Alfonso Zárate / El Universal
En realidad, a lo largo de su historia, México se ha jodido muchas veces. Podríamos remontarnos incluso antes del surgimiento del Estado mexicano, irnos hasta la Conquista o recordar la Colonia, cuando se otorgaban mercedes reales como patentes para abusar de los cargos. Podríamos también intentar explicar la apatía que afecta a anchas franjas ciudadanas, recordando aquella frase del virrey Carlos Francisco de Croix, que en 1767 comunicó a los vasallos “del gran monarca que ocupa el trono de España, que nacieron para callar y obedecer y no para discurrir ni opinar en los asuntos del gobierno”.
Pero una cosa es cierta, la corrupción, los abusos desde el poder, la resignación y el valemadrismo no se originaron con el PRI; la República priísta sólo los perfeccionó, si puede decirse tal cosa.
Frederich Katz —el gran historiador vienés recién fallecido— recupera en La guerra secreta en México, un reporte del embajador alemán Paul von Hintze sobre la corrupción del capitán Huerta, hijo del usurpador, quien adquiría armamento con sobreprecios de escándalo.
Son fama pública las largas uñas de los “robolucionarios”, un caso extremo es el de Álvaro Obregón. Entrevistado por Vicente Blasco Ibáñez, el caudillo exhibió su vena cínica:
—A usted le habrán dicho que yo soy algo ladrón.
—¡Oh general! ¿Quién puede hacer caso de las murmuraciones?... Puras calumnias.
Obregón —describe el periodista español— no parece oírme y sigue hablando.
—Pero yo no tengo más que una mano, mientras que mis adversarios tienen dos. Por esto la gente me quiere a mí, porque no puedo robar tanto como los otros.
Pero para no extraviarnos en arqueología política, baste recordar que en un momento más próximo, a finales de la década de los 60, México parecía prefigurar una potencia intermedia: de 1960 a 1970, la tasa de crecimiento del PIB fue de 7.1%, con una inflación de poco menos de 2.5% en promedio durante esa década, y en 1970, nuestra deuda externa pública bruta era de apenas 4 mil 262 millones de dólares; nuestro cine y nuestra música conquistaban al mercado de habla hispana; nuestra política exterior nos prestigiaba y la educación pública constituía el soporte de una movilidad social ascendente.
Pero el país se jodió cuando Gustavo Díaz Ordaz escogió para sucederlo a Luis Echeverría: al final de su sexenio, la deuda externa creció casi cinco veces (19 mil 600 millones de dólares) y de 4.69 en 1970, la inflación pasó a 27.2 en 1976.
Después, Echeverría seleccionaría para sucederlo a su amigo de la adolescencia, José López Portillo. La docena trágica marcó el fin del “milagro mexicano”. Un manejo irresponsable de las finanzas públicas llevó a Echeverría a despedir a su secretario de Hacienda, Hugo B. Margain y a alardear: “Las finanzas públicas se manejan en Los Pinos”; después, López Portillo anunciaría que el nuevo desafío de México era “cómo distribuir la abundancia”, cuando abandonó el poder, dejó al país sumido en una profunda crisis.
En ese escenario de desastre llegaron Miguel de la Madrid, los tecnócratas y el fundamentalismo económico que llevó a una privatización indiscriminada y tramposa de empresas públicas: Telmex, la joya de la corona. Son los años, que no terminan aún, del dictum de que la mejor política industrial es no tener política industrial; los años de una apertura irracional a mercancías extranjeras que han herido de muerte a ramas completas de nuestra industria (calzado, textiles, juguetes, artesanías…)
Pero hay otros momentos de quiebre. En el periodo 2000-2006, El bato con botas dilapidó el enorme capital político que le había reportado el bono democrático; dejó escapar el momentum del cambio que se vivía en el país. En vez de impulsar una renovación de la vida pública, gobernar con austeridad y eficacia, la pareja presidencial se dedicó a exhibir su precariedad ética y cultural por todo el mundo, y a tolerar abusos de propios y extraños.
Han sido muchos los intentos de joder al país, pero a pesar de todo, México sigue en pie, vivito y coleando. La irresponsabilidad de la clase gobernante y la indolencia de la sociedad no han terminado con el país, mayor, en mucho, a sus dificultades.
Presidente del Grupo Consulto Interdisciplinario
En realidad, a lo largo de su historia, México se ha jodido muchas veces. Podríamos remontarnos incluso antes del surgimiento del Estado mexicano, irnos hasta la Conquista o recordar la Colonia, cuando se otorgaban mercedes reales como patentes para abusar de los cargos. Podríamos también intentar explicar la apatía que afecta a anchas franjas ciudadanas, recordando aquella frase del virrey Carlos Francisco de Croix, que en 1767 comunicó a los vasallos “del gran monarca que ocupa el trono de España, que nacieron para callar y obedecer y no para discurrir ni opinar en los asuntos del gobierno”.
Pero una cosa es cierta, la corrupción, los abusos desde el poder, la resignación y el valemadrismo no se originaron con el PRI; la República priísta sólo los perfeccionó, si puede decirse tal cosa.
Frederich Katz —el gran historiador vienés recién fallecido— recupera en La guerra secreta en México, un reporte del embajador alemán Paul von Hintze sobre la corrupción del capitán Huerta, hijo del usurpador, quien adquiría armamento con sobreprecios de escándalo.
Son fama pública las largas uñas de los “robolucionarios”, un caso extremo es el de Álvaro Obregón. Entrevistado por Vicente Blasco Ibáñez, el caudillo exhibió su vena cínica:
—A usted le habrán dicho que yo soy algo ladrón.
—¡Oh general! ¿Quién puede hacer caso de las murmuraciones?... Puras calumnias.
Obregón —describe el periodista español— no parece oírme y sigue hablando.
—Pero yo no tengo más que una mano, mientras que mis adversarios tienen dos. Por esto la gente me quiere a mí, porque no puedo robar tanto como los otros.
Pero para no extraviarnos en arqueología política, baste recordar que en un momento más próximo, a finales de la década de los 60, México parecía prefigurar una potencia intermedia: de 1960 a 1970, la tasa de crecimiento del PIB fue de 7.1%, con una inflación de poco menos de 2.5% en promedio durante esa década, y en 1970, nuestra deuda externa pública bruta era de apenas 4 mil 262 millones de dólares; nuestro cine y nuestra música conquistaban al mercado de habla hispana; nuestra política exterior nos prestigiaba y la educación pública constituía el soporte de una movilidad social ascendente.
Pero el país se jodió cuando Gustavo Díaz Ordaz escogió para sucederlo a Luis Echeverría: al final de su sexenio, la deuda externa creció casi cinco veces (19 mil 600 millones de dólares) y de 4.69 en 1970, la inflación pasó a 27.2 en 1976.
Después, Echeverría seleccionaría para sucederlo a su amigo de la adolescencia, José López Portillo. La docena trágica marcó el fin del “milagro mexicano”. Un manejo irresponsable de las finanzas públicas llevó a Echeverría a despedir a su secretario de Hacienda, Hugo B. Margain y a alardear: “Las finanzas públicas se manejan en Los Pinos”; después, López Portillo anunciaría que el nuevo desafío de México era “cómo distribuir la abundancia”, cuando abandonó el poder, dejó al país sumido en una profunda crisis.
En ese escenario de desastre llegaron Miguel de la Madrid, los tecnócratas y el fundamentalismo económico que llevó a una privatización indiscriminada y tramposa de empresas públicas: Telmex, la joya de la corona. Son los años, que no terminan aún, del dictum de que la mejor política industrial es no tener política industrial; los años de una apertura irracional a mercancías extranjeras que han herido de muerte a ramas completas de nuestra industria (calzado, textiles, juguetes, artesanías…)
Pero hay otros momentos de quiebre. En el periodo 2000-2006, El bato con botas dilapidó el enorme capital político que le había reportado el bono democrático; dejó escapar el momentum del cambio que se vivía en el país. En vez de impulsar una renovación de la vida pública, gobernar con austeridad y eficacia, la pareja presidencial se dedicó a exhibir su precariedad ética y cultural por todo el mundo, y a tolerar abusos de propios y extraños.
Han sido muchos los intentos de joder al país, pero a pesar de todo, México sigue en pie, vivito y coleando. La irresponsabilidad de la clase gobernante y la indolencia de la sociedad no han terminado con el país, mayor, en mucho, a sus dificultades.
Presidente del Grupo Consulto Interdisciplinario
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