Xavier Vidal-Folch / El País
El
mercado de las acciones preferentes en España, 25.962 millones de euros, un
millón de clientes bancarios, ha sido una barahúnda de tal calibre que exige
una solución global.
A quienes
resulta imposible imaginar que la culpa recaiga más acá de los reguladores, los
inspectores o la autoridad política —piove, porco Governo!— les conviene
reparar en dos episodios.
Uno es
exterior, un aderezo del estallido de Barclays. Este banco, junto con
Hongkong-Shanghai (HSBC), Royal Scotland (RSB) y Lloyds han acordado indemnizar
con 7.500 millones de euros a clientes no sofisticados a los que
vendieron activos financieros arriesgados sabiendo que estos no eran muy
conscientes del riesgo que asumían. Igual que en el escándalo de las
preferentes españolas.
El otro
episodio sucedió hace una semana. “Pido perdón a mis clientes por haberles
vendido acciones [preferentes]. Yo les pasé la información que mis superiores
me facilitaron. Pero por primera vez en toda mi carrera profesional, siento que
les he defraudado. Para poder mirar al futuro hay que mirar al pasado. No es
posible que quienes han puesto en riesgo nuestro futuro puedan quedar impunes”.
Así conmovió a la junta de Bankia Xavier Carballeda, exdirector de sucursal de
Caixa Laietana/Bankia.
Las
preferentes son un producto híbrido, a medias bono, a medias acción, perpetuo,
y de alta retribución. Pero esta es variable, según el nivel de los beneficios
de la entidad. Desde el acuerdo Basilea III alcanzado en 2010, dejaron de
computar como capital bancario de primera calidad. Por eso muchos bancos las
canjearon por acciones de verdad —para acreditar una mejor capitalización—, lo
que hicieron según distintos formatos pero casi siempre con quitas o pérdidas
para el cliente en el entorno del 25% del valor de la inversión.
Pero no
todos pudieron hacerlo. De la cantidad inicial quedan vivos 8.500 millones de
euros, en muy buena parte esparcidos por cajas ahora nacionalizadas, incapaces
de compensar a sus víctimas: Bankia, 3.000 millones; NovacaixaGalicia, 961;
CatalunyaCaixa, 500. Y quedan unos cuantos miles de gentes, en general humildes
y de escasa cultura financiera —aunque también hay espabilados que codiciaban
intereses del 7% sin reparar en posibles riesgos—, a los que ejecutivos
bancarios presuntamente engañaron.
Les
aseguraron que no había riesgo alguno, que sus mamás también habían invertido
en igual producto, que eran como un depósito supergarantizado, y que en prueba
de todo ello les entregaban seudolibretas con formato similar al de las
sempiternas libretas de ahorro.
Como eran
productos sofisticados, la Comisión Nacional del Mercado de Valores (CNMV)
exigía que los clientes firmasen un test de idoneidad, el
reconocimiento de que invertían con riesgo. Investigó a 18 entidades y abrió
expedientes a siete —anónimas— aún inconclusos.
En muchos
casos ese examen se disfrazó. O se minimizó. O se falsificaron las firmas del
test. NovacaixaGalicia ha tenido que cerrar tres oficinas en Moaña
(Pontevedra), hundidas por las protestas callejeras; su copresidente Mauro
Varela tuvo que dimitir por haber “ofendido” a los clientes engañados; hay
guerras civiles entre mandos intermedios y cúpulas directivas. Envenenadas
además por las retribuciones y jubilaciones multimillonarias, en Galicia, en
Valencia... Hay ya cuatro sentencias mercantiles (Justicia y Derecho,
número 44). E imputados penales, incluso algún director de sucursal de
entidades sólidas como Caixabanc.
La
segunda reforma Guindos (RD Ley 18/2012, 12 de mayo) acabó de matar, con
lógica de preservar el capital público no exenta de crueldad, algunas
esperanzas que los inversores albergaban para recuperar su dinero: las
entidades pueden desde entonces “diferir” el pago de intereses a sus clientes
por un plazo inferior a 12 meses, y abonarlos después “solamente” si la entidad
generase beneficios.
Hubo
fraudes confesos. Debe haber solución, aparte de la persecución judicial.
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