El debate es eatabilizar para crecer o crecer para estabilizar
JOAQUÍN ESTEFANÍA / EL PAÍS
Slavoj Zizek, una de las referencias intelectuales europeas de hoy, ha diferenciado entre las tres décadas anteriores, cuando los recortes económicos se limitaban a breves periodos y se aplicaban prometiendo que las cosas pronto volverían a la normalidad, y esta nueva época en que la crisis, o más bien cierto estado de emergencia que precisa de toda clase de medidas de austeridad, es permanente y se convierte "en pura y simplemente una forma de vida". Lo que ocurre en Europa así lo acredita: una oleada acompasada de ajustes que contrasta con lo de EE UU o los países emergentes que más crecen. La desavenencia se reproducirá en el G-20 de Seúl: estabilizar para crecer, o crecer para estabilizar, este es el debate.
Además de esta polémica se extiende otra más cotidiana: si la austeridad que se exige está bien distribuida por clases sociales y si es protagonizada por aquellos que más tienen y quienes están en el origen de la crisis. La respuesta de la calle es nítida: hay una sensación de amargura por la injusticia del reparto de las cargas. Y la de los sondeos: los ciudadanos se quejan de la calidad de las políticas (innumerables recursos para facilitar la normalidad financiera y sacrificios en la economía real) y, sobre todo, de la distribución de los esfuerzos. Ello se manifiesta en la desafección ciudadana frente a la democracia. Ante la presentación del ajuste en Gran Bretaña, su Instituto de Estudios Fiscales dictaminó: la mitad más pobre del país aporta más que la mitad más rica en el conjunto de medidas, ergo se trata de un paquete "regresivo". No hay austeridad compartida.
No todos los planes de ajuste tienen la misma intensidad ni idéntico recorrido. Ahora mismo hay tres modelos de rigor. El más brutal es el de Gran Bretaña, que contiene el despido de medio millón de personas en el sector público (el equivalente a tres millones en EE UU, según Krugman). Según muchos observadores, la coalición de los conservadores con los liberal-demócratas aprovecha la necesidad de reducir el déficit para imponer un adelgazamiento del Estado de bienestar que ni siquiera pudo hacer Thatcher a partir de 1979. Con dos características añadidas: la reducción del déficit público del 11% del PIB al 3% se quiere hacer en cinco años, y no en tres como en España; y se establece un impuesto permanente a la banca, que ha necesitado más muletas para sobrevivir en Reino Unido (una parte de ella permanece nacionalizada) que en otras partes de Europa.
Tanto en Gran Bretaña como en Francia hay una voluntad de los conservadores de domeñar la influencia de los sindicatos, con los que no se ha consultado. Se trata de sindicatos de escasa afiliación pero con un alto grado de representatividad... En Francia la principal diferencia es la resistencia en la calle (siguiendo los pasos, por ejemplo, de las movilizaciones que torcieron la reforma de la Seguridad Social que quiso imponer Juppé en 1995 o el contrato de primer empleo de De Villepin en 2006) y la presencia de los estudiantes en la protesta, con un eslogan que más parece un principio filosófico que una demanda concreta: no queremos vivir peor que nuestros padres.
En España, el Gobierno ha implantado una reforma laboral centrada en el abaratamiento del despido (y no en la calidad del empleo y en la lucha contra la dualidad del mercado de trabajo) después de dos años de negociaciones frustradas con los sindicatos y la patronal, y en una reforma de las pensiones, que trata de consensuarse en el Pacto de Toledo. Consciente de que después de la "huelga general de baja intensidad" el poder de los sindicatos se ha debilitado, Zapatero ha nombrado a un ministro de Trabajo cercano a la sensibilidad de las centrales, y anuncia una "agenda social" para los afectados por el recorte, que recomponga la correlación de fuerzas.
Las preguntas son, al menos, dos: ¿hay diferencia entre votar a uno u otro partido?, y ¿no tiene opinión Rajoy de los recortes protagonizados por sus correligionarios en Gran Bretaña y Francia?
Además de esta polémica se extiende otra más cotidiana: si la austeridad que se exige está bien distribuida por clases sociales y si es protagonizada por aquellos que más tienen y quienes están en el origen de la crisis. La respuesta de la calle es nítida: hay una sensación de amargura por la injusticia del reparto de las cargas. Y la de los sondeos: los ciudadanos se quejan de la calidad de las políticas (innumerables recursos para facilitar la normalidad financiera y sacrificios en la economía real) y, sobre todo, de la distribución de los esfuerzos. Ello se manifiesta en la desafección ciudadana frente a la democracia. Ante la presentación del ajuste en Gran Bretaña, su Instituto de Estudios Fiscales dictaminó: la mitad más pobre del país aporta más que la mitad más rica en el conjunto de medidas, ergo se trata de un paquete "regresivo". No hay austeridad compartida.
No todos los planes de ajuste tienen la misma intensidad ni idéntico recorrido. Ahora mismo hay tres modelos de rigor. El más brutal es el de Gran Bretaña, que contiene el despido de medio millón de personas en el sector público (el equivalente a tres millones en EE UU, según Krugman). Según muchos observadores, la coalición de los conservadores con los liberal-demócratas aprovecha la necesidad de reducir el déficit para imponer un adelgazamiento del Estado de bienestar que ni siquiera pudo hacer Thatcher a partir de 1979. Con dos características añadidas: la reducción del déficit público del 11% del PIB al 3% se quiere hacer en cinco años, y no en tres como en España; y se establece un impuesto permanente a la banca, que ha necesitado más muletas para sobrevivir en Reino Unido (una parte de ella permanece nacionalizada) que en otras partes de Europa.
Tanto en Gran Bretaña como en Francia hay una voluntad de los conservadores de domeñar la influencia de los sindicatos, con los que no se ha consultado. Se trata de sindicatos de escasa afiliación pero con un alto grado de representatividad... En Francia la principal diferencia es la resistencia en la calle (siguiendo los pasos, por ejemplo, de las movilizaciones que torcieron la reforma de la Seguridad Social que quiso imponer Juppé en 1995 o el contrato de primer empleo de De Villepin en 2006) y la presencia de los estudiantes en la protesta, con un eslogan que más parece un principio filosófico que una demanda concreta: no queremos vivir peor que nuestros padres.
En España, el Gobierno ha implantado una reforma laboral centrada en el abaratamiento del despido (y no en la calidad del empleo y en la lucha contra la dualidad del mercado de trabajo) después de dos años de negociaciones frustradas con los sindicatos y la patronal, y en una reforma de las pensiones, que trata de consensuarse en el Pacto de Toledo. Consciente de que después de la "huelga general de baja intensidad" el poder de los sindicatos se ha debilitado, Zapatero ha nombrado a un ministro de Trabajo cercano a la sensibilidad de las centrales, y anuncia una "agenda social" para los afectados por el recorte, que recomponga la correlación de fuerzas.
Las preguntas son, al menos, dos: ¿hay diferencia entre votar a uno u otro partido?, y ¿no tiene opinión Rajoy de los recortes protagonizados por sus correligionarios en Gran Bretaña y Francia?
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