- Hasta los mercados reconocen ahora que lo importante es el crecimiento y el empleo
- Grecia y España sufren las consecuencias de haber renunciado a sus monedas por el euro
- Ustedes también deberían ser keynesianos: la experiencia muestra que los recortes en una economía deprimida agravan la situación
Paul Krugman / El País
Durante años, personas supuestamente serias han
lanzado advertencias alarmantes sobre las repercusiones de los elevados
déficits presupuestarios (déficits que son en su mayoría consecuencia de
nuestra prolongada crisis económica). En mayo de 2009, el profesor de Harvard
Niall Ferguson declaraba que “la oleada de emisión de deuda” haría que los
tipos de interés de EE UU se disparasen. En marzo de 2011, Erskine Bowles,
copresidente de la desventurada comisión para el déficit del presidente Obama,
advertía de que, a menos que se tomasen medidas urgentes contra el déficit,
“los mercados nos devastarían”, probablemente en menos de dos años. Etcétera.
Bueno, supongo que a Bowles le quedan unos meses.
Pero ha sucedido algo curioso en el camino hacia la pronosticada crisis fiscal:
en lugar de dispararse, los costes del préstamo en EE UU han descendido hasta
alcanzar el valor más bajo que han tenido en la historia del país. Y no solo en
Estados Unidos. En este momento, todos los países desarrollados que adquieren
préstamos en su propia moneda son capaces de hacerlo a un precio muy barato.
La incapacidad de los déficits para generar el
pronosticado aumento de los tipos de interés nos dice algo importante sobre la
naturaleza de nuestros problemas económicos (y la sabiduría, o falta de ella,
de los autoproclamados guardianes de nuestra virtud fiscal). Sin embargo, antes
de llegar a eso, hablemos de esos bajísimos costes de los préstamos (tan bajos
que, en algunos casos, los inversores están en realidad pagando a los Gobiernos
para que les guarden el dinero).
En la mayoría de los casos, esto está sucediendo
con “valores protegidos contra la inflación” (bonos cuyos pagos futuros están
vinculados a los precios de consumo, de modo que los inversores no deben temer
que su inversión vaya a verse erosionada por la inflación). Incluso con esta
protección, antes los inversores exigían un pago adicional considerable. Antes
de la crisis, los bonos estadounidenses a 10 años protegidos contra la
inflación tenían generalmente un rendimiento del 2%. Por el contrario,
últimamente el tipo de estos bonos ha sido del -0,6%. Para comprar estos bonos,
los inversores están dispuestos a pagar más de la cantidad, ajustada según la
inflación, que el Gobierno abonará finalmente en concepto de interés y
principal.
De modo que los inversores están,
en cierto sentido, ofreciendo a los Gobiernos dinero gratis durante los
próximos 10 años; de hecho, están dispuestos a pagar a los Gobiernos una módica
cuota por mantener su dinero a salvo.
Ahora, quienes tienen intereses creados en la
historia de la crisis fiscal han realizado varios intentos por encontrar un
argumento convincente para explicar que esa crisis no haya llegado a
materializarse. Uno de los preferidos es la afirmación de que la Reserva
Federal está manteniendo los tipos de interés artificialmente bajos comprando
bonos del Gobierno. Pero esa teoría se puso a prueba el verano pasado cuando la
Reserva suspendió temporalmente la compra de bonos. Muchas personas —entre
ellas Bill Gross, del gigante de los fondos de renta fija Pimco— predijeron un
repunte de los tipos de interés. No pasó nada.
Ah, y no hagan ningún caso de las advertencias de
que en cualquier momento nos convertiremos en Grecia, ¡Grecia, les digo! Los
países como Grecia, y por la misma razón, España, están sufriendo las
consecuencias de su desacertada decisión de renunciar a sus monedas por el
euro, que los ha hecho vulnerables de un modo en que Estados Unidos simplemente
no lo es.
¿Y qué es lo que está pasando? La principal
respuesta es que esto es lo que ocurre cuando uno sufre un “ataque de
desapalancamiento”, en el que todo el mundo intenta pagar sus deudas al mismo
tiempo. La adquisición de préstamos por las familias se ha hundido; las
empresas acumulan montones de dinero en efectivo porque no hay ninguna razón
para ampliar la capacidad cuando no hay ventas a la vista; y la consecuencia es
que los inversores están listos para salir sin tener ningún sitio al que ir, o
más bien ningún sitio en el que depositar su dinero. Así que están comprando
deuda pública, incluso a intereses muy bajos, por falta de alternativas.
Además, al hacer que sea tan barato disponer de dinero, a efectos prácticos
están pidiendo a los Gobiernos que emitan más deuda.
Y los Gobiernos deberían estar concediéndoles ese
deseo, no obsesionándose con los déficits a corto plazo.
Advertencia obligatoria: sí, tenemos un problema
presupuestario a largo plazo y deberíamos estar tomando medidas para hacerle
frente, principalmente controlando los costes de la asistencia sanitaria. Pero
es sencillamente una locura despedir profesores y cancelar proyectos de
infraestructura en un momento en el que los inversores están ofreciendo
financiación a interés cero o negativo.
No hay ni que elaborar un argumento keynesiano
sobre el empleo para ser consciente de eso. Basta con darse cuenta de que,
cuando el dinero es barato, es buen momento de invertir. Y tanto la educación
como las infraestructuras son inversiones en el futuro de Estados Unidos;
terminaremos pagando un precio elevado y completamente gratuito por ensañarnos
con ellas del modo en que lo estamos haciendo.
Dicho eso, ustedes también deberían ser
keynesianos. La experiencia de los últimos años —sobre todo, el espectacular
fracaso de las políticas de austeridad en Europa— ha sido una perfecta
demostración de la idea básica de Keynes: recortar drásticamente el gasto en
una economía deprimida la deprime todavía más.
Así que ya es hora de hacer caso omiso a los
supuestos hombres sabios que se han apropiado del debate político y han convertido
el déficit en el tema de conversación. Se han equivocado en todo; y en estos
momentos, hasta los mercados financieros nos dicen que deberíamos centrarnos en
el crecimiento y el empleo.
Paul Krugman es profesor de Economía en Princeton y premio Nobel
de 2008.
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