Lorenzo Córdova / El Universal
Parto de una obviedad que más vale recordar: no hay democracia que se sostenga sin un sólido entramado institucional que permita encauzar la vida política y la conflictividad social y que garantice una serie de equilibrios y de derechos consagrados en la Constitución. Esa institucionalidad, que naturalmente deriva de las reglas de la convivencia política, debe gozar del consenso y de aceptación por parte de los miembros de una comunidad sobre el rol que juegan dentro del diseño del Estado, así como de las funciones que ejercen en la vida cotidiana de la sociedad.
Sin ese reconocimiento generalizado, el juego democrático difícilmente puede llevarse a cabo sin fracturas o sin degenerar en formas que de democráticas tienen poco o nada. Por eso un discurso que “manda al diablo a las instituciones”, venga de quien venga, supone sin medias tintas una actitud antidemocrática.
Hoy las instituciones del Estado mexicano, unas más, otras menos, se encuentran en riesgo porque las expresiones que las “mandan al diablo” se extienden cada vez más entre diversos actores políticos, económicos y sociales. Más allá de la paternidad de la frase, cotidianamente escuchamos discursos y presenciamos actitudes que, en los hechos, encuadran en ese supuesto. Y eso es preocupante.
Recordemos que el proceso de construcción de las instituciones que acompañó y encauzó el proceso de democratización a lo largo de los años noventa y en los primeros de la década pasada, implicó una gran apuesta (exitosa sin duda) que permitió descentralizar el poder político a través de la creación de órganos de control y garantía que bien pronto rindieron sus frutos.
La arena electoral fue privilegiada y los órganos administrativos y jurisdiccionales en la materia (empezando por el IFE y el Tribunal Electoral) constituyen, a pesar de sus problemas, las joyas de la corona de la transición. Pero no fueron los únicos, las Comisiones nacional y estatales de derechos humanos, el IFAI y los órganos de transparencia, el Conapred, la conversión de la Suprema Corte en un tribunal constitucional para todos los efectos (con la reforma de 1994), la creación del Consejo de la Judicatura (con todo y la regresiva reforma de 1999), son ejemplos de esa labor de construcción institucional. Y todo iba relativamente bien hasta que nos alcanzó una tendencia inversa, que yo defino como de “deconstrucción institucional”. Un fenómeno reciente —tendrá poco más de un lustro— que se caracteriza por erosionar a esas instituciones.
Los modos en los que ese proceso ha cobrado forma son múltiples: a veces se expresa en la permanente tentación de nombrar como titulares de esos órganos a personeros de intereses de parte, verdaderas correas de transmisión de los poderes o de los intereses políticos, con lo que se desnaturaliza la función de control que ejercen esas instituciones. Otras veces se traduce en campañas mediáticas de descrédito público, malintencionadas y frecuentemente construidas sobre bases falsas (como el que ha caracterizado la campaña de algunas televisoras contra el IFE). Otras más son el producto de vocaciones suicidas (como atinadamente las definió Pedro Salazar hace unos días) de las mismas instituciones que son presa de intrigas palaciegas, de la mezquindad y de la pequeñez de sus titulares, de ser vistas como un botín personal o, de plano de ser presa de malos manejos administrativos cuando no, muchas veces, de actos de corrupción rampante. Y todo ello ha sido producto del cortoplacismo, de la miopía, de la irresponsabilidad cuando no de la vocación francamente autoritaria, que hoy son antivalores muy abundantes y ampliamente difundidos.
Se acercan momentos políticos muy delicados para el país y que encuentran su corolario en la elección del 2012. El medio ambiente en el que se llevarán a cabo los próximos comicios federales es adverso: una crisis de inseguridad que se agrava y que no pinta para resolverse pronto; y un entorno económico complicado que, más allá de la actual estabilidad macroeconómica —que puede esfumarse de un momento a otro—, no se traduce en notorios beneficios concretos para la mayoría de las familias (¡que tenemos todo el derecho de ser exigentes señor Cordero!).
Con ese escenario enfrente, más nos vale empezar a pensar que sin instituciones fuertes y creíbles el futuro no será halagüeño. Reconozcamos que todos tenemos una responsabilidad en esta historia y actuemos en consecuencia; si no, el suicidio no será solo de las instituciones sino de todos como sociedad democrática.
Investigador y profesor de la UNAM
Parto de una obviedad que más vale recordar: no hay democracia que se sostenga sin un sólido entramado institucional que permita encauzar la vida política y la conflictividad social y que garantice una serie de equilibrios y de derechos consagrados en la Constitución. Esa institucionalidad, que naturalmente deriva de las reglas de la convivencia política, debe gozar del consenso y de aceptación por parte de los miembros de una comunidad sobre el rol que juegan dentro del diseño del Estado, así como de las funciones que ejercen en la vida cotidiana de la sociedad.
Sin ese reconocimiento generalizado, el juego democrático difícilmente puede llevarse a cabo sin fracturas o sin degenerar en formas que de democráticas tienen poco o nada. Por eso un discurso que “manda al diablo a las instituciones”, venga de quien venga, supone sin medias tintas una actitud antidemocrática.
Hoy las instituciones del Estado mexicano, unas más, otras menos, se encuentran en riesgo porque las expresiones que las “mandan al diablo” se extienden cada vez más entre diversos actores políticos, económicos y sociales. Más allá de la paternidad de la frase, cotidianamente escuchamos discursos y presenciamos actitudes que, en los hechos, encuadran en ese supuesto. Y eso es preocupante.
Recordemos que el proceso de construcción de las instituciones que acompañó y encauzó el proceso de democratización a lo largo de los años noventa y en los primeros de la década pasada, implicó una gran apuesta (exitosa sin duda) que permitió descentralizar el poder político a través de la creación de órganos de control y garantía que bien pronto rindieron sus frutos.
La arena electoral fue privilegiada y los órganos administrativos y jurisdiccionales en la materia (empezando por el IFE y el Tribunal Electoral) constituyen, a pesar de sus problemas, las joyas de la corona de la transición. Pero no fueron los únicos, las Comisiones nacional y estatales de derechos humanos, el IFAI y los órganos de transparencia, el Conapred, la conversión de la Suprema Corte en un tribunal constitucional para todos los efectos (con la reforma de 1994), la creación del Consejo de la Judicatura (con todo y la regresiva reforma de 1999), son ejemplos de esa labor de construcción institucional. Y todo iba relativamente bien hasta que nos alcanzó una tendencia inversa, que yo defino como de “deconstrucción institucional”. Un fenómeno reciente —tendrá poco más de un lustro— que se caracteriza por erosionar a esas instituciones.
Los modos en los que ese proceso ha cobrado forma son múltiples: a veces se expresa en la permanente tentación de nombrar como titulares de esos órganos a personeros de intereses de parte, verdaderas correas de transmisión de los poderes o de los intereses políticos, con lo que se desnaturaliza la función de control que ejercen esas instituciones. Otras veces se traduce en campañas mediáticas de descrédito público, malintencionadas y frecuentemente construidas sobre bases falsas (como el que ha caracterizado la campaña de algunas televisoras contra el IFE). Otras más son el producto de vocaciones suicidas (como atinadamente las definió Pedro Salazar hace unos días) de las mismas instituciones que son presa de intrigas palaciegas, de la mezquindad y de la pequeñez de sus titulares, de ser vistas como un botín personal o, de plano de ser presa de malos manejos administrativos cuando no, muchas veces, de actos de corrupción rampante. Y todo ello ha sido producto del cortoplacismo, de la miopía, de la irresponsabilidad cuando no de la vocación francamente autoritaria, que hoy son antivalores muy abundantes y ampliamente difundidos.
Se acercan momentos políticos muy delicados para el país y que encuentran su corolario en la elección del 2012. El medio ambiente en el que se llevarán a cabo los próximos comicios federales es adverso: una crisis de inseguridad que se agrava y que no pinta para resolverse pronto; y un entorno económico complicado que, más allá de la actual estabilidad macroeconómica —que puede esfumarse de un momento a otro—, no se traduce en notorios beneficios concretos para la mayoría de las familias (¡que tenemos todo el derecho de ser exigentes señor Cordero!).
Con ese escenario enfrente, más nos vale empezar a pensar que sin instituciones fuertes y creíbles el futuro no será halagüeño. Reconozcamos que todos tenemos una responsabilidad en esta historia y actuemos en consecuencia; si no, el suicidio no será solo de las instituciones sino de todos como sociedad democrática.
Investigador y profesor de la UNAM
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