Francisco Valdés Ugalde / El UniversalComo mecanismo de relojería se presentaron nuevamente las condiciones que reclaman por lógica la segunda vuelta electoral.
Si se trata de preservar a toda costa el sistema presidencial mexicano, si de plano las fuerzas políticas se niegan a ver su obsolescencia y a abrirse al cambio de régimen, por lo menos deberían hacer que funcione.
Pero no ha sido así, la negativa a aceptar la segunda vuelta en la elección presidencial es predominante.
Si hubiera segunda vuelta nos estaríamos preparando para votar de nuevo y elegir entre los candidatos que quedaron en primero y segundo lugar.
Lo más probable es que los panistas hubieran redirigido sus votos en favor del candidato con el que hubieran establecido una alianza para participar en un eventual gobierno del ganador.
En política no existe el hubiera, pero como sí existe el habrá, el hubiera tiene sentido para el futuro.
Primero una observación sobre un dato casi inadvertido. Los electores que anularon su voto para presidente suman un millón 300 mil, más de los que votaron por Quadri.
No sabemos si lo hicieron porque consideran que ningún candidato merecía su voto o porque prefieren algo distinto al presidencialismo.
Seguramente lo primero tendría más adeptos que lo segundo, pero es un dato que no debe pasar inadvertido, pues se vincula con la credibilidad del titular del Ejecutivo.
Desde 1994 el ganador de la elección presidencial no obtiene la mayoría absoluta. Ningún indicador permite suponer que esto cambiará en el futuro.
La reiteración de estas diferencias en las preferencias electorales hace pensar en la necesidad de órganos de gobierno más colegiados y representativos que los que admite el sistema de mayoría relativa (el ganador se lleva todo).
Como se ha argumentado con razón, no es prudente que un sistema político tenga un número de perdedores superior al de los ganadores.
Si los electores tienden reiteradamente, como es el caso, a ofrecer resultados que no conducen a la formación de mayorías por la vía de un solo partido o coalición, es necesario pensar en formas alternativas de producir resultados de gobierno eficaces y representativos.
Es obvio que un gobierno electo por mayoría relativa es menos representativo que uno designado por más de la mitad del electorado.
Conseguir lo segundo exige procesar el pluralismo de modo que la elección definitiva se juegue entre dos candidatos, previo descuento de las demás opciones minoritarias.
La segunda vuelta permite hacerlo. Si ningún candidato tiene mayoría absoluta (o el porcentaje fijado por la ley) en la primera, entonces se va a la segunda.
Entre ambas se producirían los realineamientos de los perdedores para coligarse con los candidatos finalistas de manera que algunos de sus planteamientos sean recogidos en las políticas de gobierno.
Así, se facilitaría una agenda de gobierno que, si bien tendría la marca principal del programa del ganador, acomodaría elementos de otras agendas.
No solamente para lo que se va a hacer, sino también para lo que no se quiere que haga al ganador mayoritario.
Más representatividad y eficacia gubernamental dentro de los límites de un compromiso con quienes coadyuvan al triunfo.
Junto a la segunda vuelta, para ser coherentes con el principio de mayor y mejor representatividad del sistema político, es también prudente buscar que el principio de mayoría sea relativizado en mayor medida por el de representación proporcional en los órganos colegiados de poder.
Llegados a este punto estaríamos más cerca de transitar a un sistema parlamentario, aunque este paso requiere un cambio de paradigma central en varios temas mayores.
Ya habrá espacio para referirse a ello. La sociedad mexicana está lista para cambios como la introducción de la segunda vuelta y la extensión del principio de proporcionalidad en el ejercicio del poder.
La barrera está más en la clase política, cuyos líderes o bien proponen tímidamente alternativas parciales y menores, o bien rechazan por completo la idea de que el sistema presidencial es un problema y ha dejado de ser una estructura satisfactoria para el ejercicio del poder.
De ahí las tentaciones regresivas que provienen, indudablemente, de todas las fuerzas políticas.
Pero la base para el cambio está ahí, desde 1994 por lo menos, si es que no desde 1988.
Necesita liderazgo y conducción, pero no ha habido quién la proporcione. El panorama político, con una protesta social creciente desde varios polos, una riña sobre la legalidad electoral que enrarece el ambiente y mina la certidumbre y la gobernabilidad democrática, requiere una altura de miras e imaginación política que brilla por su ausencia.
El “habrá” sigue haciendo imaginar al “hubiera”. La erosión y crisis recurrente del sistema de poder tiene un lado productivo en el convencimiento de más ciudadanos inconformes con el sistema político y el creciente número de voces que exigen y proponen cambios mayores.
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