Luis Hernández Navarro / La Jornada
México se ha convertido en un país de nota roja. No es asunto de percepción. Es una cuestión de hechos. La violencia se ha extendido hasta niveles inusitados y atraviesa todos los sectores sociales. Hampa, política y mundo empresarial se han entremezclado de manera espectacular.
No es que los medios de comunicación exageren para pelear por la audiencia o para vender más ejemplares. Las primeras planas de los periódicos reproducen, lisa y llanamente, lo que acontece en las plazas públicas y en los sótanos del país. No inventan, reflejan. La prensa no es hoy más amarillista o escandalosa de lo que era hace unos años. Es la realidad la que se ha modificado y ha hecho de las acciones criminales un asunto cotidiano. Los medios no pueden ignorar este hecho. La prensa construye una realidad a la medida de su público, no la inventa.
La muerte de Paulette, el secuestro de Diego Fernández de Cevallos y la detención de Gregorio Sánchez, candidato a gobernador por Quintana Roo, por citar los últimos eslabones de la cadena, son realidades, no invenciones mediáticas. Como lo son, con toda su elocuencia dramática, los cadáveres colgados en un un puente en Cuernavaca; las cabezas cercenadas que regularmente aparecen en Guerrero y otros lugares del país; las narcomantas; la ejecución de cantantes famosos a los que se relaciona con cárteles de la droga; el asesinato de 16 muchachos en una fiesta en Ciudad Juárez, o la muerte de estudiantes del Tec de Monterrey.
Escribió Jorge Ibargüengoitia (“En primera persona: nota roja”): “Leo notas rojas con frecuencia sin ser sanguinario ni sentirme morboso. Creo que todas las noticias que se publican son las que presentan más directamente un panorama moral de nuestro tiempo y ciertos aspectos del ser humano que para el hombre común y corriente son en general desconocidos; además siento que me tocan de cerca”.
Al contar lo que sucede en México como un país de nota roja, los medios están describiendo, con toda crudeza, el panorama moral de nuestro tiempo y nuestro país. La historia de la administración de Felipe Calderón se está contando en la nota roja de los periódicos no en los artículos y discursos de sus publicistas oficiales. Su sexenio pasará a la historia como el del Ejército en las calles, los miles de asesinados, las violaciones a los derechos humanos y la inseguridad pública.
En su libro Terribilísimas historias de crímenes y horrores en la ciudad de México en el siglo XIX, Agustín Sánchez cuenta cómo la nota roja del siglo XIX “nos habla de la nación de la derrota, de la venganza, de la frustración, reflejadas en el robo, el asesinato, el suicidio”. De la misma manera, en sus informaciones diarias, la prensa de hoy nos cuenta el drama de la descomposición política y económica de sus elites. Es sus páginas están narrados el dolor y el drama de los ciudadanos de a pie, la intriga y el odio de las cúpulas del poder, el grado de corrupción cívica.
De cuando en cuando, desde el poder se ensayan maniobras para contener daños. Cuando a comienzos del sexenio comenzaron a agolparse los cadáveres y el papel de las rotativas se llenó de sangre, operadores gubernamentales trataron de convencer a los directivos de los medios de la inconveniencia de decir que los muertos habían sido ejecutados. La iniciativa hizo agua a los pocos días.
Ahora, el mismo Felipe Calderón insiste en que el problema de la gravedad de la violencia es un asunto de percepción y no de hechos. Según el gobierno y sus intelectuales, los medios divulgan la existencia de los corceles del Apocalipsis trotando por el país, pero las catástrofes no existen realmente, no, al menos, en la magnitud en la que se reportan. Y, con todos los recursos a su alcance, procuran construir “consensos” para que los medios moderen su cobertura. Ya el renegado ex guerrillero salvadoreño Joaquín Villalobos, asesor de la administración calderonista, se encargó, desde las páginas de la revista Nexos, de “leerle la cartilla” a quienes desde los medios informativos alertan sobre el fracaso de la estrategia gubernamental del combate a las drogas. El apagón informativo decretado alrededor del secuestro de Diego Fernández de Cevallos es el último asalto de esta batalla por controlar lo que se publica y dice.
En esta lógica, el siguiente paso será emular al Congreso de Rumania, que aprobó que la mitad de las noticias difundidas por los medios debían de ser positivas. O, quizás, promover la publicación de un periódico quincenal como el estadunidense Good News, que se negaba a divulgar malas noticias. Good News apareció sólo 16 meses y, por supuesto, se negó a informar sobre su fracaso. La cabeza de su último número decía “No se declaró ninguna guerra en 16 semanas”.
México se ha convertido en el país de una nota roja que es retrato fiel de la decadencia de sus elites económicas y políticas. Que a esas elites no les guste verse reflejados cada mañana en el espejo de la prensa es explicable. Lo que es inadmisible es que los diarios renuncien a funcionar como espejos que reflejen la descomposición del país.
México se ha convertido en un país de nota roja. No es asunto de percepción. Es una cuestión de hechos. La violencia se ha extendido hasta niveles inusitados y atraviesa todos los sectores sociales. Hampa, política y mundo empresarial se han entremezclado de manera espectacular.
No es que los medios de comunicación exageren para pelear por la audiencia o para vender más ejemplares. Las primeras planas de los periódicos reproducen, lisa y llanamente, lo que acontece en las plazas públicas y en los sótanos del país. No inventan, reflejan. La prensa no es hoy más amarillista o escandalosa de lo que era hace unos años. Es la realidad la que se ha modificado y ha hecho de las acciones criminales un asunto cotidiano. Los medios no pueden ignorar este hecho. La prensa construye una realidad a la medida de su público, no la inventa.
La muerte de Paulette, el secuestro de Diego Fernández de Cevallos y la detención de Gregorio Sánchez, candidato a gobernador por Quintana Roo, por citar los últimos eslabones de la cadena, son realidades, no invenciones mediáticas. Como lo son, con toda su elocuencia dramática, los cadáveres colgados en un un puente en Cuernavaca; las cabezas cercenadas que regularmente aparecen en Guerrero y otros lugares del país; las narcomantas; la ejecución de cantantes famosos a los que se relaciona con cárteles de la droga; el asesinato de 16 muchachos en una fiesta en Ciudad Juárez, o la muerte de estudiantes del Tec de Monterrey.
Escribió Jorge Ibargüengoitia (“En primera persona: nota roja”): “Leo notas rojas con frecuencia sin ser sanguinario ni sentirme morboso. Creo que todas las noticias que se publican son las que presentan más directamente un panorama moral de nuestro tiempo y ciertos aspectos del ser humano que para el hombre común y corriente son en general desconocidos; además siento que me tocan de cerca”.
Al contar lo que sucede en México como un país de nota roja, los medios están describiendo, con toda crudeza, el panorama moral de nuestro tiempo y nuestro país. La historia de la administración de Felipe Calderón se está contando en la nota roja de los periódicos no en los artículos y discursos de sus publicistas oficiales. Su sexenio pasará a la historia como el del Ejército en las calles, los miles de asesinados, las violaciones a los derechos humanos y la inseguridad pública.
En su libro Terribilísimas historias de crímenes y horrores en la ciudad de México en el siglo XIX, Agustín Sánchez cuenta cómo la nota roja del siglo XIX “nos habla de la nación de la derrota, de la venganza, de la frustración, reflejadas en el robo, el asesinato, el suicidio”. De la misma manera, en sus informaciones diarias, la prensa de hoy nos cuenta el drama de la descomposición política y económica de sus elites. Es sus páginas están narrados el dolor y el drama de los ciudadanos de a pie, la intriga y el odio de las cúpulas del poder, el grado de corrupción cívica.
De cuando en cuando, desde el poder se ensayan maniobras para contener daños. Cuando a comienzos del sexenio comenzaron a agolparse los cadáveres y el papel de las rotativas se llenó de sangre, operadores gubernamentales trataron de convencer a los directivos de los medios de la inconveniencia de decir que los muertos habían sido ejecutados. La iniciativa hizo agua a los pocos días.
Ahora, el mismo Felipe Calderón insiste en que el problema de la gravedad de la violencia es un asunto de percepción y no de hechos. Según el gobierno y sus intelectuales, los medios divulgan la existencia de los corceles del Apocalipsis trotando por el país, pero las catástrofes no existen realmente, no, al menos, en la magnitud en la que se reportan. Y, con todos los recursos a su alcance, procuran construir “consensos” para que los medios moderen su cobertura. Ya el renegado ex guerrillero salvadoreño Joaquín Villalobos, asesor de la administración calderonista, se encargó, desde las páginas de la revista Nexos, de “leerle la cartilla” a quienes desde los medios informativos alertan sobre el fracaso de la estrategia gubernamental del combate a las drogas. El apagón informativo decretado alrededor del secuestro de Diego Fernández de Cevallos es el último asalto de esta batalla por controlar lo que se publica y dice.
En esta lógica, el siguiente paso será emular al Congreso de Rumania, que aprobó que la mitad de las noticias difundidas por los medios debían de ser positivas. O, quizás, promover la publicación de un periódico quincenal como el estadunidense Good News, que se negaba a divulgar malas noticias. Good News apareció sólo 16 meses y, por supuesto, se negó a informar sobre su fracaso. La cabeza de su último número decía “No se declaró ninguna guerra en 16 semanas”.
México se ha convertido en el país de una nota roja que es retrato fiel de la decadencia de sus elites económicas y políticas. Que a esas elites no les guste verse reflejados cada mañana en el espejo de la prensa es explicable. Lo que es inadmisible es que los diarios renuncien a funcionar como espejos que reflejen la descomposición del país.
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