Antonio Navalón / El Universal
“México es un gran país”, dijo el secretario de Educación, Alonso Lujambio, cuando presentó el programa de actividades por los festejos del 15 de septiembre, con un mensaje que no era fácil de creer porque podría ser perfectamente una moralina sin sentido, una huida, ganas de ocultar la realidad apoyado en lo que alguna vez fuimos y en lo que podríamos ser, pero no en lo que somos hoy.
Yo me lo creí. Me creo que México es un gran país. Es más, estoy tan convencido de ello que, pese a que no me tocó ser mexicano de nacimiento, yo elegí estar aquí y renací como mexicano.
Esa declaración de Lujambio hay que situarla directamente en el corazón del país, a pesar del momento que vive, porque, efectivamente, pese a la ineptitud de la dirigencia política, a la inequidad social, a que hay más mexicanos en pobreza extrema, a la lamentable imposibilidad de los medios de comunicación para cumplir con informar, pese al río de sangre y la cadena de desgracias que han logrado minar el sentimiento nacionalista, pese a la poca esperanza de nuestros jóvenes, y a nuestra incapacidad de pensar en grande sobre el futuro de México, seguimos siendo un gran país, una gran nación, un gran pueblo.
No basta con creérselo, es cierto, pero por algo hay que empezar. Por eso, estoy de acuerdo con que, con todo y todo, la fuerza creativa —que en este país abunda— en manos de una docena de artistas y con la ayuda del espíritu del pueblo mexicano en la carne y sangre de más de 7 mil voluntarios, sea la que tenga la tarea de conmemorar un momento único e irrepetible: los 200 años de independencia. Y también de recordar gestas heroicas como sacudirnos la invasión francesa y la saga libertaria que hizo de Benito Juárez el Benemérito de las Américas, o el sacrificio de la revolución maderista en la Decena Trágica y que después de millones de muertos nos trajo un país nuevo con una revolución hecha instituciones.
Y es que, como pasa en las familias, siempre hay algo que reclamarle a alguien, pero incluido lo que no nos gusta la familia de uno es lo que tenemos, lo que somos. No conmemorar un cumpleaños significa negar aquello a lo que uno pertenece y lo que uno es. Cómo celebrarlo, o qué hay que conmemorar o recordar, es otra historia. Pero tenemos una identidad hecha de una cultura milenaria. Y sobre ella hay que reconstruir el tejido social.
Yo creo en México y en todos aquellos que por creer en este país están dispuestos a ser mexicanos, por un largo rato y por encima de sus intereses personales. Como un ideal que deseo rumbo a la tercera centuria me creo que somos un gran país convencido desde el corazón —como sonó en el secretario— y que por eso podremos volver a tener un pasado brillante, un futuro seguramente prometedor, y un presente con el que podamos convivir, reconociendo los errores, cambiando lo que tengamos que cambiar y echando fuera a los que se tenga que echar.
“México es un gran país”, dijo el secretario de Educación, Alonso Lujambio, cuando presentó el programa de actividades por los festejos del 15 de septiembre, con un mensaje que no era fácil de creer porque podría ser perfectamente una moralina sin sentido, una huida, ganas de ocultar la realidad apoyado en lo que alguna vez fuimos y en lo que podríamos ser, pero no en lo que somos hoy.
Yo me lo creí. Me creo que México es un gran país. Es más, estoy tan convencido de ello que, pese a que no me tocó ser mexicano de nacimiento, yo elegí estar aquí y renací como mexicano.
Esa declaración de Lujambio hay que situarla directamente en el corazón del país, a pesar del momento que vive, porque, efectivamente, pese a la ineptitud de la dirigencia política, a la inequidad social, a que hay más mexicanos en pobreza extrema, a la lamentable imposibilidad de los medios de comunicación para cumplir con informar, pese al río de sangre y la cadena de desgracias que han logrado minar el sentimiento nacionalista, pese a la poca esperanza de nuestros jóvenes, y a nuestra incapacidad de pensar en grande sobre el futuro de México, seguimos siendo un gran país, una gran nación, un gran pueblo.
No basta con creérselo, es cierto, pero por algo hay que empezar. Por eso, estoy de acuerdo con que, con todo y todo, la fuerza creativa —que en este país abunda— en manos de una docena de artistas y con la ayuda del espíritu del pueblo mexicano en la carne y sangre de más de 7 mil voluntarios, sea la que tenga la tarea de conmemorar un momento único e irrepetible: los 200 años de independencia. Y también de recordar gestas heroicas como sacudirnos la invasión francesa y la saga libertaria que hizo de Benito Juárez el Benemérito de las Américas, o el sacrificio de la revolución maderista en la Decena Trágica y que después de millones de muertos nos trajo un país nuevo con una revolución hecha instituciones.
Y es que, como pasa en las familias, siempre hay algo que reclamarle a alguien, pero incluido lo que no nos gusta la familia de uno es lo que tenemos, lo que somos. No conmemorar un cumpleaños significa negar aquello a lo que uno pertenece y lo que uno es. Cómo celebrarlo, o qué hay que conmemorar o recordar, es otra historia. Pero tenemos una identidad hecha de una cultura milenaria. Y sobre ella hay que reconstruir el tejido social.
Yo creo en México y en todos aquellos que por creer en este país están dispuestos a ser mexicanos, por un largo rato y por encima de sus intereses personales. Como un ideal que deseo rumbo a la tercera centuria me creo que somos un gran país convencido desde el corazón —como sonó en el secretario— y que por eso podremos volver a tener un pasado brillante, un futuro seguramente prometedor, y un presente con el que podamos convivir, reconociendo los errores, cambiando lo que tengamos que cambiar y echando fuera a los que se tenga que echar.
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