Soledad Loaeza / La Jornada
La última edición de la revista The Economist observa la pérdida de apoyo del presidente Obama en la opinión pública y el creciente descontento que han disparado el desempleo, que no ha logrado vencer, y la crisis del derrame petrolero en el Golfo de México. Tanto se ha deteriorado el clima favorable al presidente de Estados Unidos que la mayoría de los comentaristas apunta a una probable derrota de los demócratas en las elecciones legislativas del próximo mes de noviembre. No obstante, al examinar el desarrollo del Partido Republicano desde el fracaso de 2008, el editorial de The Economist señala que la derecha no es una alternativa al Partido Demócrata mientras se inspire más en la ira de la opinión pública que en ideas atractivas e imaginativas para enfrentar los problemas del país.
Este diagnóstico evoca una comparación relativamente fácil con las oposiciones mexicanas, en particular con el PRD y con el lopezobradorismo que se han abierto espacio exacerbando las emociones negativas, y sólo a veces positivas, de los ciudadanos; pero la ira popular ha sido el material básico de trabajo también de otras fuerzas políticas. En los años 80 lo fue del PAN en contra del PRI, ahora lo es del PRI en contra del PAN. Esto significa que la ira en un país como el nuestro no tiene una afiliación política precisa, sostiene un tránsito fluido –por decirlo de alguna manera– que puede parecer sorprendente entre partidos y partidarios, y también la volatilidad de un porcentaje considerable del electorado. La ira contra el gobierno es un recurso inflamable y barato, por esa razón los partidos en México lo utilizan de continuo, aunque de manera irreflexiva. Simplemente porque es más expedito provocar el enojo por la persistencia de los problemas que ponerse a pensar soluciones para resolverlos. Hacer eso supone trabajar, estudiar, analizar alternativas, y eso toma tiempo. En cambio, la explotación de la ira reporta ganancias rápidas, no exige ideas ni explicaciones, basta tener un vocabulario de irreverencias, contar dos o tres chistes rápidos y si se puede vulgares, pulmones para la denuncia, capacidad histriónica, facilidad para promover la indignación, y adoptar las actitudes de superioridad moral que entre nosotros asume el rebelde.
En México siempre hay una buena disposición a la ira popular, una de cuyas ilustraciones más dramáticas fueron los asesinatos de policías en 2004 en Tláhuac, cuyo desenlace fue la renuncia de Marcelo Ebrard de la Secretaría de Seguridad Pública del Distrito Federal. No obstante, no fue este un caso único ni aislado. Frecuentes son los reportes periodísticos de linchamientos por todo el país. Uno tiene la sensación de que la “furia del pueblo” está siempre a punto de estallar, por razones todas ellas legítimas: los abusos de la policía y del Ejército, el cinismo de los funcionarios, el narcisismo de los políticos, y por causas más profundas: la pobreza, la miseria de nuestras ciudades, el egoísmo de los ricos, la escandalosa desigualdad.
Por muy legítima que sea la ira popular, se trata de un recurso limitado. Como todas las emociones, puede ser relativamente efímera, atizar solamente llamaradas de petate, y deja huellas también pasajeras, porque la ira es un material de combustión rápida. Bien conocen incluso nuestros políticos la variabilidad de una opinión que se alimenta sólo de emociones, que un día los ensalza y los adora, y al otro los desconoce, cuando no los persigue para destruirlos. No obstante, el mayor costo de la ira es que sostiene la pereza de partidos y de políticos para quienes es más fácil despertar sentimientos que inducir la discusión civilizada de argumentos y opciones políticas. Nuestra experiencia es prueba del costo que acarrea la sustitución de las ideas por emociones, pues el entusiasmo pasajero que inspira el político que llama a la indignación construye bases de apoyo débiles, pero tiene poco valor acumulativo. Un programa político que se inspira en la ira será autoritario y antidemocrático, de manera inevitable, porque para resolver el enojo no ofrecerá más que castigos y venganza, y por muy atractivas que les resulten a muchos estas promesas, mal comienza un gobierno que propone unos y otra como instrumento o como objetivo.
El tono iracundo que se ha apoderado de nuestra vida política no es extraordinario. Puedo pensar en muchos momentos similares en los últimos 30 años. No cabe duda de que la ira fue un catalizador del cambio político, pero también le atribuyo la pobreza de ideas de nuestros políticos, la mediocridad de las plataformas de partidos; en última instancia, creo que la ira ha sustituido a la acción política de largo plazo, porque son apenas infiernillos que agotan la pólvora de nuestras energías.
La última edición de la revista The Economist observa la pérdida de apoyo del presidente Obama en la opinión pública y el creciente descontento que han disparado el desempleo, que no ha logrado vencer, y la crisis del derrame petrolero en el Golfo de México. Tanto se ha deteriorado el clima favorable al presidente de Estados Unidos que la mayoría de los comentaristas apunta a una probable derrota de los demócratas en las elecciones legislativas del próximo mes de noviembre. No obstante, al examinar el desarrollo del Partido Republicano desde el fracaso de 2008, el editorial de The Economist señala que la derecha no es una alternativa al Partido Demócrata mientras se inspire más en la ira de la opinión pública que en ideas atractivas e imaginativas para enfrentar los problemas del país.
Este diagnóstico evoca una comparación relativamente fácil con las oposiciones mexicanas, en particular con el PRD y con el lopezobradorismo que se han abierto espacio exacerbando las emociones negativas, y sólo a veces positivas, de los ciudadanos; pero la ira popular ha sido el material básico de trabajo también de otras fuerzas políticas. En los años 80 lo fue del PAN en contra del PRI, ahora lo es del PRI en contra del PAN. Esto significa que la ira en un país como el nuestro no tiene una afiliación política precisa, sostiene un tránsito fluido –por decirlo de alguna manera– que puede parecer sorprendente entre partidos y partidarios, y también la volatilidad de un porcentaje considerable del electorado. La ira contra el gobierno es un recurso inflamable y barato, por esa razón los partidos en México lo utilizan de continuo, aunque de manera irreflexiva. Simplemente porque es más expedito provocar el enojo por la persistencia de los problemas que ponerse a pensar soluciones para resolverlos. Hacer eso supone trabajar, estudiar, analizar alternativas, y eso toma tiempo. En cambio, la explotación de la ira reporta ganancias rápidas, no exige ideas ni explicaciones, basta tener un vocabulario de irreverencias, contar dos o tres chistes rápidos y si se puede vulgares, pulmones para la denuncia, capacidad histriónica, facilidad para promover la indignación, y adoptar las actitudes de superioridad moral que entre nosotros asume el rebelde.
En México siempre hay una buena disposición a la ira popular, una de cuyas ilustraciones más dramáticas fueron los asesinatos de policías en 2004 en Tláhuac, cuyo desenlace fue la renuncia de Marcelo Ebrard de la Secretaría de Seguridad Pública del Distrito Federal. No obstante, no fue este un caso único ni aislado. Frecuentes son los reportes periodísticos de linchamientos por todo el país. Uno tiene la sensación de que la “furia del pueblo” está siempre a punto de estallar, por razones todas ellas legítimas: los abusos de la policía y del Ejército, el cinismo de los funcionarios, el narcisismo de los políticos, y por causas más profundas: la pobreza, la miseria de nuestras ciudades, el egoísmo de los ricos, la escandalosa desigualdad.
Por muy legítima que sea la ira popular, se trata de un recurso limitado. Como todas las emociones, puede ser relativamente efímera, atizar solamente llamaradas de petate, y deja huellas también pasajeras, porque la ira es un material de combustión rápida. Bien conocen incluso nuestros políticos la variabilidad de una opinión que se alimenta sólo de emociones, que un día los ensalza y los adora, y al otro los desconoce, cuando no los persigue para destruirlos. No obstante, el mayor costo de la ira es que sostiene la pereza de partidos y de políticos para quienes es más fácil despertar sentimientos que inducir la discusión civilizada de argumentos y opciones políticas. Nuestra experiencia es prueba del costo que acarrea la sustitución de las ideas por emociones, pues el entusiasmo pasajero que inspira el político que llama a la indignación construye bases de apoyo débiles, pero tiene poco valor acumulativo. Un programa político que se inspira en la ira será autoritario y antidemocrático, de manera inevitable, porque para resolver el enojo no ofrecerá más que castigos y venganza, y por muy atractivas que les resulten a muchos estas promesas, mal comienza un gobierno que propone unos y otra como instrumento o como objetivo.
El tono iracundo que se ha apoderado de nuestra vida política no es extraordinario. Puedo pensar en muchos momentos similares en los últimos 30 años. No cabe duda de que la ira fue un catalizador del cambio político, pero también le atribuyo la pobreza de ideas de nuestros políticos, la mediocridad de las plataformas de partidos; en última instancia, creo que la ira ha sustituido a la acción política de largo plazo, porque son apenas infiernillos que agotan la pólvora de nuestras energías.
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