Abraham Nuncio / La Jornada
La cultura occidental ha producido dos grandes ilusiones reales: una ha sido la de que todos los hombres son hijos de Dios; la otra es la de que la ley ampara por igual a todos los que se hallan bajo el manto de su jurisdicción. Igualdad y libertad prorrateadas.
El pequeño porcentaje de realidad del principio cristiano anidaba en las acciones de emancipación que empezaron a gotear al extenuarse el primer milenio. La rebelión de Espartaco sería una de las más memorables, pero tan excepcional como al cabo aplastada por el poderoso ejército romano. La ilusión por su parte se decuplicó en cada mínima conquista de libertad y condiciones de igualdad.
Hijos de Dios fueron, no obstante, los millones de esclavos que siguieron acompañando al principio hasta llegar al siglo XX, cuando los negros de Estados Unidos, para no seguir viajando por fuerza en los asientos traseros del autobús, debieron pagar con sangre una mayor cuota de igualdad y libertad que todavía les es escamoteada o negada. Y también: hijos de Dios son, en el siglo XXI, desde las mujeres de las que habla Lidya Cacho en su libro Esclavas del poder y los hombres cuyo infortunio nos cuenta Juan Bonilla en Los príncipes nubios, hasta los objetos deportivos vendidos y comprados en el mercado del futbol profesional. Para no hablar de esclavos tradicionales que los hay en numerosos puntos del planeta.
La libertad ofrecida por la igualdad ante la ley ha estado sujeta, desde hace más de dos siglos, al dinero de que cada quien dispone. A mayor dinero disponible, mayor libertad. Me remito a un botón de muestra: Nuevo León, México.
Después de la muerte de los dos estudiantes del Tecnológico de Monterrey, la desesperación ha sido el signo de los empresarios regiomontanos. Una desesperación que se intensifica conforme los cadáveres de funcionarios empiezan a apilarse al lado del enorme montón de cadáveres de civiles inocentes y el cerro de delincuentes, policías y soldados muertos en una guerra cuyo sentido sólo pueden entender Felipe Calderón, sus secuaces y los políticos de Estados Unidos que se ocupan de la seguridad nacional de este país. Ahora piden en público tres batallones del Ejército mexicano; después que el gobierno del estado ofrezca resultados tangibles a sabiendas de que no puede concretarlos ni en lo fundamental le toca. En privado opinan con frecuencia que la única salida al estado de inseguridad prevaleciente es una dictadura militar y que, por de pronto, el gobernador Rodrigo Medina de la Cruz deje el puesto.
En cada una de las crisis que ha vivido el país, los empresarios de Monterrey-San Pedro salen del país con sus capitales por delante. Vieja práctica que ya apuntaba Alfonso Reyes a principios de los años 30: "Yo sé bien que hay, entre nosotros, hombres representativos de intereses comunes que, al menor desconcierto de la cosa pública (¡y a tántos estamos expuestos!), echarían a andar su motor y, en pocas horas, se trasladarían a Laredo-Texas con armas y bagaje. Y es fuerza que esto no acontezca; es fuerza que nuestra morada no amenace a nadie con inútiles sobresaltos, y que, en el peor de los casos, el morador esté preparado para afrontar tempestades, con los recursos que le proporcionen su ética y su ciencia. Sólo la cultura política puede precavernos."
¿Le faltó cultura política a Alejandro Junco de la Vega, presidente del Grupo El Norte-Reforma, cuando decidió irse a vivir a Texas, argumentando ausencia de seguridad en Nuevo León o le dio la razón a su esposa cuándo ésta le preguntó si quería ser "el periodista más importante del panteón"? ¿Le sobra valor y razón a Lorenzo Zambrano, presidente y director general de Cemex, cuando acusa de cobardes a quienes se van de Monterrey, y no otros sino aquellos que más han recibido?
La desesperación no es privativa de los empresarios. El gobierno del estado se ha mostrado incapaz de responder a los ataques del crimen organizado con resultados aceptables: persecución efectiva, captura, cabal integración de los expedientes, juicios que ofrezcan certidumbre y castigo a los hampones con la ley en la mano. No cuenta siquiera con un diagnóstico profesional de la situación de seguridad en el estado ni son claros sus esfuerzos por delimitar la responsabilidad de las competencias estatal y federal en la atención a los delitos cometidos; tampoco –conjuntamente con la Federación que tiene el Ejército a la mano, pero carencias semejantes– ha diseñado estrategias acordes con la creciente peligrosidad en que vive la población ni ha insistido bastante, con la misma Federación, para coordinar las acciones policíacas correspondientes. A cambio, y esto es lo censurable, pretende justificarse con una irracional campaña de medios (más de 600 millones de pesos al año, según el cálculo de El Norte) cuyo único resultado es engrosar las utilidades y el poder de los de mayor tamaño. Inclinación que se percibe masoquista, pues son ellos los que han convertido al gobernador en el negro de la feria.
Los regiomontanos se han volcado sobre el lugar donde cayó víctima de una balacera la estudiante Lucila Quintanilla Ocañas en pleno corazón de Monterrey. Le han levantado un altar, encienden veladoras, intercambian opiniones, acaso discuten cómo organizarse, qué hacer ante la terrible violencia que azota a la sociedad nueoleonesa. El 2 de octubre (fecha infausta para los mexicanos) fue arrojada una granada de fragmentación contra las personas que paseaban o transitaban por la Plaza Municipal de Guadalupe. El saldo fue una docena de heridos, entre ellos un pequeño de dos años. Desde entonces, y hasta el momento de escribir estas líneas, todos los días ha habido balaceras en diversos puntos de la ciudad metropolitana. Y antes, la cuenta no fue muy distinta: muertos o heridos por las bandas criminales o por efectivos del Ejército.
A la desesperación de los empresarios y los funcionarios se suma la del resto de los habitantes de un estado que hace apenas tres lustros era santuario de la seguridad y de una aceptable convivencia tranquila. Como polo de desarrollo fue por más de un siglo centro de atracción demográfica. 15Diario, uno de los vehículos periodísticos por Internet, prepara por estos días un número monográfico sobre el éxodo regiomontano.
Sin embargo, para unos puede ser éxodo –con todos los riesgos del caso–; para otros una manera regular de vivir en Estados Unidos y en Monterrey. Estos otros son su elite, a la que el dinero le permite disponer de sus movimientos con más libertad que los que no lo tienen o lo tienen sólo para mantenerse atrapados en el peligro o salir del peligro para arrostrar otros.
Todos somos hijos de Dios, pero unos más que otros. Todos somos iguales, pero unos son más iguales que otros. Todos somos libres, pero unos son más libres que otros. La humanidad no ha inventado aún una sociedad donde sus habitantes puedan compartir igualdad, libertad y tal vez Dios sin las asimetrías que hoy hacen de buena parte de su hábitat una tierra ajena.
La cultura occidental ha producido dos grandes ilusiones reales: una ha sido la de que todos los hombres son hijos de Dios; la otra es la de que la ley ampara por igual a todos los que se hallan bajo el manto de su jurisdicción. Igualdad y libertad prorrateadas.
El pequeño porcentaje de realidad del principio cristiano anidaba en las acciones de emancipación que empezaron a gotear al extenuarse el primer milenio. La rebelión de Espartaco sería una de las más memorables, pero tan excepcional como al cabo aplastada por el poderoso ejército romano. La ilusión por su parte se decuplicó en cada mínima conquista de libertad y condiciones de igualdad.
Hijos de Dios fueron, no obstante, los millones de esclavos que siguieron acompañando al principio hasta llegar al siglo XX, cuando los negros de Estados Unidos, para no seguir viajando por fuerza en los asientos traseros del autobús, debieron pagar con sangre una mayor cuota de igualdad y libertad que todavía les es escamoteada o negada. Y también: hijos de Dios son, en el siglo XXI, desde las mujeres de las que habla Lidya Cacho en su libro Esclavas del poder y los hombres cuyo infortunio nos cuenta Juan Bonilla en Los príncipes nubios, hasta los objetos deportivos vendidos y comprados en el mercado del futbol profesional. Para no hablar de esclavos tradicionales que los hay en numerosos puntos del planeta.
La libertad ofrecida por la igualdad ante la ley ha estado sujeta, desde hace más de dos siglos, al dinero de que cada quien dispone. A mayor dinero disponible, mayor libertad. Me remito a un botón de muestra: Nuevo León, México.
Después de la muerte de los dos estudiantes del Tecnológico de Monterrey, la desesperación ha sido el signo de los empresarios regiomontanos. Una desesperación que se intensifica conforme los cadáveres de funcionarios empiezan a apilarse al lado del enorme montón de cadáveres de civiles inocentes y el cerro de delincuentes, policías y soldados muertos en una guerra cuyo sentido sólo pueden entender Felipe Calderón, sus secuaces y los políticos de Estados Unidos que se ocupan de la seguridad nacional de este país. Ahora piden en público tres batallones del Ejército mexicano; después que el gobierno del estado ofrezca resultados tangibles a sabiendas de que no puede concretarlos ni en lo fundamental le toca. En privado opinan con frecuencia que la única salida al estado de inseguridad prevaleciente es una dictadura militar y que, por de pronto, el gobernador Rodrigo Medina de la Cruz deje el puesto.
En cada una de las crisis que ha vivido el país, los empresarios de Monterrey-San Pedro salen del país con sus capitales por delante. Vieja práctica que ya apuntaba Alfonso Reyes a principios de los años 30: "Yo sé bien que hay, entre nosotros, hombres representativos de intereses comunes que, al menor desconcierto de la cosa pública (¡y a tántos estamos expuestos!), echarían a andar su motor y, en pocas horas, se trasladarían a Laredo-Texas con armas y bagaje. Y es fuerza que esto no acontezca; es fuerza que nuestra morada no amenace a nadie con inútiles sobresaltos, y que, en el peor de los casos, el morador esté preparado para afrontar tempestades, con los recursos que le proporcionen su ética y su ciencia. Sólo la cultura política puede precavernos."
¿Le faltó cultura política a Alejandro Junco de la Vega, presidente del Grupo El Norte-Reforma, cuando decidió irse a vivir a Texas, argumentando ausencia de seguridad en Nuevo León o le dio la razón a su esposa cuándo ésta le preguntó si quería ser "el periodista más importante del panteón"? ¿Le sobra valor y razón a Lorenzo Zambrano, presidente y director general de Cemex, cuando acusa de cobardes a quienes se van de Monterrey, y no otros sino aquellos que más han recibido?
La desesperación no es privativa de los empresarios. El gobierno del estado se ha mostrado incapaz de responder a los ataques del crimen organizado con resultados aceptables: persecución efectiva, captura, cabal integración de los expedientes, juicios que ofrezcan certidumbre y castigo a los hampones con la ley en la mano. No cuenta siquiera con un diagnóstico profesional de la situación de seguridad en el estado ni son claros sus esfuerzos por delimitar la responsabilidad de las competencias estatal y federal en la atención a los delitos cometidos; tampoco –conjuntamente con la Federación que tiene el Ejército a la mano, pero carencias semejantes– ha diseñado estrategias acordes con la creciente peligrosidad en que vive la población ni ha insistido bastante, con la misma Federación, para coordinar las acciones policíacas correspondientes. A cambio, y esto es lo censurable, pretende justificarse con una irracional campaña de medios (más de 600 millones de pesos al año, según el cálculo de El Norte) cuyo único resultado es engrosar las utilidades y el poder de los de mayor tamaño. Inclinación que se percibe masoquista, pues son ellos los que han convertido al gobernador en el negro de la feria.
Los regiomontanos se han volcado sobre el lugar donde cayó víctima de una balacera la estudiante Lucila Quintanilla Ocañas en pleno corazón de Monterrey. Le han levantado un altar, encienden veladoras, intercambian opiniones, acaso discuten cómo organizarse, qué hacer ante la terrible violencia que azota a la sociedad nueoleonesa. El 2 de octubre (fecha infausta para los mexicanos) fue arrojada una granada de fragmentación contra las personas que paseaban o transitaban por la Plaza Municipal de Guadalupe. El saldo fue una docena de heridos, entre ellos un pequeño de dos años. Desde entonces, y hasta el momento de escribir estas líneas, todos los días ha habido balaceras en diversos puntos de la ciudad metropolitana. Y antes, la cuenta no fue muy distinta: muertos o heridos por las bandas criminales o por efectivos del Ejército.
A la desesperación de los empresarios y los funcionarios se suma la del resto de los habitantes de un estado que hace apenas tres lustros era santuario de la seguridad y de una aceptable convivencia tranquila. Como polo de desarrollo fue por más de un siglo centro de atracción demográfica. 15Diario, uno de los vehículos periodísticos por Internet, prepara por estos días un número monográfico sobre el éxodo regiomontano.
Sin embargo, para unos puede ser éxodo –con todos los riesgos del caso–; para otros una manera regular de vivir en Estados Unidos y en Monterrey. Estos otros son su elite, a la que el dinero le permite disponer de sus movimientos con más libertad que los que no lo tienen o lo tienen sólo para mantenerse atrapados en el peligro o salir del peligro para arrostrar otros.
Todos somos hijos de Dios, pero unos más que otros. Todos somos iguales, pero unos son más iguales que otros. Todos somos libres, pero unos son más libres que otros. La humanidad no ha inventado aún una sociedad donde sus habitantes puedan compartir igualdad, libertad y tal vez Dios sin las asimetrías que hoy hacen de buena parte de su hábitat una tierra ajena.
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