| Jean Meyer / El Universal |
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Es lo
que dicen sus vecinos. Para nosotros los mexicanos que no miramos nunca hacia
el sur, que ni nos preguntamos por Guatemala, puede parecer sin importancia,
cuando mucho sorprendente, porque, supuestamente, no es nuestro asunto. Grave
error. Todo lo que pasa en el mundo nos importa. Seguimos, en nuestra
obsesión por el vecino del norte, denunciando al imperialismo estadounidense,
para no decir yanqui, como el responsable de todos nuestros males. Y pensamos
que es malo porque es blanco, anglosajón y protestante.
Resulta
que el imperialismo no tiene raza, ni lengua, ni religión. Pregunten a los
vietnamitas o a los filipinos qué piensan de la poderosa China, su vecina.
Pregunten a los bolivianos, peruanos y otros paraguayos, qué piensan del
pacífico y latino Brasil y les dirán que es una potencia enorme que no deja
de inquietarlos.
Resulta
que cuando el presidente boliviano, Evo Morales, se prepara a enfrentar
elecciones tiene que aguantar los gritos de los manifestantes indios que lo
tildan de “lacayo de Brasil”. ¿Por qué? Brasil quiere construir carreteras
estratégicas que lo unen a los países vecinos. En el caso de Bolivia, la
carretera debe atravesar un territorio hasta ahora aislado, en las Amazonas y
los Andes, ocupado por comunidades indígenas e indignadas por un proyecto que
puede ser catastrófico para el medio ambiente y para ellas. El maestro
financiero del proyecto es el Banco Nacional de Desarrollo de Brasil, un
poderoso gigante que no acostumbra perder.
Son
muchos los intelectuales bolivianos y peruanos que critican a sus gobiernos y
empresarios por no resistir a la embestida de unos brasileños que compara,
con referencias históricas, a los “bandeirantes” y “mamelucos”, brasileños
cazadores de esclavos de los siglos XVIII y XIX, que empujaron las fronteras de
Brasil en una imparable expansión hacia el poniente, desde Colombia hasta
Paraguay.
“Sobre
la avenida Arce, el poder ha cambiado de lado”, escribe el periodista
boliviano Fernando Molina: parece que en dicha calle, la residencia del
embajador de Estados Unidos se sitúa enfrente de la de su colega brasileño.
Lo que quiere decir Molina es que el joven imperialismo brasileño está
desplazando al antiguo imperialismo estadounidense. Sic transit gloria mundi.
Por lo
mismo en varios países, los proyectos brasileños despiertan la desconfianza:
se trata de carreteras transandinas y transamazónicas, presas y centrales
hidroeléctricas, minas, compra o renta de tierras por corporaciones y
particulares. Así, en Ecuador, la construcción de una central ha desatado una
guerrilla en los tribunales, mientras que en Perú la rebelión de una región
amazónica logró suspender (¿hasta cuándo?) la construcción de una gran presa.
Guyana canceló la aprobación que había dado a un proyecto de autopista para
no abrir la compuerta a una inundación demográfica y comercial, del tipo que
conocen ya Santa Cruz en Bolivia, cierto Paraguay donde los colonos
brasileños, los brasiguayos, son casi mayoritarios. Argentina puso fin a
grandes proyectos mineros brasileños y la lista podría seguir.
De
cierta manera, se puede comparar el empuje del gigante brasileño en América
del Sur con la penetración económica global de China en África, en todos los
frentes también: sector energético, materias primas, obras de
infraestructura, agricultura… Las dos grandes potencias emergentes no hacen
sino retomar el camino seguido primero por Europa, luego por Estados Unidos
en los siglos XIX y XX. El siglo XXI, lógicamente, tiene y tendrá sus propios
imperialismos, mientras que los profetas de desgracias están enterrando ya,
quizá con demasiada premura, a la “vieja” Europa y a Estados Unidos. Brasil
tiene sólo la quinta parte de la población de China, pero su ventaja es la
juventud.
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