En al actualidad apaenas 11,000 emprersas españolas hacen investigación propia
La productividad del trabajo en España es un 25% inferior que la de Estados Unidos
JOAQUÍN ESTEFANÍA / EL PAÍS
Los economistas suelen ser conscientes de la pobreza de su léxico. Tan es así que con motivo de la crisis han multiplicado sin complejos las analogías económicas relacionadas con las enfermedades físicas o mentales. No se trata solo del concepto de "depresión", sino de otros como "metástasis", "fiebre", "gripe" o "cáncer". Hace unos meses, el ex presidente del Banco Bilbao Vizcaya y presidente de la Fundación Cotec para la innovación, José Ángel Sánchez Asiaín, hizo un análisis de la economía española en la Academia de Ciencias Morales y Políticas, en el que defendió que se estaban mezclando dos problemas distintos, la crisis y la falta de competitividad, y que esta amalgama generaba mucha confusión en el diagnóstico de la situación y en las medidas a tomar. Para Asiaín, la crisis económica es una gripe mientras que la falta de competitividad de la economía española es un cáncer.
La analogía es polémica. No sé si la mayor parte de los analistas coincidirían en calificar a la Gran Recesión solo como una gripe, pero seguro que estarán de acuerdo en que el déficit de productividad y de competitividad que lastra a la economía española, y que emergerá en toda su extensión y sin trampantojos cuando acabe la crisis, es un terrible cáncer de naturaleza estructural. Antes de que nuestro presidente del Gobierno, Rodríguez Zapatero, se cayese del caballo y detectara en toda su profundidad el cúmulo de dificultades que España está padeciendo, había puesto su atención de modo acertado en lo que denominaba, quizá demasiado pomposamente, cambio de modelo productivo y había determinado la herramienta para obtenerlo: la Ley de Economía Sostenible.
En el último informe de la Fundación Cotec, presentado hace una semana, se describe el problema del siguiente modo: en el año 2007, la productividad española del trabajo era un 25% más baja que la de EE UU y un 20% que la de la Unión Europea (UE) de 15 miembros, una diferencia verdaderamente notable a la hora de competir. Pero es que, además, esa productividad ha ido creciendo menos que la de otras economías europeas. La productividad total de los factores, que es lo que indica el paso relativo a la economía del conocimiento, fue en España seis veces menor que, por ejemplo, países como Francia, Alemania o Reino Unido.
¿Cómo afecta nuestro viejo modelo a esa falta de competitividad? Está basado en tecnologías muy convencionales; es intensivo en trabajo y en empleo poco cualificado; está escasamente basado en el conocimiento; el mercado de trabajo es dual, de poco valor añadido y baja productividad; y hay un predominio neto de la pequeña y mediana empresa, un colectivo que se caracteriza por su baja capacidad para adaptarse a los cambios porque no tiene el tamaño suficiente para aprovecharse del empleo cualificado ni de las economías de escala (las pymes dan ocupación en España al 90% del total de los trabajadores y generan algo más del 87% del PIB). Pues bien, el peso de los sectores de alta tecnología (electrónica, farmacia,...) en el PIB es tres veces menor en España que en los países con los que nos comparamos, mientras que es la mitad en los sectores de tecnologías media alta (química, automoción o maquinaria).
Hace apenas un año, la Fundación Cotec lanzó un SOS para preservar al menos, dentro de la crisis económica, al núcleo del sistema español de innovación que debería ser el fundamento del nuevo modelo de crecimiento. El agobio de la coyuntura impidió que se escuchase la llamada. Pero ese sistema, pese a su evolución positiva y rápida de los últimos años, es minifundista: apenas 11.000 empresas privadas y un millar de grupos públicos de investigación (universidades) basan su competitividad en la investigación propia, lo que significa poco más de 133.000 investigadores. Convertir esta avanzadilla en el motor de la competitividad de nuestro país, garantizar su supervivencia ante la gripe de la crisis, asegurar que los proyectos de I+D tengan acceso al crédito público y privado, más tecnología en los sectores tradicionales, más empresas en sectores de alto valor añadido, mayor presencia en los mercados emergentes,... deberían ser los objetivos de quienes aun disponen de un poco de tiempo para mirar al medio plazo, so pena de volver a una situación que nos retrotraería al menos una década.
Los economistas suelen ser conscientes de la pobreza de su léxico. Tan es así que con motivo de la crisis han multiplicado sin complejos las analogías económicas relacionadas con las enfermedades físicas o mentales. No se trata solo del concepto de "depresión", sino de otros como "metástasis", "fiebre", "gripe" o "cáncer". Hace unos meses, el ex presidente del Banco Bilbao Vizcaya y presidente de la Fundación Cotec para la innovación, José Ángel Sánchez Asiaín, hizo un análisis de la economía española en la Academia de Ciencias Morales y Políticas, en el que defendió que se estaban mezclando dos problemas distintos, la crisis y la falta de competitividad, y que esta amalgama generaba mucha confusión en el diagnóstico de la situación y en las medidas a tomar. Para Asiaín, la crisis económica es una gripe mientras que la falta de competitividad de la economía española es un cáncer.
La analogía es polémica. No sé si la mayor parte de los analistas coincidirían en calificar a la Gran Recesión solo como una gripe, pero seguro que estarán de acuerdo en que el déficit de productividad y de competitividad que lastra a la economía española, y que emergerá en toda su extensión y sin trampantojos cuando acabe la crisis, es un terrible cáncer de naturaleza estructural. Antes de que nuestro presidente del Gobierno, Rodríguez Zapatero, se cayese del caballo y detectara en toda su profundidad el cúmulo de dificultades que España está padeciendo, había puesto su atención de modo acertado en lo que denominaba, quizá demasiado pomposamente, cambio de modelo productivo y había determinado la herramienta para obtenerlo: la Ley de Economía Sostenible.
En el último informe de la Fundación Cotec, presentado hace una semana, se describe el problema del siguiente modo: en el año 2007, la productividad española del trabajo era un 25% más baja que la de EE UU y un 20% que la de la Unión Europea (UE) de 15 miembros, una diferencia verdaderamente notable a la hora de competir. Pero es que, además, esa productividad ha ido creciendo menos que la de otras economías europeas. La productividad total de los factores, que es lo que indica el paso relativo a la economía del conocimiento, fue en España seis veces menor que, por ejemplo, países como Francia, Alemania o Reino Unido.
¿Cómo afecta nuestro viejo modelo a esa falta de competitividad? Está basado en tecnologías muy convencionales; es intensivo en trabajo y en empleo poco cualificado; está escasamente basado en el conocimiento; el mercado de trabajo es dual, de poco valor añadido y baja productividad; y hay un predominio neto de la pequeña y mediana empresa, un colectivo que se caracteriza por su baja capacidad para adaptarse a los cambios porque no tiene el tamaño suficiente para aprovecharse del empleo cualificado ni de las economías de escala (las pymes dan ocupación en España al 90% del total de los trabajadores y generan algo más del 87% del PIB). Pues bien, el peso de los sectores de alta tecnología (electrónica, farmacia,...) en el PIB es tres veces menor en España que en los países con los que nos comparamos, mientras que es la mitad en los sectores de tecnologías media alta (química, automoción o maquinaria).
Hace apenas un año, la Fundación Cotec lanzó un SOS para preservar al menos, dentro de la crisis económica, al núcleo del sistema español de innovación que debería ser el fundamento del nuevo modelo de crecimiento. El agobio de la coyuntura impidió que se escuchase la llamada. Pero ese sistema, pese a su evolución positiva y rápida de los últimos años, es minifundista: apenas 11.000 empresas privadas y un millar de grupos públicos de investigación (universidades) basan su competitividad en la investigación propia, lo que significa poco más de 133.000 investigadores. Convertir esta avanzadilla en el motor de la competitividad de nuestro país, garantizar su supervivencia ante la gripe de la crisis, asegurar que los proyectos de I+D tengan acceso al crédito público y privado, más tecnología en los sectores tradicionales, más empresas en sectores de alto valor añadido, mayor presencia en los mercados emergentes,... deberían ser los objetivos de quienes aun disponen de un poco de tiempo para mirar al medio plazo, so pena de volver a una situación que nos retrotraería al menos una década.
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