Joaquín López-Dóriga Ostolaza / El Financiero
Es claro que, a pesar de los
estímulos monetarios,
la actividad económica continúa dando señales
de debilidad e
inconsistencia.
Como comentábamos en la más
reciente edición de Sin Fronteras, a casi cuatro años de su inicio, la crisis
financiera global persiste.
Lo que comenzó como una crisis
de endeudamiento del sector privado y el sector financiero, se ha transformado
en una crisis de deuda soberana.
A pesar de todas las medidas
tomadas por parte de las autoridades financieras, la crisis actual sigue siendo
una de sobreendeudamiento.
Para poder entender las
razones por las cuales persiste la actual crisis, es importante lograr una
plena comprensión de las causas que la motivaron. Aunque el comienzo formal de
la crisis se dio en el 2008, cuando reventó la burbuja del sector inmobiliario
y financiero en EU, la economía global –y, sobre todo, la de los países
desarrollados– estaba enferma desde mucho antes.
Aunque muchos apuntan los
orígenes de la crisis al boom de crédito del 2002-07, hay quienes argumentan
que los orígenes son anteriores. Para expertos como el premio Nobel de
Economía, Joseph Stiglitz, el boom de crédito ayudó a posponer la crisis, manteniendo
el consumo en niveles artificialmente altos -en el periodo precrisis, 80% de
los estadounidenses estaba gastando 110% de sus ingresos anualmente-. Para
Stiglitz, el origen del problema no radica únicamente en el sector financiero y
sus prácticas irresponsables.
Stiglitz opina que, durante la
década de los 90, la apertura económica y la globalización permitieron un
crecimiento inusitado en la productividad manufacturera, a tal grado que el
crecimiento en la oferta de bienes manufacturados empezó a ser superior a la
demanda.
Esto provocó una disminución
en el empleo manufacturero, desplazando a un número muy importante de
trabajadores al sector servicios.
Stiglitz compara esta
situación con lo ocurrido a principios del siglo XX, cuando un aumento sin
precedente en la productividad agrícola desplazó a millones de personas del
sector rural a los centros urbanos de manufactura, coincidiendo con la Gran
Depresión de 1929-1932.
Stiglitz considera que el
fenómeno del desplazamiento de los empleos manufactureros al sector servicios
–en el cual las remuneraciones suelen ser inferiores– ha tenido como
consecuencia otro grave problema: una creciente desigualdad social. Para
Stiglitz, el problema se ha exacerbado por la fuerte alza de los precios de los
energéticos y otros commodities, que han creado una transferencia enorme de
riqueza de los bolsillos de los consumidores en los países desarrollados a los
países emergentes.
El problema es que esta
transferencia de recursos tiene un efecto multiplicador negativo en el consumo
global porque los países emergentes han ahorrado gran parte de estos flujos
–las reservas internacionales a nivel global han alcanzado un nivel récord y
representan poco más de la mitad del PIB de EU– como medida preventiva para
evitar crisis como las que históricamente se vivían en el pasado. El problema
es que las reservas internacionales son recursos relativamente ociosos –basta
ver la cantidad de dinero invertida en bonos del Tesoro de EU, con la excepción
de una pequeña parte que se invierte a través de fondos soberanos.
Para Stiglitz, las medidas de
estímulo actuales son inadecuadas. Las inyecciones masivas de liquidez por
parte de los principales bancos centrales del mundo buscan inflar el valor de
los activos para mejorar el balance patrimonial de los consumidores, intentando
apuntalar el consumo privado.
Stiglitz argumenta que los
gobiernos de EU y Europa deben hacer un ajuste radical en sus programas de
estímulo, jugando un papel mucho más activo en el financiamiento de los
servicios básicos de la población, como la educación y la salud, y dejando en
un plano secundario la inversión en infraestructura y otros subsidios que
tienen un retorno más limitado.
La receta de Stiglitz también
incluye redirigir parte del gasto gubernamental a proyectos de conservación de
energía y una reforma integral al sistema financiero global que otorgue mayores
incentivos a los países emergentes para dar un uso más eficiente a sus reservas
internacionales.
Mientras tanto, es claro que,
a pesar de la gran magnitud de estímulos monetarios, la actividad económica
continúa dando señales de debilidad e inconsistencia.
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