Nada indica que la
redención a través del sufrimiento dictada por Alemania vaya a funcionar
La falsa historia contada
por Alemania a sus votantes frena una solución a la crisis
Los
líderes europeos no son, en general, ni malvados ni estúpidos. Tampoco lo eran
en 1914
Paul Krugman / El País
A lo largo de los últimos meses, he leído varias valoraciones optimistas sobre las perspectivas de Europa. Curiosamente, sin embargo, ninguna de estas valoraciones sostiene que la fórmula de redención a través del sufrimiento dictada por Alemania para Europa tenga alguna posibilidad de funcionar. En lugar de eso, el motivo del optimismo es que el fracaso —en concreto, la ruptura de la zona euro— sería un desastre para todos, incluidos los alemanes, y que al final esta perspectiva inducirá a los dirigentes europeos a hacer lo que haga falta para resolver la situación.
Espero
que este argumento sea acertado. Pero cada vez que leo un artículo en línea con
esto, me viene a la mente Norman Angell.
¿Quién?
Allá por 1910, Angell publicó un famoso libro titulado The Great Illusion (La
gran ilusión) que sostenía que la guerra se había quedado obsoleta. El comercio
y la industria, señalaba, no la explotación de los pueblos sometidos, eran las
claves de la riqueza nacional, de modo que los enormes costes de la conquista
militar no podían reportar ningún beneficio.
Además,
sostenía que la humanidad estaba empezando a apreciar esta realidad, que las
“pasiones del patriotismo” estaban decayendo rápidamente. No dijo exactamente
que ya no habría más grandes guerras, pero sí que transmitió esa impresión.
Todos
sabemos lo que pasó después.
La cuestión es que la perspectiva del desastre, por
evidente que sea, no es ninguna garantía de que los países vayan a hacer lo que
hace falta para evitar ese desastre. Y esto es especialmente cierto cuando el
orgullo y los prejuicios hacen que los dirigentes no estén dispuestos a ver lo
que debería ser obvio.
Lo que me
lleva de nuevo a la extremadamente difícil situación económica de Europa.
Resulta
un tanto chocante, incluso para aquellos de nosotros que hemos estado siguiendo
la historia desde el principio, caer en la cuenta de que han pasado más de dos
años desde que los dirigentes europeos se comprometieron con su actual
estrategia económica, una estrategia basada en la idea de que la austeridad
fiscal y la “devaluación interna” (esencialmente, bajadas de los salarios)
resolverían los problemas de los países deudores. En todo este tiempo, la
estrategia no ha producido ninguna historia de éxito; lo más que pueden hacer
los defensores de la ortodoxia es señalar un par de pequeños países bálticos
que han experimentado pequeñas recuperaciones parciales de sus depresiones
económicas, pero que siguen siendo mucho más pobres de lo que lo eran antes de
la crisis.
Mientras
tanto, la crisis del euro se ha propagado y se ha extendido desde Grecia hasta
las economías mucho más grandes de España e Italia, y Europa en general está
entrando de nuevo claramente en recesión. Pero las recetas políticas
provenientes de Berlín y Fráncfort apenas han cambiado.
Pero un
momento, me dirán ustedes, ¿no ha generado algo de movimiento la cumbre de la
semana pasada? Sí, así es. Alemania cedió un poco y aceptó unas condiciones de
préstamo más beneficiosas para Italia y España (pero no la compra de bonos por
parte del Banco Central Europeo) y un plan de rescate para la banca privada que
realmente podría tener cierto sentido (aunque es difícil saberlo dada la falta
de detalles). Pero estas concesiones siguen siendo minúsculas comparadas con la
escala de los problemas.
¿Qué
haría falta para salvar realmente la moneda única de Europa? La respuesta, casi
con seguridad, tendría que abarcar tanto grandes compras de bonos del Estado
por parte del BCE como la disposición manifiesta de este banco central a
aceptar una tasa de inflación un poco más alta. Incluso con estas políticas,
una gran parte de Europa se enfrentaría a la perspectiva de años de paro muy
elevado. Pero al menos habría una senda de recuperación a la vista.
Sin
embargo, es muy, muy difícil imaginar cómo podría producirse un cambio político
así.
Una parte
del problema radica en el hecho de que los políticos alemanes se han pasado los
dos últimos años diciéndoles a los votantes algo que no es cierto;
concretamente, que la crisis es culpa de los Gobiernos irresponsables del sur
de Europa. En España —que es ahora el epicentro de la crisis— el Gobierno tenía
en realidad poca deuda y superávits presupuestarios justo antes de la crisis;
si el país está ahora en crisis, esto es consecuencia de una inmensa burbuja
inmobiliaria que los bancos de toda Europa, entre ellos especialmente los
alemanes, ayudaron a inflar. Pero ahora, esa historia falsa se interpone en el
camino de cualquier solución viable.
Pero los
votantes mal informados no son el único problema; ni siquiera la opinión de la
élite europea ha afrontado todavía la realidad. Si leemos los últimos informes
de las instituciones “expertas” con sede en Europa, como el que publicó la
semana pasada el Banco de Pagos Internacionales, tenemos la impresión de entrar
en un universo paralelo, uno en el que ni las lecciones de la historia ni las
leyes de la aritmética son válidas; un universo en el que la austeridad aún
podría funcionar si la gente tuviese fe y en el que todo el mundo puede
recortar el gasto al mismo tiempo sin provocar una depresión.
De modo
que ¿se salvará Europa a sí misma? Hay muchísimo en juego y los líderes
europeos no son, en general, ni malvados ni estúpidos. Pero lo mismo podría
haberse dicho, lo crean o no, de los dirigentes europeos en 1914. Solo podemos
esperar que esta vez sea diferente.
Paul
Krugman es
profesor de economía de Princeton y premio Nobel de 2008.
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