Naomi Klein / La Jornada
Mi ciudad se siente como la escena de un crimen y todos los criminales desaparecen en la noche, huyen de la escena. No me refiero a los chavos de negro que rompieron vidrios y quemaron coches de policía este sábado.
Me refiero a los jefes de Estado que, el domingo por la noche, rompieron los programas de bienestar social y quemaron buenos empleos en medio de una recesión. Enfrentados con los efectos de una crisis creada por el estrato más rico y privilegiado del mundo, decidieron enjaretar la cuenta a los más pobres y vulnerables en sus países.
De qué otra manera podemos interpretar el último comunicado del G-20, que ni siquiera incluye un miserable impuesto a los bancos o a las transacciones financieras, y, en cambio, sí instruye a los gobiernos a reducir a la mitad sus déficit de aquí a 2013. Este es un enorme y escandaloso recorte, y debemos tener claro quién pagará el precio: los estudiantes cuyas educaciones públicas se deterioran aún más mientras las cuotas se incrementan; los jubilados que perderán las prestaciones que obtuvieron con su trabajo; los trabajadores del sector público cuyos empleos serán eliminados. Y la lista sigue. Este tipo de recortes ya comenzaron en muchos países del G-20, incluyendo a Canadá, y están a punto de empeorar. Por ejemplo, reducir a la mitad el déficit de 2010 en Estados Unidos, en ausencia de un considerable incremento a los impuestos, implicaría un tremendo recorte de 780 mil millones de dólares.
Esto ocurre por una sencilla razón. Cuando el G-20 se reunió en Londres en 2009, en la cúspide de la crisis financiera, los dirigentes no pudieron unirse para regular al sector financiero, para que este tipo de crisis no volviera a ocurrir. Sólo obtuvimos retórica vacía y un acuerdo para poner sobre la mesa billones de dólares de las arcas públicas, para apoyar a bancos en todo el mundo. Mientras, el gobierno estadunidense hizo poco para que la gente no perdiera sus casas y sus empleos, así que además de provocar una hemorragia de las arcas públicas para salvar a los bancos, la base impositiva se colapsó, y creó una predecible crisis de deuda.
En la cumbre llevada a cabo este fin de semana, el primer ministro canadiense Stephen Harper convenció a sus contrapartes de que simplemente no sería justo castigar a los bancos que se portaron bien y no crearon la crisis (a pesar de que los extremadamente protegidos bancos de Canadá son consistentemente rentables y fácilmente podrían absorber un impuesto). Sin embargo, estos dirigentes no se preocuparon acerca de la justicia cuando decidieron castigar a individuos sin culpa por una crisis creada por los vendedores de derivados y los reguladores ausentes.
La semana pasada, Globe and Mail publicó un fascinante artículo acerca de los orígenes del G-20. Resulta que el concepto fue concebido en una reunión en 1999 entre el entonces ministro de Finanzas canadiense, Paul Martin, y su contraparte estadunidense, Lawrence Summers (tan sólo eso ya es interesante, ya que en ese momento este último jugaba un papel central en crear las condiciones para esta crisis financiera, al permitir una ola de consolidaciones de bancos y rehusarse a regular los derivados).
Los dos hombres querían expandir el G-7, pero sólo a países que consideraran estratégicos y seguros. Necesitaban hacer una lista, pero parece que no tenían papel a la mano. Así que, según los reporteros John Ibbitson y Tara Perkins, “los dos hombres tomaron un sobre manila, lo pusieron en la mesa, entre los dos, y comenzaron a trazar el marco de un nuevo orden mundial”. Así nació el G-20.
La anécdota es un buen recordatorio de que la historia se moldea con las decisiones humanas, no las leyes de la naturaleza. Summers y Martin cambiaron el mundo con las decisiones que garabatearon en el anverso de ese sobre. Pero nada indica que los ciudadanos de los países del G-20 tengan que recibir órdenes de este selecto club.
En Italia, Alemania, Francia, España y Grecia, los trabajadores, los jubilados y los estudiantes ya salieron a las calles contra las medidas de austeridad, y muchas veces marchan bajo el lema de “no pagaremos por su crisis”. Tienen muchas sugerencias acerca de cómo obtener ingresos para enfrentar sus respectivos déficit presupuestales.
Muchos demandan un impuesto a las transacciones financieras que reduciría la velocidad de transferencia del dinero especulativo y se obtendría dinero nuevo para programas sociales y el cambio climático. Otros exigen imponer a los contaminadores elevados impuestos que financien el costo de enfrentar los efectos del cambio climático y alejarnos de los combustibles fósiles. Y ponerle fin a guerras que se están perdiendo siempre es un buena manera de reducir costos.
El G-20 es una institución ad hoc, sin la legitimidad de la Organización de las Naciones Unidas. Ya que acaba de intentar enjaretarnos una enorme cuenta por una crisis que la mayoría de nosotros no intervino en crear, propongo que nos guiemos por Martin y Summers. Denle la vuelta y escriban del otro lado del sobre: “Devolver al remitente”.
Mi ciudad se siente como la escena de un crimen y todos los criminales desaparecen en la noche, huyen de la escena. No me refiero a los chavos de negro que rompieron vidrios y quemaron coches de policía este sábado.
Me refiero a los jefes de Estado que, el domingo por la noche, rompieron los programas de bienestar social y quemaron buenos empleos en medio de una recesión. Enfrentados con los efectos de una crisis creada por el estrato más rico y privilegiado del mundo, decidieron enjaretar la cuenta a los más pobres y vulnerables en sus países.
De qué otra manera podemos interpretar el último comunicado del G-20, que ni siquiera incluye un miserable impuesto a los bancos o a las transacciones financieras, y, en cambio, sí instruye a los gobiernos a reducir a la mitad sus déficit de aquí a 2013. Este es un enorme y escandaloso recorte, y debemos tener claro quién pagará el precio: los estudiantes cuyas educaciones públicas se deterioran aún más mientras las cuotas se incrementan; los jubilados que perderán las prestaciones que obtuvieron con su trabajo; los trabajadores del sector público cuyos empleos serán eliminados. Y la lista sigue. Este tipo de recortes ya comenzaron en muchos países del G-20, incluyendo a Canadá, y están a punto de empeorar. Por ejemplo, reducir a la mitad el déficit de 2010 en Estados Unidos, en ausencia de un considerable incremento a los impuestos, implicaría un tremendo recorte de 780 mil millones de dólares.
Esto ocurre por una sencilla razón. Cuando el G-20 se reunió en Londres en 2009, en la cúspide de la crisis financiera, los dirigentes no pudieron unirse para regular al sector financiero, para que este tipo de crisis no volviera a ocurrir. Sólo obtuvimos retórica vacía y un acuerdo para poner sobre la mesa billones de dólares de las arcas públicas, para apoyar a bancos en todo el mundo. Mientras, el gobierno estadunidense hizo poco para que la gente no perdiera sus casas y sus empleos, así que además de provocar una hemorragia de las arcas públicas para salvar a los bancos, la base impositiva se colapsó, y creó una predecible crisis de deuda.
En la cumbre llevada a cabo este fin de semana, el primer ministro canadiense Stephen Harper convenció a sus contrapartes de que simplemente no sería justo castigar a los bancos que se portaron bien y no crearon la crisis (a pesar de que los extremadamente protegidos bancos de Canadá son consistentemente rentables y fácilmente podrían absorber un impuesto). Sin embargo, estos dirigentes no se preocuparon acerca de la justicia cuando decidieron castigar a individuos sin culpa por una crisis creada por los vendedores de derivados y los reguladores ausentes.
La semana pasada, Globe and Mail publicó un fascinante artículo acerca de los orígenes del G-20. Resulta que el concepto fue concebido en una reunión en 1999 entre el entonces ministro de Finanzas canadiense, Paul Martin, y su contraparte estadunidense, Lawrence Summers (tan sólo eso ya es interesante, ya que en ese momento este último jugaba un papel central en crear las condiciones para esta crisis financiera, al permitir una ola de consolidaciones de bancos y rehusarse a regular los derivados).
Los dos hombres querían expandir el G-7, pero sólo a países que consideraran estratégicos y seguros. Necesitaban hacer una lista, pero parece que no tenían papel a la mano. Así que, según los reporteros John Ibbitson y Tara Perkins, “los dos hombres tomaron un sobre manila, lo pusieron en la mesa, entre los dos, y comenzaron a trazar el marco de un nuevo orden mundial”. Así nació el G-20.
La anécdota es un buen recordatorio de que la historia se moldea con las decisiones humanas, no las leyes de la naturaleza. Summers y Martin cambiaron el mundo con las decisiones que garabatearon en el anverso de ese sobre. Pero nada indica que los ciudadanos de los países del G-20 tengan que recibir órdenes de este selecto club.
En Italia, Alemania, Francia, España y Grecia, los trabajadores, los jubilados y los estudiantes ya salieron a las calles contra las medidas de austeridad, y muchas veces marchan bajo el lema de “no pagaremos por su crisis”. Tienen muchas sugerencias acerca de cómo obtener ingresos para enfrentar sus respectivos déficit presupuestales.
Muchos demandan un impuesto a las transacciones financieras que reduciría la velocidad de transferencia del dinero especulativo y se obtendría dinero nuevo para programas sociales y el cambio climático. Otros exigen imponer a los contaminadores elevados impuestos que financien el costo de enfrentar los efectos del cambio climático y alejarnos de los combustibles fósiles. Y ponerle fin a guerras que se están perdiendo siempre es un buena manera de reducir costos.
El G-20 es una institución ad hoc, sin la legitimidad de la Organización de las Naciones Unidas. Ya que acaba de intentar enjaretarnos una enorme cuenta por una crisis que la mayoría de nosotros no intervino en crear, propongo que nos guiemos por Martin y Summers. Denle la vuelta y escriban del otro lado del sobre: “Devolver al remitente”.
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