elección de gobernador, el Revolucionario Institucional posee cerca de la mitad de la intención del voto, lo que le daría el triunfo en caso de que blanquiazules y amarillos compitan por el otro 50%. El problema aquí es que, además de las diferencias por ir con el PAN, se juega el liderazgo partidario del PRD, la candidatura presidencial para el 2012, en donde un triunfo aliancista afianzaría a Ebrard como opción perredista, e incluso la propia carta del Distrito Federal que López Obrador quiere para Ricardo Monreal.
Es este un callejón sin salida, porque el margen de negociación con AMLO es prácticamente cero, y porque Ebrard, Camacho y Nueva Izquierda no pueden darse el lujo de permitirle al “perredista con licencia” operar y adueñarse de la sucesión presidencial. Hoy la izquierda está rota, sin caudillo que la reconstruya y con la oportunidad histórica de mirar hacia las grandes coaliciones que en América del Sur permitieron el ascenso de gobiernos de base social amplia, capaces de articular proyectos de izquierda modernos e incluyentes.
Analista político
La izquierda mexicana encarnada en el PRD no ha podido avanzar en su modernización como lo hicieron otras izquierdas del continente como la chilena, la uruguaya y la brasileña, y sigue reproduciendo una y otra vez su dependencia de los caudillos y los intereses de grupo incapaces de conciliarse entre sí como parte de una unidad política. Esa combinación de militantes revolucionarios convencidos de que su argumento era una verdad absoluta, junto con priístas desencantados de la falta de oportunidades en su partido, generó un fenómeno de institución partidaria capaz de crecer únicamente a partir de su vinculación con un caudillo poseedor del poder suficiente como para guiar a facciones disímbolas hacia una misma meta.
La fallida experiencia del 2006 en donde bajo el liderazgo de López Obrador los perredistas estuvieron a punto de ganar la Presidencia, los obligó a tomar una decisión de fondo: seguir obedeciendo al caudillo o buscar alternativas negociadoras que les rindieran frutos políticos en el corto y mediano plazo. Desde 2006 y hasta 2009 aceptaron ciegamente caminar con AMLO rumbo al precipicio electoral que representaba la confrontación permanente con el gobierno panista, y el radicalismo político que alejaba al electorado de clase media del planteamiento de izquierda.
Pero no todos en el PRD optaron por suicidio político. Tanto Nueva Izquierda, como Marcelo Ebrard y el propio Manuel Camacho, llegaron a la misma conclusión. Seguir la línea de la movilización y la confrontación permanente, sólo conseguiría llevar a la izquierda al aislamiento de donde salió hace pocos años. La idea de las alianzas, que en su momento fue apoyada por el propio López Obrador en un esfuerzo por sacar al PRI de Los Pinos, se convirtió en un instrumento de supervivencia para una izquierda cada vez más alejada de un electorado interesado en opciones realistas y moderadas que no rompan los frágiles equilibrios de una polarizada sociedad mexicana.
El retorno al discurso del valor de la alternancia por encima del interés partidario es común a panistas y perredistas. Tanto por pragmatismo puro —ganar las elecciones— como por la falta de interlocución con un priísmo que en algunos estados sigue asumiéndose como dueño absoluto del poder en todas sus formas. Es eso lo que no pueden o no quieren ver López Obrador y sus seguidores. En el discurso del caudillo que todo lo puede, AMLO descalifica a sus opositores dentro del partido e intenta imponer su visión alejada de la realidad. Si el PRD en Guerrero ganó fue gracias al voto de priístas que atrajo Heladio Aguirre, y si Gabino Cué lo hizo en Oaxaca se debió a la coalición amplia, ésta sí aprobada por el tabasqueño.
En el Estado de México, la presencia de tres candidatos, un priísta, un panista y un perredista, favorecerá sin duda al primero, en la medida en que para la elección de gobernador, el Revolucionario Institucional posee cerca de la mitad de la intención del voto, lo que le daría el triunfo en caso de que blanquiazules y amarillos compitan por el otro 50%. El problema aquí es que, además de las diferencias por ir con el PAN, se juega el liderazgo partidario del PRD, la candidatura presidencial para el 2012, en donde un triunfo aliancista afianzaría a Ebrard como opción perredista, e incluso la propia carta del Distrito Federal que López Obrador quiere para Ricardo Monreal.
Es este un callejón sin salida, porque el margen de negociación con AMLO es prácticamente cero, y porque Ebrard, Camacho y Nueva Izquierda no pueden darse el lujo de permitirle al “perredista con licencia” operar y adueñarse de la sucesión presidencial. Hoy la izquierda está rota, sin caudillo que la reconstruya y con la oportunidad histórica de mirar hacia las grandes coaliciones que en América del Sur permitieron el ascenso de gobiernos de base social amplia, capaces de articular proyectos de izquierda modernos e incluyentes.
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