lunes, 21 de febrero de 2011

CONTACTO EN FRANCIA

Gabriel Guerra Castellanos / El Universal
La trama es digna de una telenovela, o de una película de misterio e intriga internacional. Y así debería ser, pues se origina en un montaje cuyo propósito era la publicidad o la propaganda.
El affaire Cassez ha pasado de ser un asunto estrictamente jurídico o de procuración de justicia a uno de Estado. Desde la última guerra que libraron, en el siglo XIX, Francia y México no habían conocido tales niveles de tensión, ni la relación había pasado por momentos tan amargos y con el potencial de dejar heridas tan profundas, de esas que mucho tardan en cicatrizar.
El caso tiene tantos lados y enfoques que resulta casi imposible de asir. Está primero lo policiaco-judicial, en donde debemos contrastar los testimonios de las víctimas con los alegatos de defensa de los criminales, así como lo que al Ministerio Público y al Poder Judicial corresponde, tanto en lo que al fondo como a la forma se refiere. Sin ser abogado ni presumir de conocimientos del derecho, que ni tengo ni aspiro a tener, ninguna de las versiones me deja plenamente satisfecho.
Me cuesta trabajo creer que Florence Cassez fuera pareja sentimental de un criminal y que viviera en pleno lugar de los hechos sin olerse nada, sin sospechar siquiera. Dicen que el amor es ciego, pero no es imbécil. Aun estando ella consciente de las actividades de su pareja, no necesariamente tendría que haber sido partícipe de las mismas, y la complicidad tiene distintos niveles, ya que no está aún tipificado el delito de portación de novio prohibido.
Los testimonios de las víctimas son estrujantes y conmovedores, apelan a nuestros más básicos principios de condolencia, de solidaridad, de rechazo al acto criminal que agravia no sólo al afectado, sino a su familia y a la sociedad entera. Pocos crímenes tan repelentes como el secuestro, pocos delincuentes tan faltos de escrúpulos y rasgos de humanidad como los que lo practican, lo apoyan, lo ocultan. El delito es doblemente perverso, pues las condiciones de quien está privado de la libertad dificultan, cuando no imposibilitan, la identificación de los responsables, que suelen repartirse como en un rompecabezas las partes que componen el acto criminal. Me duele decirlo, pero los testimonios cambiantes, y la identificación de alguien por su acento o color de piel hacen difícil tener plena certeza. No dudo de la convicción de las víctimas al afirmarlo, pero dudo de la exactitud y precisión de un testimonio que parte de tantas limitaciones. Esa es la otra paradoja: la verdad y la certidumbre son también víctimas en un secuestro.
En lo que al aparato de procuración de justicia, sólo puedo decir que el montaje para las cámaras y los reporteros logró al final del día el efecto contrario al buscado, y ha dado pie a la duda y el escepticismo. Pero no es ese el aspecto más grave, ni el que más nos debe inquietar: lo es el altísimo, incalculable número de inocentes presos en cárceles mexicanas. Quien no lo crea, vea Presunto culpable y después opine.
Finalmente está el aspecto político-diplomático, que ha hecho de Florence Cassez el símbolo de la ruptura franco-mexicana. Podemos culpar de todo a la arrogancia de Sarkozy, a la intromisión gala, pero lo cierto es que se trataba de un asunto previsible para el que se debió buscar un antídoto a tiempo. Hacía falta ser miope o bisoño para no darse cuenta de que este gobierno francés reviviría el caso en cuanto tuviera oportunidad, que presionaría de la peor manera, usando el chantaje, la intimidación y la ofensa. Nada disculpa la conducta de Sarkozy, pero sorprendente no es. El presidente francés ha hecho de la demagogia y la manipulación de asuntos de justicia su sello personal, y no le importa promover el racismo ni la xenofobia si cree que puede sacar el más mínimo provecho político de ellos.
El Año de México en Francia era para Sarkozy y su gobierno, manchados como están muchos de sus integrantes por el descrédito y el escándalo, el rehén perfecto. El gobierno de México fue poco previsor, y no se protegió contra la banda de secuestradores que opera desde el Palacio del Elíseo. Al final, los gestos de orgullo patrio y dignidad ofendida de algo sirvieron, pero no tanto como la bofetada con guante blanco que hubiera representado ir a Francia con lo mejor de nuestra cultura a decirle a esa banda de pillos: NO al secuestro de una relación tan rica como la nuestra, que seguramente, y a pesar de ellos, sobrevivirá este triste episodio.
Internacionalista

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