Mauricio Merino / El Universal
Para todo efecto práctico, la carrera por la sucesión presidencial ya comenzó. Si alguna vez soñamos con campañas breves y austeras, la ambición política nos ha devuelto a la realidad de una larguísima contienda que se extenderá por 17 meses más. Y esta vez no hay adelantados, pues todos los aspirantes se han presentado ya en la plaza pública y es de esperarse que de entre ellos salgan los nombres que estarán en las boletas —a menos que sucediera algo realmente extraordinario—.
Estas prisas son el resultado de un cálculo y de la presión mediática. Cuando Fox rompió la lógica de los tapados y se puso en campaña con dos años de anticipación no imaginó que crearía una escuela. Ya durante su sexenio, López Obrador, Roberto Madrazo, Santiago Creel y Felipe Calderón emularon ese ejemplo y comenzaron muy temprano sus campañas. Pero fue este último quien demostró que sí amanece más temprano para quien sabe despertar. Aunque, a diferencia del grupo de madrugadores que hoy forman parte de su gabinete, Calderón sí renunció al cargo que tenía para lanzarse de lleno a la candidatura.
La anticipación en la que estamos obedece, además, a la necesidad de construir presidenciables lo más pronto que se pueda. En la aritmética definitiva de la democracia, lo único que importa es que las encuestas vayan registrando avances en los porcentajes de reconocimiento de los posibles candidatos. Y, en esa dinámica, influye mucho menos la eficacia del trabajo actual que la presencia sistemática en los medios y en las listas de los aspirantes. Si Peña Nieto está en la delantera, no es tanto por sus éxitos como gobernante cuanto por su presencia cotidiana en los noticieros, y si López Obrador ha perdido puntos no es porque se haya hecho un juicio nugatorio sobre su trabajo como jefe de gobierno, sino porque su rostro desapareció por un buen tiempo de la escena pública. A diferencia de lo que decía Fidel Velázquez en el antiguo régimen, hoy quien no se mueve ya no sale en la televisión.
Por supuesto que esa dinámica contradice el espíritu de la legislación electoral y desafía la capacidad de interpretación del IFE. La reforma no sólo estaba construida para evitar que los medios determinaran el destino de las elecciones o para conjurar el riesgo de que la compra indiscriminada de propaganda distorsionara las preferencias a cambio de dinero, sino para prohibir que los funcionarios hicieran uso de sus cargos para aumentar su presencia en medios. Se quería romper la relación viciada entre medios y dinero, y bloquear el uso de recursos públicos para la promoción electoral. Pero es obvio que ese propósito no se ha cumplido: los funcionarios están usando en su provecho, sin ningún recato y desde hace mucho tiempo, las plataformas que les dan sus puestos.
Y, por otra parte, la reforma de 2007 también se jactó de haber disminuido el tiempo destinado a las campañas y de haber ahorrado recursos al erario. Pero en la práctica, no sólo estamos viendo una intensa competencia entre las oficinas de comunicación social y relaciones públicas de los funcionarios que quieren ganar la Presidencia, sino que ahora también vemos a López Obrador todos los días, empleando el tiempo destinado al PT en los medios electrónicos. Por supuesto, nadie aceptaría esta interpretación ni diría que está en campaña. Desde el punto de vista legal, las campañas no comenzarán sino hasta el 2012. Pero lo cierto es que ya empezaron y que todas se están pagando con recursos públicos.
No obstante, ya no hay forma de parar esa dinámica. Si en el antiguo régimen los presidenciables eran los que estaban cerca del afecto del presidente en turno y contaban además con el apoyo del partido en el poder, hoy ese espacio se encuentra reservado a quienes pueden emplear los medios públicos —de las administraciones estatales o de la federal— y pueden aspirar a ganar las candidaturas monopólicas de los partidos. Nadie más tiene cabida en ese club privado que, además, se da el lujo de decirnos que no está haciendo lo que todos vemos que hace, mientras los medios se hacen cómplices del despropósito.
Comprendo que no tiene ningún sentido tapar el sol de la política con el dedo de la moral pública. Pero ya que empezaron tan temprano, me pregunto si no valdría la pena que lo hicieran bien y se ganaran las candidaturas debatiendo los grandes temas nacionales, sobre una agenda abierta y pactada de antemano. Ya que le pasaron el camión encima a la legislación electoral, sería deseable sacarle algo virtuoso al atropello. Así nos aburriríamos menos.
Profesor investigador del CIDE
Para todo efecto práctico, la carrera por la sucesión presidencial ya comenzó. Si alguna vez soñamos con campañas breves y austeras, la ambición política nos ha devuelto a la realidad de una larguísima contienda que se extenderá por 17 meses más. Y esta vez no hay adelantados, pues todos los aspirantes se han presentado ya en la plaza pública y es de esperarse que de entre ellos salgan los nombres que estarán en las boletas —a menos que sucediera algo realmente extraordinario—.
Estas prisas son el resultado de un cálculo y de la presión mediática. Cuando Fox rompió la lógica de los tapados y se puso en campaña con dos años de anticipación no imaginó que crearía una escuela. Ya durante su sexenio, López Obrador, Roberto Madrazo, Santiago Creel y Felipe Calderón emularon ese ejemplo y comenzaron muy temprano sus campañas. Pero fue este último quien demostró que sí amanece más temprano para quien sabe despertar. Aunque, a diferencia del grupo de madrugadores que hoy forman parte de su gabinete, Calderón sí renunció al cargo que tenía para lanzarse de lleno a la candidatura.
La anticipación en la que estamos obedece, además, a la necesidad de construir presidenciables lo más pronto que se pueda. En la aritmética definitiva de la democracia, lo único que importa es que las encuestas vayan registrando avances en los porcentajes de reconocimiento de los posibles candidatos. Y, en esa dinámica, influye mucho menos la eficacia del trabajo actual que la presencia sistemática en los medios y en las listas de los aspirantes. Si Peña Nieto está en la delantera, no es tanto por sus éxitos como gobernante cuanto por su presencia cotidiana en los noticieros, y si López Obrador ha perdido puntos no es porque se haya hecho un juicio nugatorio sobre su trabajo como jefe de gobierno, sino porque su rostro desapareció por un buen tiempo de la escena pública. A diferencia de lo que decía Fidel Velázquez en el antiguo régimen, hoy quien no se mueve ya no sale en la televisión.
Por supuesto que esa dinámica contradice el espíritu de la legislación electoral y desafía la capacidad de interpretación del IFE. La reforma no sólo estaba construida para evitar que los medios determinaran el destino de las elecciones o para conjurar el riesgo de que la compra indiscriminada de propaganda distorsionara las preferencias a cambio de dinero, sino para prohibir que los funcionarios hicieran uso de sus cargos para aumentar su presencia en medios. Se quería romper la relación viciada entre medios y dinero, y bloquear el uso de recursos públicos para la promoción electoral. Pero es obvio que ese propósito no se ha cumplido: los funcionarios están usando en su provecho, sin ningún recato y desde hace mucho tiempo, las plataformas que les dan sus puestos.
Y, por otra parte, la reforma de 2007 también se jactó de haber disminuido el tiempo destinado a las campañas y de haber ahorrado recursos al erario. Pero en la práctica, no sólo estamos viendo una intensa competencia entre las oficinas de comunicación social y relaciones públicas de los funcionarios que quieren ganar la Presidencia, sino que ahora también vemos a López Obrador todos los días, empleando el tiempo destinado al PT en los medios electrónicos. Por supuesto, nadie aceptaría esta interpretación ni diría que está en campaña. Desde el punto de vista legal, las campañas no comenzarán sino hasta el 2012. Pero lo cierto es que ya empezaron y que todas se están pagando con recursos públicos.
No obstante, ya no hay forma de parar esa dinámica. Si en el antiguo régimen los presidenciables eran los que estaban cerca del afecto del presidente en turno y contaban además con el apoyo del partido en el poder, hoy ese espacio se encuentra reservado a quienes pueden emplear los medios públicos —de las administraciones estatales o de la federal— y pueden aspirar a ganar las candidaturas monopólicas de los partidos. Nadie más tiene cabida en ese club privado que, además, se da el lujo de decirnos que no está haciendo lo que todos vemos que hace, mientras los medios se hacen cómplices del despropósito.
Comprendo que no tiene ningún sentido tapar el sol de la política con el dedo de la moral pública. Pero ya que empezaron tan temprano, me pregunto si no valdría la pena que lo hicieran bien y se ganaran las candidaturas debatiendo los grandes temas nacionales, sobre una agenda abierta y pactada de antemano. Ya que le pasaron el camión encima a la legislación electoral, sería deseable sacarle algo virtuoso al atropello. Así nos aburriríamos menos.
Profesor investigador del CIDE
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