domingo, 27 de febrero de 2011

PARTIDOS: EL PECADO ORIGINAL

Francisco Valdés / El Universal
Hay historias que comienzan con un pecado original, acaso son las más perdurables, las que se vuelven mito y destino.
En la democracia mexicana hay una de esas historias: la forma en que se insertaron los partidos políticos en la estructura del Estado. En el primer lustro de los años 90, la clase política llegó al consenso más definitorio para el país en las dos últimas décadas: abrir el sistema político a elecciones competitivas, equitativas y transparentes, institucionalizar un sistema de partidos con acceso a financiamiento público. En síntesis, distribuir el poder político mediante nuevas reglas de acceso a los cargos de elección popular con base en el respeto al sufragio ciudadano.
Mientras que el partido político que había sido hegemónico desde 1928 fue concebido y creado desde el Estado, los dos partidos principales de la oposición a su hegemonía, el PAN y el PRD, venían de la lucha social. El primero sostenido firmemente en la defensa de los derechos del ciudadano: libertad de organización y expresión, respeto al voto, supresión del control estatal sobre los medios de comunicación; democracia. El segundo era una amalgama de organizaciones políticas que reclamaba desmontar el statu quo impuesto por el partido hegemónico: libertad sindical y campesina, libertad de organización popular, defensa de los derechos sociales de las clases populares. Con el fraude electoral de 1986 (en Chihuahua) y en 1988 contra Cuauhtémoc Cárdenas, estas organizaciones agudizaron su reclamo de democracia política.
Entre estas fechas y el momento en que se consiguió arrancar la aquiescencia del partido gobernante para abrir el sistema político, pasó una década. No fue sencillo, pero la creciente madurez de la sociedad, que fue conducida y transmitida hacia el Estado por vía de estos partidos políticos (y otros de menor tamaño y diversa suerte) consiguió presentar a quienes aún monopolizaban el poder una disyuntiva clara: democracia o ingobernabilidad. La sociedad, especialmente sus sectores urbanos e ilustrados (aunque no sólo ellos) ya no se reconocía en un Estado políticamente excluyente, centralista y vertical ni en una clase política cuya representatividad había disminuido palmariamente. Las elecciones de 1997 y 2000 fueron la prueba. En la primera el PRI perdió la mayoría absoluta de la Cámara de Diputados y en la segunda la Presidencia de la República.
Sin embargo, la experiencia que la sociedad mexicana ha tenido en su relación con los partidos políticos una vez cambiadas las reglas de acceso al poder ha sido insatisfactoria. Los partidos políticos se han convertido en los malos de la política, junto con los diputados. La vinculación de representatividad democrática con los partidos políticos, lejos de profundizarse y refinarse para pasar a una etapa superior se tradujo en mero clientelismo y oportunismo. Los partidos políticos quedaron capturados por la lógica del arreglo de las reformas políticas que permitieron la democratización.
La búsqueda del voto para competir con perspectiva de éxito llevó a los partidos al uso del puesto público y el subsidio como plataforma de maniobra para manipular a los ciudadanos, carne de cañón, en una lucha entre políticos que se ha ido vaciando de contenido representativo.
El impulso ciudadano a los partidos políticos para efectuar un cambio democrático de la relación entre Estado y sociedad se entrampó en el juego electoral y en las estrategias de contención de los efectos no buscados, pero sí provocados por el cambio democrático: gobierno dividido, virreinatos estatales, cacicazgos locales, desbordamiento de las bandas criminales, inseguridad pública. La clase política que gobierna gracias al pluralismo no consigue gobernar democráticamente; gobierna una nave averiada y envejecida sin determinación para transformarla.
Esta dinámica ha mermado la representatividad de los partidos, su legitimidad, el prestigio social que habían conseguido cuando fueron fieles a la voluntad de cambio que venía desde la sociedad hacia el Estado. Sus prioridades no son preeminentemente las de representar genuinamente las preferencias de la sociedad para moldear la vida pública, para construir un Estado de derecho digno de tal nombre. El envió de afuera hacia adentro se ha debilitado, la agenda partidaria se fija en los cuarteles de campaña.
Hay, entonces, asignaturas pendientes. La principal es la reconstrucción del Estado, pero no en el sentido tecnocrático y burocrático que emana frecuentemente de las agendas de los organismos internacionales con fraseologías vacuas, sino en el de hacer que el Estado político sea un marco institucional con el que la sociedad, a través de los ciudadanos y sus representantes genuinos, se conduce a sí misma. Ese es el sentido práctico y, a la vez, profundo y auténtico del desarrollo democrático. Los partidos se darán cuenta cada vez más que mantenerse en el pecado original daña a la sociedad. Tendrán que abrirse, y la sociedad terminará elevando su presión para que ello ocurra.
Director de la Flacso-México

No hay comentarios:

Publicar un comentario