RAYMOND TORRES / EL PAÍS
No dejan de sorprender las protestas sociales que se han producido últimamente en Francia con motivo de la reforma de las pensiones. En ningún otro país desarrollado, salvo Grecia, el descontento se ha expresado en la calle de forma tan masiva. Los manifestantes se oponen al retraso de la edad de jubilación hasta los 62 años (67 para los que no han cotizado lo suficiente). En otros países, este tipo de reformas -a menudo más ambiciosas- fueron consensuadas o se realizaron sin oposición significativa.
En realidad el descontento traduce el pesimismo de muchos franceses con respecto a su futuro. El modelo social, basado en la doble promesa de prosperidad económica e igualdad de oportunidades bajo el ala protectora del Estado, está en crisis. Un 35% de las personas en edad de trabajar no tienen empleo -sobre todo jóvenes y mayores de 50 años-, muy por encima de Alemania y la media de los países desarrollados. Como consecuencia, el gasto social es uno de los más altos del mundo: representa un 28% del PIB, tres puntos por encima de Alemania, y casi 10 por encima de la media de los países desarrollados. Pese a ello, los índices de pobreza han aumentado para algunas categorías como los jóvenes sin empleo. Más grave aún, la igualdad de oportunidades se está convirtiendo en un mito. En los suburbios de las grandes ciudades, el sistema escolar se ha deteriorado. Francia figura lejos del pelotón de cabeza en los test internacionales de nivel educativo de los quinceañeros. Más de 120.000 jóvenes salen cada año del sistema escolar sin titulación ni cualificación adaptada a las exigencias del mundo laboral. Las posibilidades de movilidad social entre las clases populares se han visto gravemente afectadas por estas tendencias, mientras que las clases medias temen por su empleo y el futuro de sus hijos.
Probablemente no haya otra sociedad más sensible a las "injusticias sociales" que la francesa. Por ello no deja de preocupar que la percepción de injusticia se haya agudizado con la crisis financiera de 2008. Las remuneraciones de los directivos de los bancos chocan con la responsabilidad del sector en la crisis. Y la introducción por el Gobierno del presidente Sarkozy de un tope al impuesto sobre la renta se ha percibido como una decisión injusta. Fue ese el contexto en el que surgió la reforma de las pensiones.
La crisis del modelo francés se debe sobre todo a lo difícil que resulta reformarlo. Se espera demasiado del Estado, y este a su vez tiende a tomar decisiones de forma centralizada, lo cual explica la repetición de manifestaciones contra los gobiernos sucesivos. Algo que no tiene sentido en países más descentralizados o con diálogo social fluido.
Es urgente mejorar la capacidad del modelo para reformarse. La globalización exige una adaptación constante a un entorno más competitivo. La sociedad francesa es más heterogénea: inmigración, crecimiento exponencial de familias monoparentales, etcétera. Y por supuesto el envejecimiento también exige modificaciones del modelo.
Hasta ahora, la economía francesa no se ha visto afectada por esta situación. Antes de la crisis, el crecimiento de la economía gala se acercaba a la media europea, y superaba al de la economía alemana. Francia cuenta con algunos sectores muy competitivos y es el segundo país que recibe más inversión directa internacional. Pero evidentemente las perspectivas económicas pueden cambiar. En principio, el modelo francés de prosperidad y equidad mantiene su plena vigencia. La clave para salvarlo está en mejorar su capacidad de reformarse mediante una mayor descentralización, así como la implicación y responsabilización de los actores sociales.
Raymond Torres es director del Instituto Internacional de Estudios Laborales de la OIT.
No dejan de sorprender las protestas sociales que se han producido últimamente en Francia con motivo de la reforma de las pensiones. En ningún otro país desarrollado, salvo Grecia, el descontento se ha expresado en la calle de forma tan masiva. Los manifestantes se oponen al retraso de la edad de jubilación hasta los 62 años (67 para los que no han cotizado lo suficiente). En otros países, este tipo de reformas -a menudo más ambiciosas- fueron consensuadas o se realizaron sin oposición significativa.
En realidad el descontento traduce el pesimismo de muchos franceses con respecto a su futuro. El modelo social, basado en la doble promesa de prosperidad económica e igualdad de oportunidades bajo el ala protectora del Estado, está en crisis. Un 35% de las personas en edad de trabajar no tienen empleo -sobre todo jóvenes y mayores de 50 años-, muy por encima de Alemania y la media de los países desarrollados. Como consecuencia, el gasto social es uno de los más altos del mundo: representa un 28% del PIB, tres puntos por encima de Alemania, y casi 10 por encima de la media de los países desarrollados. Pese a ello, los índices de pobreza han aumentado para algunas categorías como los jóvenes sin empleo. Más grave aún, la igualdad de oportunidades se está convirtiendo en un mito. En los suburbios de las grandes ciudades, el sistema escolar se ha deteriorado. Francia figura lejos del pelotón de cabeza en los test internacionales de nivel educativo de los quinceañeros. Más de 120.000 jóvenes salen cada año del sistema escolar sin titulación ni cualificación adaptada a las exigencias del mundo laboral. Las posibilidades de movilidad social entre las clases populares se han visto gravemente afectadas por estas tendencias, mientras que las clases medias temen por su empleo y el futuro de sus hijos.
Probablemente no haya otra sociedad más sensible a las "injusticias sociales" que la francesa. Por ello no deja de preocupar que la percepción de injusticia se haya agudizado con la crisis financiera de 2008. Las remuneraciones de los directivos de los bancos chocan con la responsabilidad del sector en la crisis. Y la introducción por el Gobierno del presidente Sarkozy de un tope al impuesto sobre la renta se ha percibido como una decisión injusta. Fue ese el contexto en el que surgió la reforma de las pensiones.
La crisis del modelo francés se debe sobre todo a lo difícil que resulta reformarlo. Se espera demasiado del Estado, y este a su vez tiende a tomar decisiones de forma centralizada, lo cual explica la repetición de manifestaciones contra los gobiernos sucesivos. Algo que no tiene sentido en países más descentralizados o con diálogo social fluido.
Es urgente mejorar la capacidad del modelo para reformarse. La globalización exige una adaptación constante a un entorno más competitivo. La sociedad francesa es más heterogénea: inmigración, crecimiento exponencial de familias monoparentales, etcétera. Y por supuesto el envejecimiento también exige modificaciones del modelo.
Hasta ahora, la economía francesa no se ha visto afectada por esta situación. Antes de la crisis, el crecimiento de la economía gala se acercaba a la media europea, y superaba al de la economía alemana. Francia cuenta con algunos sectores muy competitivos y es el segundo país que recibe más inversión directa internacional. Pero evidentemente las perspectivas económicas pueden cambiar. En principio, el modelo francés de prosperidad y equidad mantiene su plena vigencia. La clave para salvarlo está en mejorar su capacidad de reformarse mediante una mayor descentralización, así como la implicación y responsabilización de los actores sociales.
Raymond Torres es director del Instituto Internacional de Estudios Laborales de la OIT.
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