Alberto Aziz Nassif / El Universal
Como un dilema se podría entender la actitud del candidato que quedó
en segundo lugar en la elección presidencial, Andrés Manuel López
Obrador (AMLO). Sobre esta decisión se ha construido la fase posterior a
los comicios del pasado 1 de julio. Mientras la vida política sigue —ya
se entregaron las constancias de mayoría en los estados a los que
ganaron. El Congreso tiene ya una conformación, Enrique Peña Nieto ya
nombró a su equipo para la transición y hace viajes y planes con la
certeza de que el 1 de diciembre tomará posesión como presidente— la
elección ha sido impugnada y el expediente que se presentó al Tribunal
Electoral pide que se invalide el proceso.
¿Es una posibilidad
real la anulación? En la parte meramente jurídica se hace muy complicado
probar la compra y coacción del voto. Sobre todo porque la última
reforma electoral desechó la famosa causal abstracta de nulidad, figura
con la que se anularon elecciones estatales como las de Tabasco y Colima
y varias a nivel municipal. En 2006 no procedió la anulación. En la
parte política se calcula que si en 2006 la diferencia entre primero y
segundo lugar fue 0.56% y no se anuló a pesar de todo el conflicto, la
elección de 2012, que tiene una diferencia de 6.6% con menos
polarización, sería improbable anularla.
Resulta curioso observar
las percepciones sobre el actual proceso poselectoral. De entrada,
circula el recuerdo de 2006 y es como un trauma que queda en la memoria
de muchos, tanto de los que perdieron como de los que la ganaron
oficialmente. La distancia entre legalidad y legitimidad, la
polarización entre izquierda y derecha, las percepciones sobre inclusión
y exclusión, fueron dilemas que quedaron como consecuencia de aquel
conflicto electoral. Hoy existe el temor de que terminemos en un
escenario muy problemático, ya se anunció un plan para la defensa de la
democracia y hay un movimiento social que ve el triunfo del PRI como una
imposición.
Si es cierto que una parte importante de la
legitimidad del proceso la tiene en sus manos el que perdió la elección,
entonces es relevante la decisión que asuma este actor. Se ha dado un
intenso debate sobre la compra y la coacción del voto, prácticamente
como el tema más importante de la etapa poselectoral, y se ha dado un
seguimiento a las decisiones de la coalición progresista. Poco a poco se
ha establecido una distancia, incluso un poco esquizofrénica, entre los
resultados de la organización electoral, la jornada y el cómputo, que
fueron exitosos y el conflicto relacionado con la compra del voto y la
inequidad mediática de origen. El IFE sabe hacer elecciones y esta vez
lo hizo otra vez. Sin duda ayudaron las nuevas reglas de 2007-2008 y
algunos desempeños, por ejemplo ahora no hubo problema para abrir y
recontar casi 80 mil paquetes electorales y no se halló nada
significativo, porque los datos preliminares, encuestas de salida y
cómputos fueron casi los mismos. Ahí no está el problema, ni las
sospechas, porque es imposible saber cuál voto fue comprado, coaccionado
y cuál fue libre, como lo dijo el gobernador electo de Tabasco, Arturo
Núñez. Muchas de las reformas que ahora funcionaron fueron una respuesta
al conflicto del 2006 y al movimiento que encabezó AMLO.
Una
tesis que circula con mucha insistencia es que ahora la izquierda no se
puede dar el lujo de desaprovechar su fuerza electoral y radicalizarse
en un movimiento porque le complicaría el futuro y la posibilidad de ser
un contrapeso en el Congreso y en la construcción de la agenda y las
reformas que vendrán. En este momento hay indicios de que el PRI y el
PAN buscarán una alianza, sobre todo en los temas económicos y
energéticos.
Ya se han empezado a medir los efectos de la
impugnación, y mientras buena parte de la opinión pública y la clase
política dicen que AMLO está en su derecho, siempre que lo haga dentro
de los canales legales e institucionales, hay signos de que la opinión
ciudadana (en una encuesta telefónica reciente, con todo la reserva que
ahora pueden tener este tipo de ejercicios) indica que la mayoría, 55%,
considera que las elecciones fueron limpias y sólo cuatro de cada 10 las
califica como algo o muy sucias. Un 52% está en desacuerdo con el
cuestionamiento de resultados, mientras 42% está a favor, pero 76%
indica que AMLO debe aceptar las cifras y un 65% dice que no se
justifica hacer marchas y protestas contra los resultados (Reforma,
12/VII/2012).
¿Qué pasará una vez que el Tribunal Electoral
califique la elección y declare presidente electo, que será la última e
inapelable decisión sobre este proceso? Ahí vendrá de nuevo el dilema
para AMLO y su movimiento, aceptar o resistir…
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