Raghuram Rajan / elEconomista.es
Para
entender cómo conseguir una recuperación sostenida de la gran recesión, debemos
entender sus causas. E identificar las causas significa empezar con los
síntomas. Dos hechos sobresalen. Primero, la demanda global de bienes y
servicios es mucho más débil, tanto en Europa como en Estados Unidos, de lo que
fue en los años de beneficio rápido de antes de la recesión. En segundo lugar,
en los últimos años la mayoría de las ganancias económicas en Estados Unidos
han recaído en los ricos, mientras que la clase media se ha quedado atrás en
términos relativos. En Europa, la preocupación por la desigualdad de rentas
interna, pese a ser más débil, se ve agravada por la angustia por la
desigualdad entre países, a medida que Alemania crece a pasos agigantados,
mientras que la periferia del sur se estanca.
Explicaciones
persuasivas de la crisis apuntan a vínculos entre la tibia demanda actual y la
creciente desigualdad de rentas. Los economistas progresistas argumentan que la
debilidad de los sindicatos en Estados Unidos, junto con políticas fiscales que
favorecen a los ricos, ralentizaron el crecimiento de las rentas de las clases
medias, mientras se recortaban los programas tradicionales de transferencias.
Con las rentas estancadas, los hogares se vieron incitados a pedir créditos,
especialmente hipotecarios, para mantener el consumo.
El
incremento del precio de la vivienda creó en la gente la ilusión de que sus
préstamos estaban respaldados por una riqueza cada vez mayor. Pero, ahora que
los precios de las casas se han hundido y el crédito no está disponible para
hogares cuya vivienda vale menos que su hipoteca, la demanda ha caído en
picado. La clave de la recuperación, por tanto, es poner impuestos a los
ricos, incrementar las transferencias, y recuperar las rentas del trabajo
impulsando el poder de negociación de los sindicatos y elevando el salario
mínimo.
Este
énfasis en las políticas prorricos y antitrabajadores como causa primaria de la
recesión encaja peor con los acontecimientos en Europa. Países como Alemania,
que reformaron su legislación laboral para crear mayor flexibilidad para los
empleados y no subieron los salarios rápidamente, parecen estar en mejor forma
económicamente hablando que otros como Francia y España, donde la mano de obra
estaba más protegida.
Así que
consideremos una explicación alternativa. Ya en los primeros años 70 del siglo
XX, las economías avanzadas encontraban cada vez más difícil el crecimiento.
Países como Estados Unidos y Reino Unido acabaron reaccionando desregulando sus
economías.
Una mayor
competitividad y la adopción de nuevas tecnologías aumentaron la demanda, y los
ingresos, de trabajadores altamente cualificados, talentosos y formados que
hacían trabajos no rutinarios como consultoría. Trabajos más rutinarios, en su
momento bien pagados, hechos por gente poco cualificada o con educación
secundaria o primaria se automatizaron o externalizaron. Así que apareció una
desigualdad de rentas, en principio no por políticas favorables para los ricos,
sino porque la economía liberalizada favoreció a aquéllos preparados para sacar
provecho de ello.
La miope
respuesta política a las angustias de los que se quedaron atrás fue facilitar
su acceso al crédito. Al
tener muy poca restricción regulatoria, los bancos se pasaron con la dosis de
préstamos de riesgo. Por tanto, aunque difieren en las causas raíz de la
desigualdad (al menos en Estados Unidos), el relato progresista y el
alternativo coinciden en sus consecuencias.
El relato
alternativo tiene más que decir. La Europa continental no desreguló tanto, y
prefirió buscar el crecimiento en una mayor integración económica. Pero el
precio de proteger a los trabajadores y las empresas fue un crecimiento más
lento y más desempleo. Y, aunque la desigualdad no aumentó tanto como en
Estados Unidos, las perspectivas de empleo eran terribles para los jóvenes
desempleados, que se quedaron fuera del sistema de protección.
El
advenimiento del euro fue una ayuda aparente, porque redujo los costes del
crédito y permitió a los países crear empleo por medio de gasto financiado con
deuda. La crisis acabó con ese gasto, ya fuera de Gobiernos nacionales
(Grecia), Gobiernos locales (España), el sector de la construcción (Irlanda y España),
o el sector financiero (Irlanda). Desafortunadamente, el gasto del pasado elevó
los salarios, sin una subida proporcional de la productividad, dejando a los
grandes derrochadores endeudados y sin competitividad.
La
importante excepción a este patrón es Alemania, que estaba acostumbrada a bajos
costes de crédito incluso antes de entrar en la Eurozona. Alemania tuvo que
enfrentarse a un desempleo históricamente alto, provocado por la reunificación
con una enferma Alemania del este. En los años iniciales del euro, Alemania no
tuvo otra opción que reducir las protecciones de los trabajadores, limitar las
subidas de los salarios, y reducir las pensiones a medida que intentaba
aumentar el empleo. Los costes laborales de Alemania cayeron relativamente respecto
al resto de la Eurozona, y sus exportaciones y su crecimiento del PIB se
dispararon.
El punto
de vista alternativo sugiere diferentes remedios. Estados Unidos debería
centrarse en ayudar a adaptar la educación y las habilidades de la gente que se
queda atrás para los empleos disponibles. Esto no será fácil ni rápido, pero es
mejor que tener niveles corrosivamente altos de desigualdad de oportunidades,
así como a un gran segmento de la población dependiente de las transferencias
fiscales. Pero en lugar de pagar por cualquier gasto necesario elevando los
tipos fiscales de los astronómicamente ricos, lo cual afectaría a los
emprendedores, hace falta una reforma fiscal generalizada y mejor pensada.
Para las
partes no competitivas de la Eurozona, las reformas estructurales no pueden
posponerse. Pero, dados los grandes ajustes necesarios, no es políticamente
factible hacerlo todo, incluyendo el doloroso ajuste fiscal, inmediatamente.
Una menor austeridad, aunque no es una estrategia de crecimiento sostenible, puede
suavizar el dolor del ajuste. Ése, en resumidas cuentas, es el dilema
fundamental de la Eurozona: la periferia necesita financiación a medida que se
hace el ajuste, mientras que Alemania, pensando en la situación posteuro, dice
que no puede confiar en que los países se reformen después de conseguir el
dinero.
Los
alemanes han estado insistiendo en un cambio institucional -un control más
centralizado de la Eurozona sobre los bancos, y los presupuestos públicos
periféricos a cambio de un acceso más amplio a la financiación por parte de la
periferia-. Pero el cambio institucional, a pesar de la euforia con que se
recibió la última cumbre de la Unión Europea, necesitará tiempo, dado que
requiere una estructuración cuidadosa y un apoyo de la opinión pública más
general.
Europa
puede mejorar con medidas que hagan de parche. Si la confianza en Italia o España se deteriora
de nuevo, la Eurozona puede tener que volver a recurrir al puente tradicional
entre credibilidad débil y financiación a bajo coste: un programa de reformas
temporal supervisado al estilo de los del Fondo Monetario Internacional.
Esos
programas no deben dispensar de la necesidad de resolución gubernamental, como
demuestran las penalidades de Grecia. Y los Gobiernos odian la pérdida de
soberanía y de prestigio que implica. Pero Gobiernos con determinación, como
los de Brasil e India, han negociado programas en el pasado que les colocaron
en el camino del crecimiento sostenido.
A medida
que empiece a crecer una reformada Europa, partes de ella pueden experimentar
una desigualdad como la de Estados Unidos. Pero el crecimiento puede
proporcionar los recursos para enfrentarse a ella. Mucho peor para Europa sería
evitar una reforma importante y decaer en un declive refinado e igualitario.
Japón, no Estados Unidos, es el ejemplo que se debe evitar.
Raghuram
Rajan, execonomista jefe del FMI. Profesor de Finanzas en la Booth School of
Business de la Universidad de Chicago. Autor de 'Grietas del sistema: Por qué
la economía mundial sigue amenazada'.
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