Los economistas con una visión histórica acertaron
en el diagnóstico de la crisis
Los
mercados parecen incapaces de canalizar el ahorro hacia los proyectos
empresariales
J. Bradford Delong / El País
Los
economistas que estamos empapados de historia económica y financiera (y que
conocemos la historia del pensamiento económico en lo concerniente a las crisis
financieras y sus efectos) tenemos motivos para estar orgullosos de nuestros
análisis de los últimos cinco años. Fuimos capaces de comprender hacia dónde
iba la economía, porque sabíamos por dónde había andado antes.
En particular, entendimos que la combinación entre
una rápida apreciación en el mercado inmobiliario y un alto grado de
apalancamiento planteaba riesgos para la macroeconomía. Nos dimos cuenta de que
cuando la burbuja estallara, las instituciones financieras apalancadas
sufrirían grandes pérdidas en sus activos (que causarían una huida de los
inversores en busca de seguridad) y que para evitar una depresión profunda se
necesitaba la intervención activa del Estado como prestamista de última
instancia.
De hecho,
entendimos que probablemente los remedios monetaristas resultarían
insuficientes; que la solvencia de los Estados soberanos necesita garantías
mutuas; y que una retirada apresurada del apoyo implicaba enormes riesgos.
Sabíamos que todo intento prematuro de alcanzar el equilibrio fiscal a largo
plazo agravaría la crisis en el corto plazo (con efectos contraproducentes en
el largo plazo). Y comprendimos que nos enfrentábamos a la amenaza de una
recuperación sin empleo, provocada por factores cíclicos más que por cambios
estructurales.
En cada
una de estas cuestiones, los economistas con visión histórica acertamos. Los
que dijeron que no habría recesión, o que la recuperación sería veloz, o que
los problemas reales de la economía eran estructurales, o que el estímulo a la
economía produciría inflación (o altas tasas de interés a corto plazo), o que
una austeridad fiscal inmediata tendría efectos expansivos, todos ellos estaban
equivocados. Pero no un poquito: totalmente equivocados.
Por
supuesto, a los economistas que tenemos visión histórica no nos sorprende que
se hayan equivocado. Lo que sí nos sorprende es que tan pocos hayan hecho algún
intento de contrastar sus creencias con lo que sucedía en el mercado. Por el
contrario, muchos, cuyas reputaciones ya hacían agua, duplicaron la apuesta,
tal vez esperando que por una vez los acontecimientos les darían la razón y así
la gente olvidaría su historial de previsiones desastroso.
La conclusión obvia es muy sencilla: hay que
confiar en los que trabajan en la tradición de Walter Bagehot, Hyman Minsky y
Charles Kindleberger. Es decir, confiar en economistas como Paul Krugman, Paul
Romer, Gary Gorton, Carmen Reinhart, Ken Rogoff, Raghuram Rajan, Larry Summers,
Barry Eichengreen, Olivier Blanchard y otros como ellos. Porque pronosticaron
correctamente el pasado reciente, es más probable que acierten la distribución
de los futuros posibles.
Pero
nosotros (o al menos yo) también nos equivocamos en aspectos significativos de
lo que ocurrió en los últimos cuatro años. Hubo tres cosas que no me esperaba
(y que todavía me sorprenden). La primera es que los bancos centrales no
adoptaran reglas de metas de PIB nominal o algo equivalente. La segunda, yo
esperaba que la inflación de salarios en las economías del Atlántico Norte se
redujera mucho más, aproximándose o incluso llegando a cero. Por último, la
curva de rendimientos en EE UU no se hizo tan empinada como yo creía: un cero
por ciento de interés para los fondos federales me lo esperaba, pero que los
bonos del Tesoro a 30 años dieran una tasa nominal del 2,7%, eso no.
Sigo sin
comprender por qué los bancos centrales no adoptaron políticas de metas de
crecimiento del PIB nominal, y no escribiré nada sobre el particular hasta que
crea haber entendido las razones. Respecto de los salarios, incluso cuando un
tercio de la fuerza laboral estadounidense cambia de trabajo cada año, parece
que los factores sociológicos y los vínculos personales influyen más sobre el
nivel y la tasa de cambio (a costa del equilibrio entre oferta y demanda) que
lo que yo hubiera esperado.
Pero
puede que la tercera sorpresa sea la más interesante. Allá por marzo de 2009,
un premio Nobel de Economía, Robert Lucas, predijo con toda confianza que la
economía de EE UU volvería a la normalidad en un plazo de tres años. En
condiciones normales, la tasa de interés nominal a corto plazo en la economía
estadounidense es del 4%. Como la tasa de los bonos del Tesoro a diez años
tiende a estar un punto porcentual por arriba del promedio de los tipos de
interés a corto plazo que se prevén para la década siguiente, incluso con una
expectativa de cinco años de depresión profunda y tipos a corto plazo cercanos
a cero, la tasa del Tesoro no debería ser inferior al 3%.
De hecho,
entre fines de 2008 y mediados de 2011 la tasa a diez años fluctuó la mayor
parte del tiempo entre el 3% y el 3,5%. Pero en julio de 2011 cayó al 2%, y a
inicios de junio se situó por debajo del 1,5%. La lógica normal indica que el
mercado está esperando que el tipo de interés a corto plazo se mantenga cercano
a cero por 8,75 años antes de que la economía vuelva a la normalidad. Y si se
hacen cálculos similares con los bonos del Tesoro estadounidense a 30 años,
hallaremos unas expectativas anómalas de que la depresión continúe incluso por
más tiempo.
La
conclusión que puede sacarse de esto es desoladora. O bien los que invierten en
los mercados financieros prevén que la política económica será tan disfuncional
que la economía mundial seguirá más o menos tan deprimida como está ahora
durante algo así como una década o más, o bien (la única explicación que nos
queda) la crisis financiera estadounidense trastornó de tal manera la capacidad
de los mercados financieros para evaluar correctamente los riesgos y
rendimientos relativos que incluso ahora, cuando ya pasaron más de tres años
desde que se declaró, los mercados no son capaces de hacer bien su trabajo, es
decir, asumir y administrar los riesgos para canalizar el ahorro hacia los
proyectos empresariales.
Y son dos
alternativas que yo no hubiera predicho, ni tan siquiera imaginado.
J.
Bradford DeLong, ex
secretario adjunto del Tesoro de EE UU, es profesor de Economía en la
Universidad de California en Berkeley.
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