León Bendesky / La Jornada
En el primer trimestre del año el gasto en consumo privado aumentó apenas poco más de la mitad que la producción. Ese tipo de gasto representa 67 por ciento de la demanda total de la economía. En ese mismo lapso, el gasto en inversión siguió deprimido (a una tasa de menos 1.2 por ciento). Así que la demanda privada no es la que provocó el crecimiento de la economía de 3.4 por ciento con respecto al primer trimestre de 2009.
La debilidad del mercado interno se compensa con las exportaciones, que crecieron 23.6 por ciento en el primer trimestre, aunque con alto nivel de importación, que aumentó 19.3 por ciento y entre lo que se cuenta una alta proporción de bienes de consumo.
El segundo trimestre puede ser peor.
No hay misterios: el magro crecimiento de la economía se sostiene en la exportación de manufacturas a Estados Unidos, no en el mercado interno. Al mismo tiempo, la tasa de crecimiento de los precios, según los mide ahora el Inegi con los mismos criterios del Banco de México, ha caído en las tres últimas quincenas.
Y bueno, si importamos gran cantidad de los bienes que se consumen y se mantiene bajo el tipo de cambio frente al dólar, ese es un resultado necesario. Pero tal caída de los precios debe verse también en el marco de una menor demanda interna, asociada con un estancamiento o incluso reducción de los ingresos de las familias, la escasez de crédito bancario y el aumento del IVA.
Tal vez debamos ya prestar alguna atención al fenómeno de la deflación y sus consecuencias, y sacudir un poco a los funcionarios responsables de las políticas monetaria y fiscal. Sólo piénsese en cuáles son los incentivos económicos que hay ahora para que alguien invierta en proyectos productivos.
De elevación de la productividad no hay nada; de inversión productiva e innovación tecnológica, ni quién hable; de proyectos de inversión para tener rentabilidad futura, sólo silencio; de algo en serio sobre mejorar la calidad de la educación, olvídenlo.
De esta crisis, que será larga y muy costosa, la economía mexicana no puede más que salir otra vez muy lastimada, aunque se precien algunos de la estabilidad financiera que se ha impuesto como una lápida en un camposanto.
La opción de trabajar en Estados Unidos es cada vez más difícil para los mexicanos y tarde o temprano habrá que dar cuentas de eso en los registros de la desocupación aquí, y que se mantiene por encima de 5 por ciento de la población económicamente activa.
No nos hagamos guajes, el mercado laboral mexicano está muy distorsionado y expresa condiciones que sólo pueden extrapolarse de modo bastante negativo, e inclúyanse los planes de pensiones en ese mismo horizonte. La gente vive cada vez de modo más precario.
Esta economía es jalada desde el exterior, como ocurre ya de modo crónico durante mucho tiempo. Esto es riesgoso, por supuesto, y cada vez más pues en ese país no se conforma aún un entorno de recuperación sostenido. Eso tardará todavía.
Los estímulos fiscales de Bush y Obama se están debilitando, la venta de casas nuevas cae todavía y se pierden muchas viviendas por no poder pagar las hipotecas. El mercado de trabajo no genera nuevos puestos al ritmo necesario. Y la deuda pública sigue en aumento.
Además, el gobierno pasará una reforma financiera cuyos efectos sobre la dinámica del crédito son inciertos; las medidas de política económica son divergentes con respecto a las otras economías más ricas y eso complica las condiciones de un restablecimiento global del crecimiento del producto y del empleo, y la misma estabilidad financiera.
Ese es el mensaje claro que se extrae de la reunión del G-8 en Toronto. Añádase la disputa con China sobre el valor del yuan y se advertirá que las aguas están muy revueltas. Cada quien juega con sus propios intereses.
Y nuestros intereses ¿cuándo los vamos finalmente a redefinir? Ya todo el debate y las consecuencias del TLCAN y la apertura financiera están asentados y superados. No da para más, eso es claro. Otra vez se pospone el replanteamiento de un proyecto que pueda detener la degradación y el colapso de esta sociedad.
Pero la mediocridad política prevalece, es como un circo con el que se pretende desviar la atención de la gente. Los grandes intereses económicos son inamovibles, así también los de los sindicatos de Estado. Las concepciones políticas y de gestión son arcaicas y sumamente conservadoras.
Encima de eso tenemos que acomodar la permanente debacle de Pemex y el reconocimiento público de que no sólo padece enormes problemas internos que la ponen en un lugar aparte de la compañías petroleras del mundo. Ahora, según su propio director, hay una serie de instalaciones que están sometidas a las presiones de grupos de narcotraficantes.
El desafío al Estado es cada vez más abierto. ¿Y cómo vamos a hablar así de crecimiento y desarrollo, de estabilidad y seguridad, de legalidad y justicia? El escenario de desgaste sólo puede así ser cada vez más ominoso. Y, sin embargo, aún se mueve, aunque sea rengueando –y deberíamos preguntarnos hasta cuándo.
En el primer trimestre del año el gasto en consumo privado aumentó apenas poco más de la mitad que la producción. Ese tipo de gasto representa 67 por ciento de la demanda total de la economía. En ese mismo lapso, el gasto en inversión siguió deprimido (a una tasa de menos 1.2 por ciento). Así que la demanda privada no es la que provocó el crecimiento de la economía de 3.4 por ciento con respecto al primer trimestre de 2009.
La debilidad del mercado interno se compensa con las exportaciones, que crecieron 23.6 por ciento en el primer trimestre, aunque con alto nivel de importación, que aumentó 19.3 por ciento y entre lo que se cuenta una alta proporción de bienes de consumo.
El segundo trimestre puede ser peor.
No hay misterios: el magro crecimiento de la economía se sostiene en la exportación de manufacturas a Estados Unidos, no en el mercado interno. Al mismo tiempo, la tasa de crecimiento de los precios, según los mide ahora el Inegi con los mismos criterios del Banco de México, ha caído en las tres últimas quincenas.
Y bueno, si importamos gran cantidad de los bienes que se consumen y se mantiene bajo el tipo de cambio frente al dólar, ese es un resultado necesario. Pero tal caída de los precios debe verse también en el marco de una menor demanda interna, asociada con un estancamiento o incluso reducción de los ingresos de las familias, la escasez de crédito bancario y el aumento del IVA.
Tal vez debamos ya prestar alguna atención al fenómeno de la deflación y sus consecuencias, y sacudir un poco a los funcionarios responsables de las políticas monetaria y fiscal. Sólo piénsese en cuáles son los incentivos económicos que hay ahora para que alguien invierta en proyectos productivos.
De elevación de la productividad no hay nada; de inversión productiva e innovación tecnológica, ni quién hable; de proyectos de inversión para tener rentabilidad futura, sólo silencio; de algo en serio sobre mejorar la calidad de la educación, olvídenlo.
De esta crisis, que será larga y muy costosa, la economía mexicana no puede más que salir otra vez muy lastimada, aunque se precien algunos de la estabilidad financiera que se ha impuesto como una lápida en un camposanto.
La opción de trabajar en Estados Unidos es cada vez más difícil para los mexicanos y tarde o temprano habrá que dar cuentas de eso en los registros de la desocupación aquí, y que se mantiene por encima de 5 por ciento de la población económicamente activa.
No nos hagamos guajes, el mercado laboral mexicano está muy distorsionado y expresa condiciones que sólo pueden extrapolarse de modo bastante negativo, e inclúyanse los planes de pensiones en ese mismo horizonte. La gente vive cada vez de modo más precario.
Esta economía es jalada desde el exterior, como ocurre ya de modo crónico durante mucho tiempo. Esto es riesgoso, por supuesto, y cada vez más pues en ese país no se conforma aún un entorno de recuperación sostenido. Eso tardará todavía.
Los estímulos fiscales de Bush y Obama se están debilitando, la venta de casas nuevas cae todavía y se pierden muchas viviendas por no poder pagar las hipotecas. El mercado de trabajo no genera nuevos puestos al ritmo necesario. Y la deuda pública sigue en aumento.
Además, el gobierno pasará una reforma financiera cuyos efectos sobre la dinámica del crédito son inciertos; las medidas de política económica son divergentes con respecto a las otras economías más ricas y eso complica las condiciones de un restablecimiento global del crecimiento del producto y del empleo, y la misma estabilidad financiera.
Ese es el mensaje claro que se extrae de la reunión del G-8 en Toronto. Añádase la disputa con China sobre el valor del yuan y se advertirá que las aguas están muy revueltas. Cada quien juega con sus propios intereses.
Y nuestros intereses ¿cuándo los vamos finalmente a redefinir? Ya todo el debate y las consecuencias del TLCAN y la apertura financiera están asentados y superados. No da para más, eso es claro. Otra vez se pospone el replanteamiento de un proyecto que pueda detener la degradación y el colapso de esta sociedad.
Pero la mediocridad política prevalece, es como un circo con el que se pretende desviar la atención de la gente. Los grandes intereses económicos son inamovibles, así también los de los sindicatos de Estado. Las concepciones políticas y de gestión son arcaicas y sumamente conservadoras.
Encima de eso tenemos que acomodar la permanente debacle de Pemex y el reconocimiento público de que no sólo padece enormes problemas internos que la ponen en un lugar aparte de la compañías petroleras del mundo. Ahora, según su propio director, hay una serie de instalaciones que están sometidas a las presiones de grupos de narcotraficantes.
El desafío al Estado es cada vez más abierto. ¿Y cómo vamos a hablar así de crecimiento y desarrollo, de estabilidad y seguridad, de legalidad y justicia? El escenario de desgaste sólo puede así ser cada vez más ominoso. Y, sin embargo, aún se mueve, aunque sea rengueando –y deberíamos preguntarnos hasta cuándo.
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