David Ibarra / El Universal
Analista económico
A
fines de junio fui invitado a comentar una excelente disertación de
Ramón Carlos Torres, “La Energía en México, Reflexiones desde la
Política Económica”, en la Academia Mexicana de Economía Política. En el
texto que sigue resumo los argumentos que subrayé en esa oportunidad.
Pemex
y la CFE han dejado de cumplir los objetivos de su creación, a saber:
alentar la autonomía del desarrollo nacional, fomentar la
industrialización y capitalización nacionales, aparte de abastecer de
energía a la demanda interna. A mayor abundamiento, la política
energética no ha incorporado a plenitud las exigencias del proceso de
transición energética que toma cuerpo en el mundo a fin de enmendar el
daño ecológico del patrón prevalente de producción a base de
combustibles fósiles, ni los riesgos de la especulación que alzan más de
la cuenta los precios internacionales.
Frente a ese complejo de
prelaciones destaca la cortedad de nuestra política energética preñada
de cortoplacismo, que arranca de diagnósticos equivocados aparte de
resentir la influencia desmedida de objetivos ideológicos
antiestatistas. En los hechos, la orientación básica está dominada por
el criterio de elevar al máximo la extracción de energéticos para
facilitar el financiamiento presupuestal y el de la balanza de pagos.
Criterio subsidiario es el de multiplicar los negocios privados,
cediendo o privatizando funciones del propio Pemex o de la CFE. Esos
principios se han aplicado aun a costa de dilapidar el patrimonio de
Pemex, importar combustibles sin medida, agotar reservas petroleras,
dejar truncos los eslabonamientos industriales y paralizar el desarrollo
de la refinación y la petroquímica.
El patrimonio contable de
Pemex se ha evaporado; las reservas petroleras se han reducido de 72 a
44 miles de millones de petróleo equivalente entre 1982 y 2010. La
importación ascendente de petrolíferos (50% del consumo de gasolinas) ha
comprimido de 97 a 47 centavos por dólar exportado el margen de Pemex
en el periodo 1980-2011). El volumen exportado de crudo decae casi 30%
en los últimos siete años. Aun así, la maximización inmediata de los
ingresos petroleros procura ensanchar contra viento y marea la
plataforma de extracción y la peculiar distribución de las inversiones
entre los distintos segmentos de la industria. El desequilibrio
consecuente en las líneas de producción es claro cuando se observa que
México (2008) ocupa el sexto lugar mundial como exportador de crudo,
pero el 15 por su capacidad estancada de refinación y el 17 por la
cuantía de sus declinantes reservas.
La Secretaría de Hacienda, en
los Criterios Generales de Política Económica, proyecta un déficit de
pagos de 17 mil millones de dólares (en 2012), manifestación del crónico
desequilibrio externo de pagos que fija el límite superior a la tasa
asequible de crecimiento. La fragilidad de los saldos de nuestras
transacciones externas es manifiesto en los esfuerzos del Banco de
México por revertir deslizamientos del tipo de cambio, por revaluar y
ofrecer tasas de interés altas para atraer ahorro foráneo, aun
tratándose de capitales golondrinos. México utiliza la renta petrolera
no para crecer más —uno o dos puntos cada año, como Brasil— sino para
construir una especie de paraíso fiscal favorable a los grupos de mayor
ingreso, sin que el sector privado aproveche el privilegio para
fortalecer los coeficientes nacionales de formación de capital,
estancados por décadas alrededor de 19%-20% del producto. Esas
consideraciones explican las urgencias gubernamentales por ensanchar las
ventas de crudo —no obstante que su peso en el total de exportaciones
haya declinado 48% entre 1993 y 2010— pero no validan el modo de
lograrlo a costa de la salud y perspectivas de la industria petrolera,
ni justifica la pasividad de las políticas industriales y de fomento
exportador que aportarían potencialmente mejores soluciones.
Otra
racionalidad distorsionada, es el criterio de extraer de Pemex ingresos
fiscales bastantes para sostener un régimen impositivo singularmente
benigno hacia los grupos de mayor ingreso. La carga tributaria nacional
apenas alcanza 10%-11% del producto, es decir, es quizás la más baja o
una de las más reducidas a escala internacional. Pemex cubre esa
deficiencia, aportando entre 30% y 40% de los ingresos del gobierno
federal, esto es, casi el doble de la recaudación total del Impuesto
Sobre la Renta. Por eso, los gravámenes cubiertos por Pemex rebasan con
frecuencia 100% de sus utilidades, propiciando la subinversión y
descapitalización del organismo. Aquí también se intenta subsanar la
falta de reformas de fondo (la tributaria) mediante acciones que lejos
de resolver las fallas las agravan.
En suma, si no se resuelven
los cuellos de botella —éstos sí verdaderamente estructurales— de la
balanza de pagos y las finanzas públicas, poco podría avanzarse en
mejorar los alcances de la política energética. En cambio, se corre el
riesgo de caer en soluciones falsas, ideologizadas, como las de la
privatización completa o por pedazos de Pemex y la CFE. Lo primero es,
claramente inviable por cuanto ningún inversionista estaría dispuesto a
cubrir gravámenes no sólo excesivos, sino ruinosos. Más aun, si a los
consorcios privatizadores se les concediera el privilegio de no pagar
más que los gravámenes del régimen general del Impuesto Sobre la Renta,
habría que emprender una reforma recaudatoria —duplicatoria, por
ejemplo, de la carga impositiva del IVA— para compensar los ingresos
perdidos que hoy aporta Pemex, cuestión de dudosa viabilidad política.
Tampoco sería fácil la emisión exitosa de acciones en bolsa por cuanto
se trata de organismos públicos, no de sociedades por acciones. De
superarse esos impedimentos, los títulos emitidos por negocios con
pérdidas o escasas utilidades, tendrían que ofrecer generosos
rendimientos o tasas de interés garantizadas que poco los distinguirían
de un crédito ordinario. De su lado, la privatización por pedazos,
llevaría a ofrecer en venta los segmentos más rentables o de
rentabilidad más segura, con detrimento mayor de las finanzas de los
organismos públicos. Además, ello obligaría a prescindir de los
beneficios ligados a la optimización conjunta del valor agregado de las
cadenas productivas, típico de las industrias petrolera y petroquímica.
Los
objetivos de la política energética podrían especificarse con nitidez
meridiana. Sin embargo, las políticas macroeconómicas en boga crean
escollos casi insuperables al tratar de subsanar fallas fuera del
alcance de la acción sectorial. La economía nacional está y seguirá
petrolizada en tanto su crecimiento dependa de las exportaciones de
crudo y, singularmente el fisco, de los gravámenes petroleros. Las
salidas al problema son evidentes: fortalecer el comercio exterior —sin
avance desde el Tratado de Libre Comercio de América del Norte—,
enmendar la reducidísima recaudación tributaria e instrumentar políticas
industriales de fomento que orienten y alienten a la inversión privada.
Y, sin embargo, la despetrolización avanza por el camino equivocado de
matar a la gallina de los huevos de oro, de desabastecer con oferta
propia la demanda nacional, de dañar las finanzas de Pemex, de inhibir
la inversión vital en una industria extractiva. Se necesita reponer
reservas —comprometidas, además, en los proyectos dudosos de
Chicontepec, de los yacimientos marítimos profundos, de la
semiprivatización de los someros con los contratos de servicios
múltiples—, reducir el alza de los costos, alargar y modernizar las
líneas de producción —el proyecto de una nueva refinadora está
paralizado cuatro años después de ser respaldado por el Senado de la
República—, la petroquímica está estancada hace dos décadas, la
producción de fertilizantes casi ha desaparecido, el gas sigue
quemándose, entre otras muchas deficiencias derivadas de las políticas
elegidas. Ojalá el nuevo gobierno aborde de manera distinta estas
cuestiones.
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