Zapatero y Rajoy necesitan reinventarse; el uno por sus contradicciones; el otro por sus silencios
JOAQUÍN ESTEFANÍA / EL PAÍS
Observo las comparecencias públicas que puedo del presidente del Gobierno. Por ejemplo, la del sábado en Oviedo. En todas ellas la vehemencia es la nota característica, defendiendo con convicción la política económica que practica en cada momento: "Lo que hoy sembramos es la prosperidad de mañana". Pero la de ahora no es la misma que la que tenía antes del 9 de mayo, cuando argüía otros énfasis o, sencillamente, los contrarios. En la madrugada de ese día, el Consejo Europeo decidió reinventarse y a cambio de evitar una segunda, tercera o cuarta Grecia, intervenir las políticas económicas de todos los países de la eurozona en una misma dirección que impuso Alemania: más ajustes a cambio de menos crecimiento. Cuando Zapatero aterrizó en Madrid, ya era distinto.
En la comisión de control del pasado miércoles en el Congreso, el presidente contestó a Rajoy con dos reflexiones muy sensatas: la economía no está quieta por lo que es legítimo cambiar de opinión a la luz de las nuevas circunstancias; no se mueve solo quien no tiene opinión. Pero una cosa es cambiar y otra una permanente contorsión, contestó el líder de la oposición. Y tenía razón. Unos días antes de la citada cumbre europea, ZP recibió a Rajoy en La Moncloa; a la propuesta de este último de reducir drásticamente el déficit público, el socialista le contestó que sí, pero ma non troppo, e inmediatamente después de la reunión de Bruselas España se convirtió -sin más explicaciones a la ciudadanía- en uno de los campeones del rígor mortis a plazo fijo (la economía española permanece estancada). Antes solemnizó que no habría reforma laboral si no era pactada con los sindicatos y la aprobó con una huelga general en contra. Presumía de que el sistema financiero era de los más sólidos y está enfrascado en unos cambios que endurecen y adelantan la legislación de Basilea III. Declaró que él era "el más antinuclear el Gobierno" y acaba de aceptar la posibilidad de renovación de la vida útil de las centrales nucleares... después de haber puesto fecha de cierre a Garoña. Etcétera.
Escucho, como me corresponde, las intervenciones públicas del líder de la oposición. Ninguna propuesta concreta, solo generalidades y críticas al Gobierno. No hay posibilidad de equivocación. La página web del PP es un erial. Su antigua propuesta de 13 reformas estructurales era de una insustancialidad insultante. Rajoy se ha convencido de que la nada le basta para llegar a La Moncloa: tiene el viento de cola. Su gran arma es la gestión de la crisis por los socialistas.
Muchas veces el PP semeja ser peronista: estuvo en contra de la congelación de las pensiones y de la rebaja de los sueldos de los funcionarios, también del aumento de la edad de la jubilación; ahora se manifiesta en contra de la reforma de las cajas de ahorro que ha instrumentado el Gobierno, mientras hace escasos meses daba su visto bueno a un Consejo de Administración de CajaMadrid con más políticos que antaño; soporta sin tomar medidas ni hacer la menor autocrítica que el Ayuntamiento de Madrid y la Comunidad Valenciana, gobernados por ellos, sean contraejemplos del endeudamiento de las comunidades locales y autonómicas mientras exige austeridad al resto del mundo. Todavía no se sabe, por ejemplo, donde instalaría, en caso de gobernar, el almacén nuclear, ni las medidas de choque para reducir el paro juvenil. El PP tiene confundidos a muchos de los economistas más próximos a su ideología.
Rajoy prefirió los réditos a corto plazo de no hacerse la foto con Zapatero, la patronal y los sindicatos en torno a un pacto social, a los beneficios de largo plazo: lograr un acuerdo transversal que afectase a todos los niveles de la Administración y que tuviese consecuencias más allá de esta legislatura, con lo que los mercados se convencerían de la necesaria continuidad en la política económica de grueso calibre en una España con una crisis económica monumental.
Ambos personajes necesitan reinventarse, el uno por sus contradicciones, el otro por sus silencios. Lo muestran los sondeos del Centro de Investigaciones Sociológicas, en los que los ciudadanos verbalizan mayoritariamente un tono vital muy bajo no solo sobre la economía, sino sobre la política.
JOAQUÍN ESTEFANÍA / EL PAÍS
Observo las comparecencias públicas que puedo del presidente del Gobierno. Por ejemplo, la del sábado en Oviedo. En todas ellas la vehemencia es la nota característica, defendiendo con convicción la política económica que practica en cada momento: "Lo que hoy sembramos es la prosperidad de mañana". Pero la de ahora no es la misma que la que tenía antes del 9 de mayo, cuando argüía otros énfasis o, sencillamente, los contrarios. En la madrugada de ese día, el Consejo Europeo decidió reinventarse y a cambio de evitar una segunda, tercera o cuarta Grecia, intervenir las políticas económicas de todos los países de la eurozona en una misma dirección que impuso Alemania: más ajustes a cambio de menos crecimiento. Cuando Zapatero aterrizó en Madrid, ya era distinto.
En la comisión de control del pasado miércoles en el Congreso, el presidente contestó a Rajoy con dos reflexiones muy sensatas: la economía no está quieta por lo que es legítimo cambiar de opinión a la luz de las nuevas circunstancias; no se mueve solo quien no tiene opinión. Pero una cosa es cambiar y otra una permanente contorsión, contestó el líder de la oposición. Y tenía razón. Unos días antes de la citada cumbre europea, ZP recibió a Rajoy en La Moncloa; a la propuesta de este último de reducir drásticamente el déficit público, el socialista le contestó que sí, pero ma non troppo, e inmediatamente después de la reunión de Bruselas España se convirtió -sin más explicaciones a la ciudadanía- en uno de los campeones del rígor mortis a plazo fijo (la economía española permanece estancada). Antes solemnizó que no habría reforma laboral si no era pactada con los sindicatos y la aprobó con una huelga general en contra. Presumía de que el sistema financiero era de los más sólidos y está enfrascado en unos cambios que endurecen y adelantan la legislación de Basilea III. Declaró que él era "el más antinuclear el Gobierno" y acaba de aceptar la posibilidad de renovación de la vida útil de las centrales nucleares... después de haber puesto fecha de cierre a Garoña. Etcétera.
Escucho, como me corresponde, las intervenciones públicas del líder de la oposición. Ninguna propuesta concreta, solo generalidades y críticas al Gobierno. No hay posibilidad de equivocación. La página web del PP es un erial. Su antigua propuesta de 13 reformas estructurales era de una insustancialidad insultante. Rajoy se ha convencido de que la nada le basta para llegar a La Moncloa: tiene el viento de cola. Su gran arma es la gestión de la crisis por los socialistas.
Muchas veces el PP semeja ser peronista: estuvo en contra de la congelación de las pensiones y de la rebaja de los sueldos de los funcionarios, también del aumento de la edad de la jubilación; ahora se manifiesta en contra de la reforma de las cajas de ahorro que ha instrumentado el Gobierno, mientras hace escasos meses daba su visto bueno a un Consejo de Administración de CajaMadrid con más políticos que antaño; soporta sin tomar medidas ni hacer la menor autocrítica que el Ayuntamiento de Madrid y la Comunidad Valenciana, gobernados por ellos, sean contraejemplos del endeudamiento de las comunidades locales y autonómicas mientras exige austeridad al resto del mundo. Todavía no se sabe, por ejemplo, donde instalaría, en caso de gobernar, el almacén nuclear, ni las medidas de choque para reducir el paro juvenil. El PP tiene confundidos a muchos de los economistas más próximos a su ideología.
Rajoy prefirió los réditos a corto plazo de no hacerse la foto con Zapatero, la patronal y los sindicatos en torno a un pacto social, a los beneficios de largo plazo: lograr un acuerdo transversal que afectase a todos los niveles de la Administración y que tuviese consecuencias más allá de esta legislatura, con lo que los mercados se convencerían de la necesaria continuidad en la política económica de grueso calibre en una España con una crisis económica monumental.
Ambos personajes necesitan reinventarse, el uno por sus contradicciones, el otro por sus silencios. Lo muestran los sondeos del Centro de Investigaciones Sociológicas, en los que los ciudadanos verbalizan mayoritariamente un tono vital muy bajo no solo sobre la economía, sino sobre la política.
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