Homero Garza Terán / El Universal
Pasarán las elecciones, se acercará septiembre y una vez más estaremos ante la eterna discusión de la reforma fiscal. Funcionarios, legisladores, empresarios y expertos argumentarán que el crecimiento económico del país está directamente relacionado con su eventual aprobación. Sin embargo, lo que se ha venido haciendo con los ingresos adicionales y con el presupuesto público nos pronostica una reforma que tan sólo garantice la subsistencia de los tres órdenes de gobierno.
El argumento a favor de la reforma es relativamente sencillo. Para 2010, el gobierno tiene planeado gastar 24.8% del PIB y financiar 7.2% con ingresos petroleros. Esto quiere decir que el 29% del gasto depende de un bien cuyo precio recientemente pasó de 134 dólares a 43 en sólo siete meses, y cuya producción en México ha caído 26% los últimos cinco años. Es decir, si hoy cayera drásticamente el precio del petróleo, no habría coberturas ni ahorros suficientes (como en otros países petroleros) para compensar la pérdida de ingresos. La solución es bien conocida desde hace casi tres décadas; debemos despetrolizar nuestras finanzas públicas.
Las últimas reformas, por pequeñas que hayan sido, no lograron el objetivo de cambiar el patrón de dependencia de nuestros ingresos petroleros, el cual sigue en niveles de alrededor de 30% desde hace 20 años. Además, de 2000 a la fecha el crecimiento promedio anual del gasto programable fue de 7.9%, mientras que el del PIB fue de 1.7%; se crean programas que representan una carga considerable en el largo plazo y que no son sostenibles. De hecho, México no gasta tan poco. Quizá a algunos les gustaría que se gastaran niveles superiores al 35% del PIB, como en los países desarrollados europeos, pero la realidad es que el 24.8% es comparable con el nivel de Corea del Sur (31.3%), de Chile (29.1%) o de la India (20.4%). La clave está en cómo se usa el presupuesto.
La eventual aprobación de la reforma nos presenta dos escenarios plausibles. En el primero, los ingresos petroleros caen y los sustituimos con la nueva recaudación. En este caso, y sin cambios realmente significativos en la forma en que se utilizan los recursos, podemos prever que seguiremos gastando en lo mismo. Seguiremos destinando el 83% de nuestro presupuesto al gasto corriente, seguiremos dedicando cerca del 1.6% del PIB a las pérdidas de Pemex Refinación, Pemex Petroquímica y sus subsidiarias; seguiremos pagando los sueldos de los 660 mil empleados de la administración pública federal y de los 1.7 millones de maestros. Tendremos una reforma fiscal para garantizar la subsistencia de los tres órdenes de gobierno tal como los conocemos en la actualidad.
En el otro escenario, se mantienen los ingresos petroleros y se incrementa la recaudación en un porcentaje del PIB dependiendo la magnitud de la reforma. Aquí puede repetirse la misma historia de los últimos años, es decir, se gastará más en los programas a los que se les ha venido apostando y no se cambiará la dependencia petrolera. Éste es el peor de los mundos, ya que no se atiende el problema de la volatilidad y se gasta más sin incidir en el crecimiento.
Hay quienes señalan que el objetivo de la reforma es incrementar el gasto en inversión en infraestructura, en ciencia y tecnología, en educación o en otorgar garantías sociales. Suponiendo sin conceder que estos gastos sí son promotores del crecimiento, queda pendiente que los funcionarios y legisladores nos digan cómo van a garantizar que más recursos se destinen a estos fines bajo cualquier circunstancia.
Para lograr un verdadero cambio en el gasto público en la dirección deseada es necesario que partamos de la idea de que nos enfrentaremos al primer escenario. Solamente pensando en que los ingresos petroleros van a caer podremos retomar una idea que dentro de su ingenuidad me parece rescatable: partir de un presupuesto base cero. Esta idea sugiere que, al margen de los compromisos ineludibles (que en 2011 tendrán su nivel máximo por la amortización de Pidiregas), nos replanteemos todos y cada uno de los gastos que hacemos y realicemos un drástico recorte en las áreas en que así lo ameriten. Haciendo esto, junto con una regulación clara de los excedentes petroleros que genere ahorros suficientes y que destine recursos a un Fondo Soberano de Inversiones, nos podría dar razones para creer que la reforma puede generar crecimiento.
Por el contrario, si la inercia determina el destino de la reforma, tan sólo podremos asegurar que habremos garantizado la subsistencia del status quo.
Analista
Pasarán las elecciones, se acercará septiembre y una vez más estaremos ante la eterna discusión de la reforma fiscal. Funcionarios, legisladores, empresarios y expertos argumentarán que el crecimiento económico del país está directamente relacionado con su eventual aprobación. Sin embargo, lo que se ha venido haciendo con los ingresos adicionales y con el presupuesto público nos pronostica una reforma que tan sólo garantice la subsistencia de los tres órdenes de gobierno.
El argumento a favor de la reforma es relativamente sencillo. Para 2010, el gobierno tiene planeado gastar 24.8% del PIB y financiar 7.2% con ingresos petroleros. Esto quiere decir que el 29% del gasto depende de un bien cuyo precio recientemente pasó de 134 dólares a 43 en sólo siete meses, y cuya producción en México ha caído 26% los últimos cinco años. Es decir, si hoy cayera drásticamente el precio del petróleo, no habría coberturas ni ahorros suficientes (como en otros países petroleros) para compensar la pérdida de ingresos. La solución es bien conocida desde hace casi tres décadas; debemos despetrolizar nuestras finanzas públicas.
Las últimas reformas, por pequeñas que hayan sido, no lograron el objetivo de cambiar el patrón de dependencia de nuestros ingresos petroleros, el cual sigue en niveles de alrededor de 30% desde hace 20 años. Además, de 2000 a la fecha el crecimiento promedio anual del gasto programable fue de 7.9%, mientras que el del PIB fue de 1.7%; se crean programas que representan una carga considerable en el largo plazo y que no son sostenibles. De hecho, México no gasta tan poco. Quizá a algunos les gustaría que se gastaran niveles superiores al 35% del PIB, como en los países desarrollados europeos, pero la realidad es que el 24.8% es comparable con el nivel de Corea del Sur (31.3%), de Chile (29.1%) o de la India (20.4%). La clave está en cómo se usa el presupuesto.
La eventual aprobación de la reforma nos presenta dos escenarios plausibles. En el primero, los ingresos petroleros caen y los sustituimos con la nueva recaudación. En este caso, y sin cambios realmente significativos en la forma en que se utilizan los recursos, podemos prever que seguiremos gastando en lo mismo. Seguiremos destinando el 83% de nuestro presupuesto al gasto corriente, seguiremos dedicando cerca del 1.6% del PIB a las pérdidas de Pemex Refinación, Pemex Petroquímica y sus subsidiarias; seguiremos pagando los sueldos de los 660 mil empleados de la administración pública federal y de los 1.7 millones de maestros. Tendremos una reforma fiscal para garantizar la subsistencia de los tres órdenes de gobierno tal como los conocemos en la actualidad.
En el otro escenario, se mantienen los ingresos petroleros y se incrementa la recaudación en un porcentaje del PIB dependiendo la magnitud de la reforma. Aquí puede repetirse la misma historia de los últimos años, es decir, se gastará más en los programas a los que se les ha venido apostando y no se cambiará la dependencia petrolera. Éste es el peor de los mundos, ya que no se atiende el problema de la volatilidad y se gasta más sin incidir en el crecimiento.
Hay quienes señalan que el objetivo de la reforma es incrementar el gasto en inversión en infraestructura, en ciencia y tecnología, en educación o en otorgar garantías sociales. Suponiendo sin conceder que estos gastos sí son promotores del crecimiento, queda pendiente que los funcionarios y legisladores nos digan cómo van a garantizar que más recursos se destinen a estos fines bajo cualquier circunstancia.
Para lograr un verdadero cambio en el gasto público en la dirección deseada es necesario que partamos de la idea de que nos enfrentaremos al primer escenario. Solamente pensando en que los ingresos petroleros van a caer podremos retomar una idea que dentro de su ingenuidad me parece rescatable: partir de un presupuesto base cero. Esta idea sugiere que, al margen de los compromisos ineludibles (que en 2011 tendrán su nivel máximo por la amortización de Pidiregas), nos replanteemos todos y cada uno de los gastos que hacemos y realicemos un drástico recorte en las áreas en que así lo ameriten. Haciendo esto, junto con una regulación clara de los excedentes petroleros que genere ahorros suficientes y que destine recursos a un Fondo Soberano de Inversiones, nos podría dar razones para creer que la reforma puede generar crecimiento.
Por el contrario, si la inercia determina el destino de la reforma, tan sólo podremos asegurar que habremos garantizado la subsistencia del status quo.
Analista
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