Francisco Valdés U. / El Universal
Hay actos que no se valen en un sistema democrático, pero que en las “nuevas” democracias se repiten cotidianamente.
Una máxima que guía a la teoría política para distinguir entre democracia y autoritarismo es que mientras en este último se tiene incertidumbre en las reglas y certidumbre en los resultados, en aquélla ocurre lo contrario: hay certidumbre en las reglas e incertidumbre en los resultados. La razón de esta diferencia es que en el autoritarismo priva la racionalidad del dictador, mientras que en la democracia dominan las preferencias de los ciudadanos. Si éstas cambian, muta el resultado, pero las reglas hacen posible ese cambio y dan certeza al ciudadano.
Un indicador de la inestabilidad de la certidumbre sobre las reglas es la compostura continua de las que rigen el acceso y el ejercicio del poder político. En nuestro caso, alarma la tendencia a ajustar las reglas cada vez que se acercan las grandes competencias políticas: las olimpiadas presidenciales. Cada vez que se habla de reformas políticas se trata de reformas electorales, como si no hubiera nada mejor que hacer.
Desde 1996, cuando se consiguieron reglas de equidad y transparencia se ha recurrido constantemente a hacer ajustes que ponen en cuestión ante la ciudadanía la integridad de las instituciones electorales. Es notable cómo, por ejemplo, los partidos políticos se han tratado de imponer una y otra vez al Instituto Federal Electoral para dirigir a control remoto su funcionamiento. En las designaciones de los integrantes del Consejo General del IFE se han manipulado las reglas de designación o se han representado batallas campales con tal de imponer cuotas “representativas” de los partidos, como si el bien a tutelar por el IFE fueran los partidos y no los votos de los ciudadanos.
También hemos contemplado la discusión sobre la “disfuncionalidad” del sistema político que, se ha dicho, en la medida en que refleja el pluralismo “impide” la formación de mayorías. Dos posturas enfrentadas se han presentado al respecto. La que inició ante el Congreso un grupo de diputados del Estado de México apoyados por el gobernador Peña Nieto y la que presentó el presidente Felipe Calderón. Mientras que la primera busca regresar a un esquema de sobrerrepresentación que “garantice” mayoría para gobernar, la segunda intenta abrir varios canales, históricamente atascados, para mejorar la representatividad de los órganos de gobierno de elección popular.
La falacia es evidente: si el sistema impide la gobernabilidad democrática esto se debería a su “exceso pluralista”: es imposible poner de acuerdo a tantos actores. Pero la pobreza de la respuesta es evidenciada por sistemas políticos en los que el pluralismo existe y, además, hay mecanismos formales e informales que inducen el acuerdo. Una mirada elemental a los sistemas políticos europeos, a Estados Unidos y algunos casos latinoamericanos como Brasil derrumban de inmediato esa falacia.
Es obvio que un sistema debe evolucionar para mejorar su representatividad y su eficacia. Lo que no se vale es que en aras de esta última reduzca su pluralidad.
Otros ejemplos de lo que no se vale se pueden encontrar en otras latitudes (y en estado larvario en la nuestra). El líder que reclama para sí la representación de la nación, a la antigüita y reeditando los vicios del caciquismo y el caudillismo que empiedran el camino al autoritarismo. Venezuela es el compendio del caso en forma de libro de texto. El cesarismo autoritario que busca el monopolio de la representación para imponer su dominio. A fin de cuentas, la desembocadura de una democracia degradada tiende a terminar en el lado opuesto de la democracia: certidumbre en los resultados e incertidumbre en las reglas. O sea, autoritarismo.
Otro ejemplo más de lo que no se vale es la proliferación sin control de poderes extralegales que se imponen al Estado democrático. Aprovechando la precariedad de las nuevas democracias y buscando injertarse abortivamente en su proceso de maduración, poderes económicos y criminales, formas corporativas y patrimonialistas toman ventaja de las rendijas que se abren ahí donde el edificio del poder político aún preserva nichos que defienden intereses ilegítimos contra los principios de legalidad y equidad que deben corresponder a un sistema democrático. Monopolios que atentan contra el interés público, sindicatos que se apropian de parcelas del gobierno, grupos cleptocráticos que siguen medrando de las oportunidades para la corrupción.
Estos ejemplos de lo que no se vale corren a contrapelo del prestigio de la democracia, de su desarrollo como sistema representativo de los ciudadanos y de las posibilidades de que en él confíe la gente común para hacer valer sus derechos y preferencias por encima de poderes espurios.
La democracia no es un juguete. Es un sistema para convivir en paz y razonablemente. No asumirlo conduce a sacrificarlo.
Director de la FLACSO-México
Hay actos que no se valen en un sistema democrático, pero que en las “nuevas” democracias se repiten cotidianamente.
Una máxima que guía a la teoría política para distinguir entre democracia y autoritarismo es que mientras en este último se tiene incertidumbre en las reglas y certidumbre en los resultados, en aquélla ocurre lo contrario: hay certidumbre en las reglas e incertidumbre en los resultados. La razón de esta diferencia es que en el autoritarismo priva la racionalidad del dictador, mientras que en la democracia dominan las preferencias de los ciudadanos. Si éstas cambian, muta el resultado, pero las reglas hacen posible ese cambio y dan certeza al ciudadano.
Un indicador de la inestabilidad de la certidumbre sobre las reglas es la compostura continua de las que rigen el acceso y el ejercicio del poder político. En nuestro caso, alarma la tendencia a ajustar las reglas cada vez que se acercan las grandes competencias políticas: las olimpiadas presidenciales. Cada vez que se habla de reformas políticas se trata de reformas electorales, como si no hubiera nada mejor que hacer.
Desde 1996, cuando se consiguieron reglas de equidad y transparencia se ha recurrido constantemente a hacer ajustes que ponen en cuestión ante la ciudadanía la integridad de las instituciones electorales. Es notable cómo, por ejemplo, los partidos políticos se han tratado de imponer una y otra vez al Instituto Federal Electoral para dirigir a control remoto su funcionamiento. En las designaciones de los integrantes del Consejo General del IFE se han manipulado las reglas de designación o se han representado batallas campales con tal de imponer cuotas “representativas” de los partidos, como si el bien a tutelar por el IFE fueran los partidos y no los votos de los ciudadanos.
También hemos contemplado la discusión sobre la “disfuncionalidad” del sistema político que, se ha dicho, en la medida en que refleja el pluralismo “impide” la formación de mayorías. Dos posturas enfrentadas se han presentado al respecto. La que inició ante el Congreso un grupo de diputados del Estado de México apoyados por el gobernador Peña Nieto y la que presentó el presidente Felipe Calderón. Mientras que la primera busca regresar a un esquema de sobrerrepresentación que “garantice” mayoría para gobernar, la segunda intenta abrir varios canales, históricamente atascados, para mejorar la representatividad de los órganos de gobierno de elección popular.
La falacia es evidente: si el sistema impide la gobernabilidad democrática esto se debería a su “exceso pluralista”: es imposible poner de acuerdo a tantos actores. Pero la pobreza de la respuesta es evidenciada por sistemas políticos en los que el pluralismo existe y, además, hay mecanismos formales e informales que inducen el acuerdo. Una mirada elemental a los sistemas políticos europeos, a Estados Unidos y algunos casos latinoamericanos como Brasil derrumban de inmediato esa falacia.
Es obvio que un sistema debe evolucionar para mejorar su representatividad y su eficacia. Lo que no se vale es que en aras de esta última reduzca su pluralidad.
Otros ejemplos de lo que no se vale se pueden encontrar en otras latitudes (y en estado larvario en la nuestra). El líder que reclama para sí la representación de la nación, a la antigüita y reeditando los vicios del caciquismo y el caudillismo que empiedran el camino al autoritarismo. Venezuela es el compendio del caso en forma de libro de texto. El cesarismo autoritario que busca el monopolio de la representación para imponer su dominio. A fin de cuentas, la desembocadura de una democracia degradada tiende a terminar en el lado opuesto de la democracia: certidumbre en los resultados e incertidumbre en las reglas. O sea, autoritarismo.
Otro ejemplo más de lo que no se vale es la proliferación sin control de poderes extralegales que se imponen al Estado democrático. Aprovechando la precariedad de las nuevas democracias y buscando injertarse abortivamente en su proceso de maduración, poderes económicos y criminales, formas corporativas y patrimonialistas toman ventaja de las rendijas que se abren ahí donde el edificio del poder político aún preserva nichos que defienden intereses ilegítimos contra los principios de legalidad y equidad que deben corresponder a un sistema democrático. Monopolios que atentan contra el interés público, sindicatos que se apropian de parcelas del gobierno, grupos cleptocráticos que siguen medrando de las oportunidades para la corrupción.
Estos ejemplos de lo que no se vale corren a contrapelo del prestigio de la democracia, de su desarrollo como sistema representativo de los ciudadanos y de las posibilidades de que en él confíe la gente común para hacer valer sus derechos y preferencias por encima de poderes espurios.
La democracia no es un juguete. Es un sistema para convivir en paz y razonablemente. No asumirlo conduce a sacrificarlo.
Director de la FLACSO-México
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