La crisis ha servido de coartada para demoler la
frágil arquitectura procedimental que garantizaba que las decisiones de la
Unión fueran resultado de la voluntad política común de los europeos, no de
unos sobre otros
Existen precedentes de rupturas
de las uniones supranacionales: la Unión Soviética, Yugoslavia...
Mientras funcionó el acuerdo
Merkel-Sarkozy la improvisación fue la norma
José María Ridao / El País
Apenas
una semana después de un Consejo Europeo como el celebrado el 29 de junio, los
jefes de Estado y de Gobierno comenzaron a discutir a través de la prensa, no
sobre la eficacia de las medidas que decidieron, sino sobre el hecho mismo de
si decidieron o no esas medidas. Si continúan por este camino, de las 25
cumbres celebradas para abordar la crisis del euro, 24 habrán concluido en
fracaso y una, la del 29 de junio, en ridículo. Es un balance que la Unión
Europea no puede soportar en términos económicos, puesto que amenaza la
continuidad de la moneda común y pone en riesgo al conjunto de la economía
mundial. Pero es un balance que, además, no puede permitirse en términos
políticos.
El
proyecto de la Europa unida, el proyecto de la Europa supranacional, es un
experimento sin precedentes desarrollado pacientemente a lo largo de seis
décadas. Su implosión, sin embargo, podría resultar no sólo vertiginosa sino
también dramática, porque, por desgracia, sí existen precedentes de rupturas de
las uniones políticas supranacionales. Sucedió con el Imperio Austro-Húngaro y
volvió a suceder con la Unión Soviética. La Unión Europea no tiene nada que ver
con ninguna de esas dos uniones, es verdad. Pero es que tampoco esas dos
uniones tenían nada que ver entre sí y, sin embargo, las consecuencias de su
ruptura fueron tan aterradoramente semejantes como las vueltas y revueltas de
un siniestro bolero de Ravel, en el que por mucho que parezca que se avanza
siempre se regresa al punto de partida.
Si de las
25 cumbres celebradas para resolver la crisis del euro, 24 han acabado en
fracaso y una, la del 29 de junio, puede hacerlo en ridículo, no es solo porque
los jefes de Estado y de Gobierno europeos hayan equivocado sistemáticamente
las medidas que se requieren. Detrás de este magro balance hay otra razón más
determinante que la simple torpeza o la falta de visión, con independencia de
que, además, se haya derrochado torpeza y falta de visión en cada una de las 25
cumbres celebradas. Desde que Merkel y Sarkozy se pusieron a los mandos de la
política europea contra la crisis, desde que se erigieron en improvisado directorio
y el resto de países de la eurozona se plegaron con docilidad de penitentes a
esta inaceptable pretensión, el proceso de toma de decisiones de la Unión ha
sido irresponsablemente violentado.
Comenzó a serlo antes de que estallara la crisis,
pero la crisis ha servido de coartada para demoler la frágil arquitectura
procedimental que garantizaba que las decisiones de la Unión fueran resultado
de la voluntad política común de los europeos, no de la imposición de unos
europeos sobre otros. Mientras Francia se situó con Sarkozy incondicionalmente
al lado de la política inspirada por Alemania, la imposición tuvo un disfraz;
ahora que Hollande ha tomado ciertas distancias, el disfraz ha caído, y la
imposición está despertando el peor instinto que podría inspirar cualquier
política: explicar las posiciones que sostiene un Gobierno, no como defensa de
sus intereses legítimos, sino como materialización de la supuesta esencia
ancestral del pueblo al que representa. Si la Europa del norte reclama
austeridad, se dice desde un lado, es porque son teutones y luteranos; si la
Europa del sur se resiste a aplicarla, se dice desde el otro, es porque son
derrochadores y tramposos. Al final, lo único que se está afirmando desde un
lado y desde el otro es el resurgir de un nacionalismo que no hace ascos a
descalificaciones que rozan el racismo.
Restablecer
el proceso de toma de decisiones de la Unión irresponsablemente violentado
exige, para empezar, que los Estados miembros que se han plegado con docilidad
de penitentes a las decisiones impuestas por el directorio, y que ahora
tiene que sostener Merkel casi en solitario, hagan lo único que no han hecho
hasta el momento: política europea. Es decir, política entre europeos que
piensan que el proceso de toma de decisiones de la Unión contiene garantías
suficientes para compatibilizar los diversos intereses particulares con el
interés general de Europa. Resulta de todo punto inexplicable que hasta el
Consejo del pasado 29 de junio, los países que ya han pasado por el calvario
del rescate y los que podrían estar en la antesala, como España e Italia, se
hayan limitado a sufrir en solitario y a contemplar como espectadores las
aparatosas reuniones de la canciller alemana y del derrotado Sarkozy en las que
decidían el futuro de todos, compareciendo ante las cámaras y los flashes a
falta de poder hacerlo con alguna base institucional ante las instancias
europeas. La cumbre a cuatro que convocó en Roma el primer ministro italiano,
Mario Monti, y a la que asistieron Merkel, Hollande y Rajoy, respondía a la
misma lógica que inspiró la formación del directorio solo que ampliando
a cuatro el número de sus miembros, y ese fue su punto débil.
Su punto
fuerte, por el contrario, residió en que, junto a la lógica que inspiró la
formación del directorio, la reunión de Roma parecía responder siquiera
tímidamente a la lógica anterior, a la lógica de la política europea. Cuando
molesto por el resultado del Consejo Europeo del 29 de junio, el Gobierno
finlandés declaró que no estaba dispuesto a permanecer en el euro a cualquier
precio, su propia posición y la de quienes la comparten quedó en evidencia. Si
los países más afectados por la crisis de la deuda hacen política europea y no
se conforman con ser espectadores de lo que otros deciden, venía a decir el
Gobierno finlandés, entonces los países a salvo de las actuales turbulencias
financieras romperán la baraja. Sería una de esas baladronadas frecuentes en
toda negociación, pero una baladronada que revelaba que, al menos para algunos
socios, la política europea carece de sentido porque el proceso de toma de
decisiones de la Unión está muerto.
Si lo estuviera, la docilidad de penitentes con la
que los países más afectados por la crisis de la deuda aceptaron la imposición
del directorio sería, sin duda, una causa; pero otra causa estaría
relacionada con el método de trabajo que siguió el directorio al
celebrar sus aparatosas reuniones, y que ha terminado por contaminar al
conjunto de la actividad europea. A diferencia de lo que venía haciendo la
Unión desde sus inicios, con el directorio las decisiones dejaron de
adoptarse a partir de un impulso político genérico que ponía en movimiento a
los grupos técnicos de trabajo, cuyas conclusiones, con sus acuerdos y
desacuerdos, regresaban al terreno político a través de instancias
jerarquizadas y cada vez más decisorias, en cuya cúspide se situaba el Consejo
Europeo. Mientras funcionó el acuerdo entre Merkel y Sarkozy, mientras actuó el
directorio, la improvisación y la falta de seguimiento fueron la norma:
en la cúspide europea, en una cúspide monopolizada por dos únicos países, se
decidía lo grande y lo pequeño, lo sustancial y lo accesorio, lo técnico y lo
político, y todo en cuestión de pocas horas. Luego venían las rectificaciones,
las enmiendas, los contrasentidos y, en suma, ese rumbo errático que arruinó la
credibilidad de la Unión.
El
Consejo Europeo del 29 de junio se consideró decisivo porque, al menos hasta
que los jefes de Estado y de Gobierno no comenzaron a ponerlo en duda apenas
una semana después de celebrarse, parecía haber servido para adoptar algunas
medidas novedosas y necesarias. En realidad, también fue decisivo por otra
razón. El 29 de junio, en el Consejo que aún podría acabar en ridículo, la
política europea y el proceso de toma de decisiones establecido por la Unión
resurgieron como alternativa al directorio y a la huella procedimental
que el directorio ha impreso en el proyecto de la integración europea.
En ese resurgir de la política y del procedimiento radicaría una de las pocas
esperanzas para la Unión, una de las pocas estrategias capaces de separar su
destino del que padecieron otras uniones políticas supranacionales como el
Imperio Austro-Húngaro o la Unión Soviética, víctimas de las vueltas y
revueltas anteriores de un siniestro bolero de Ravel.
Al igual
que la actual Europa de los Veintisiete, también esas uniones se tuvieron por
definitivas e irreversibles, y, sin embargo, demostraron ser tan frágiles como
cualquier obra que los seres humanos construyen para los seres humanos, y de la
que los seres humanos son y serán siempre responsables.
No hay comentarios:
Publicar un comentario