Mauricio Merino / El Universal
Temíamos mucho que llegara el momento en que el crimen organizado bloqueara los procesos electorales, determinara candidatos y condicionara programas políticos, pero ese momento ha llegado. Ya no se trata de una hipótesis sino de la más descarnada realidad: el asesinato del candidato Rodolfo Torre Cantú ha cambiado la naturaleza de la violencia, porque no se trató de un “crimen de negocios“ sino de la incursión frontal de los criminales en la política electoral.
Significa un desafío mayúsculo a la clase política en su conjunto, y una amenaza a la vigencia del régimen democrático. Y lo peor es que no tenemos medios suficientes para contrarrestarlos, pues el mayor defecto de la lucha por la seguridad pública –como prefiere llamarle el Presidente a esta guerra—es que está basada casi exclusivamente en el uso del poder de fuego contra el poder de fuego. De modo que según la definición clásica de Max Weber sobre el Estado como el monopolio legítimo de la coacción física, no sólo se ha perdido el monopolio efectivo en el uso de la violencia sino que además, y sobre todo, se está perdiendo la legitimidad.
Son muchos los defectos de la clase política que hoy gobierna al país. Han sido desleales con los imperativos de la consolidación democrática, han preferido usar de los medios que tienen a su alcance para construir clientelas políticas en lugar de favorecer la multiplicación de ciudadanos conscientes, han menospreciado la importancia de fortalecer cada vez más los derechos y el apego a la ley, han ignorado la rendición de cuentas y le han faltado el respeto a la gente jugando a la propaganda mediática en lugar de hablarles con la verdad; y sobre todo, no han sido capaces, ni remotamente, de quebrar el ciclo de corrupción, ineficacia e impunidad que ha minado las bases de nuestra convivencia. Pero con todos esos defectos y más, nuestra clase política no está formada por una banda de criminales ni, lo que sería todavía peor, de empleados de criminales.
No obstante, el asesinato de Torre Cantú nos coloca frente a ese riesgo inminente: que ante la impotencia del Estado para frenar el poder de los cárteles, éstos acaben dictando los contenidos de la política. Recuerdo bien los textos de Hermann Heller, el clásico de la Teoría del Estado, quien escribió que cuando un poder fáctico desafía con violencia el dominio legítimo del Estado, solamente puede suceder una de dos cosas: o ese poder es destruido por el Estado o éste queda subordinado a quien lo derrota. Una vez que se ha llegado al extremo, ya no hay otras salidas.
Pero también es un desafío a la creciente apatía de la sociedad. Hastiados de la corrupción y del cinismo de la clase política, empobrecidos y rotas sus esperanzas por todos lados (incluyendo las del futbol) cada vez más mexicanos van optando por refugiarse en su vida privada. No sienten los asuntos públicos como cosa de ellos, sino de otros: de los ricos y de los poderosos. Sin embargo, la violencia está ahí, todos los días y nadie puede ignorarla. Por más apatía que se tenga de la política o de la vida pública, nadie sensato puede hacer la vista gorda de la forma en que nos estamos matando. Y tampoco puede ignorar que de seguir así, cualquiera puede ser la siguiente víctima.
Por eso, tendría que haber una fuerte reacción frente a este nuevo desafío de los criminales. Pero no en el mismo sentido de la violencia que ya tenemos, pues si seguimos por esta ruta de fuego cruzado, acabaremos convalidando entre todos la muerte del régimen democrático y la emergencia necesaria de un régimen militar. Algo que México nunca tuvo y que no se merece de ninguna manera. Con el derecho quebrantado por la corrupción y la impunidad, con la sociedad cada vez más ajena a los asuntos de todos y con la clase política maniatada e inútil, la violencia puede acabar justificando las peores salidas.
Para conjurar ese riesgo que nadie se atreve siquiera a decir, el propósito común tendría que consistir en crear las condiciones para que haya elecciones democráticas en el año 2012. Pero elecciones de veras: ordenadas, pacíficas, legales, participativas. Tenemos que volver a la ruta que ya estaba en curso al nacer el siglo XXI, antes de que sea demasiado tarde. Y eso significa retomar la agenda del estado de derecho, de la rendición de cuentas, de la transparencia, del apego a los derechos humanos, del buen uso de los recursos públicos, de la política como el medio para resolver los problemas comunes. Que nadie se engañe: o consolidamos la democracia como la única alternativa ante el deterioro, o los cárteles dictarán lo que sigue
Significa un desafío mayúsculo a la clase política en su conjunto, y una amenaza a la vigencia del régimen democrático. Y lo peor es que no tenemos medios suficientes para contrarrestarlos, pues el mayor defecto de la lucha por la seguridad pública –como prefiere llamarle el Presidente a esta guerra—es que está basada casi exclusivamente en el uso del poder de fuego contra el poder de fuego. De modo que según la definición clásica de Max Weber sobre el Estado como el monopolio legítimo de la coacción física, no sólo se ha perdido el monopolio efectivo en el uso de la violencia sino que además, y sobre todo, se está perdiendo la legitimidad.
Son muchos los defectos de la clase política que hoy gobierna al país. Han sido desleales con los imperativos de la consolidación democrática, han preferido usar de los medios que tienen a su alcance para construir clientelas políticas en lugar de favorecer la multiplicación de ciudadanos conscientes, han menospreciado la importancia de fortalecer cada vez más los derechos y el apego a la ley, han ignorado la rendición de cuentas y le han faltado el respeto a la gente jugando a la propaganda mediática en lugar de hablarles con la verdad; y sobre todo, no han sido capaces, ni remotamente, de quebrar el ciclo de corrupción, ineficacia e impunidad que ha minado las bases de nuestra convivencia. Pero con todos esos defectos y más, nuestra clase política no está formada por una banda de criminales ni, lo que sería todavía peor, de empleados de criminales.
No obstante, el asesinato de Torre Cantú nos coloca frente a ese riesgo inminente: que ante la impotencia del Estado para frenar el poder de los cárteles, éstos acaben dictando los contenidos de la política. Recuerdo bien los textos de Hermann Heller, el clásico de la Teoría del Estado, quien escribió que cuando un poder fáctico desafía con violencia el dominio legítimo del Estado, solamente puede suceder una de dos cosas: o ese poder es destruido por el Estado o éste queda subordinado a quien lo derrota. Una vez que se ha llegado al extremo, ya no hay otras salidas.
Pero también es un desafío a la creciente apatía de la sociedad. Hastiados de la corrupción y del cinismo de la clase política, empobrecidos y rotas sus esperanzas por todos lados (incluyendo las del futbol) cada vez más mexicanos van optando por refugiarse en su vida privada. No sienten los asuntos públicos como cosa de ellos, sino de otros: de los ricos y de los poderosos. Sin embargo, la violencia está ahí, todos los días y nadie puede ignorarla. Por más apatía que se tenga de la política o de la vida pública, nadie sensato puede hacer la vista gorda de la forma en que nos estamos matando. Y tampoco puede ignorar que de seguir así, cualquiera puede ser la siguiente víctima.
Por eso, tendría que haber una fuerte reacción frente a este nuevo desafío de los criminales. Pero no en el mismo sentido de la violencia que ya tenemos, pues si seguimos por esta ruta de fuego cruzado, acabaremos convalidando entre todos la muerte del régimen democrático y la emergencia necesaria de un régimen militar. Algo que México nunca tuvo y que no se merece de ninguna manera. Con el derecho quebrantado por la corrupción y la impunidad, con la sociedad cada vez más ajena a los asuntos de todos y con la clase política maniatada e inútil, la violencia puede acabar justificando las peores salidas.
Para conjurar ese riesgo que nadie se atreve siquiera a decir, el propósito común tendría que consistir en crear las condiciones para que haya elecciones democráticas en el año 2012. Pero elecciones de veras: ordenadas, pacíficas, legales, participativas. Tenemos que volver a la ruta que ya estaba en curso al nacer el siglo XXI, antes de que sea demasiado tarde. Y eso significa retomar la agenda del estado de derecho, de la rendición de cuentas, de la transparencia, del apego a los derechos humanos, del buen uso de los recursos públicos, de la política como el medio para resolver los problemas comunes. Que nadie se engañe: o consolidamos la democracia como la única alternativa ante el deterioro, o los cárteles dictarán lo que sigue
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