Pedro Miguel / La Jornada
Calderón deberá superarse a sí mismo en mendacidad para presentar mañana un informe rosáceo o de pretensiones heroicas: tiene que negar que en su administración se ha fortalecido el narco, se ha debilitado la presencia del Estado en el territorio, han aumentado los secuestros de todas las clases (desapariciones políticas, secuestro exprés, privaciones ilegales de la libertad perpetradas por las mismas autoridades, plagios con propósitos de rescate...), se han incumplido postulados fundamentales de la Constitución, los casos de impunidad se han multiplicado como bacilos de yoghurt, los fraudes se han disparado y los derechos a la vida, al trabajo, a la libertad, a la salud y a la educación, entre otros, han sido convertidos en meros valores aspiracionales para el grueso de la población. Al alto clero católico poco le falta para que le entreguen las secretarías de Educación y de Salud, las televisoras privadas tienen bancadas propias en el Legislativo, la economía es un desastre y de la soberanía mejor ni hablemos. La sociedad está harta del desgobierno y el jefe de éste se declara cansado de escuchar reclamos sociales.
El fenómeno de fondo es que la vertiente política del proyecto neoliberal ha avanzado mucho en su objetivo: acabar con el Estado. En ausencia de éste, las delincuencias (la callejera, la de las drogas, la empresarial, la electoral, la financiera, la patronal) se apoderan de instituciones, de regiones territoriales y de sectores económicos, cada quien se rasca con sus uñas y se sobrevive a la ley de la selva como se puede, si es que se puede. En este escenario de devastación es lógico que las leyes no se cumplan y que los únicos que podrían congratularse de las acciones reales del calderonato sean los protagonistas de las muchas caras de la ilegalidad: el gobernante en turno les ha hecho la vida.
En esta circunstancia, la recuperación del país por las vías institucionales, legales y electorales, puede parecer imposible: los poderes fácticos controlan las instancias electorales (desde las dirigencias partidistas hasta el tribunal correspondiente, pasando por el IFE), el conjunto de los medios informativos, las fábricas de sufragios (Sedeso, Oportunidades y equivalentes estatales y municipales) y, por si fuera poco y algo fallara, tienen también a su servicio a las corporaciones de la fuerza pública.
Abrirse paso hacia el poder público para sanear la administración, romper los círculos de retroalimentación de las delincuencias y empezar a dirigir la cosa pública en dirección de lo habitable implica tareas arduas y que serían inimaginables en un entorno de normalidad democrática: es preciso, en primer lugar, crear conciencia sobre los derechos personales y sociales, y sobre el empoderamiento que genera la organización ciudadana, así como impulsar el surgimiento de liderazgos sociales. Luego se debe organizar a los electores al margen de los partidos, a fin de estar en posición de negociar con las castas burocráticas que los controlan: que se queden ellas con registros y dineros (les encantan), y que cedan a cambio el paso a candidaturas orientadas a la transformación nacional. En tercer lugar debe desarrollarse un trabajo de capacitación legal y electoral, y promover la participación de la gente en procesos desacreditados y poco confiables; asimismo, se requiere una labor de información y propaganda política a contracorriente de los medios oficialistas (es decir, casi todos) y del formidable aparato publicitario de la mafia político-empresarial. En seguida, verificar la fidelidad del padrón electoral y, el día de las elecciones, vigilar la instalación de las urnas, cubrirlas con representantes, supervisar su funcionamiento, permanecer a su lado durante toda la jornada, acompañarlas al comité distrital respectivo, desvelarse en el recuento, montar centros de cómputo independientes que permitan verificar la veracidad o falsedad de las cifras oficiales, y, en su caso, prepararse para movilizaciones contundentes y eficaces en caso de que tenga lugar un fraude como los de 1988 y 2006. Si se triunfa, aún habrá que hacer frente a los previsibles e inmediatos intentos desestabilizadores de la oligarquía. Qué envidian dan los suecos, para quienes la vida republicana es fácil: ir a votar y sentarse a una espera que culminará en festejo o depresión.
Es muy difícil, pero no imposible, y no se trata de si vale la pena o no. Es, simplemente, lo que se puede hacer para impedir que el país culmine su caída en la barbarie.
Calderón deberá superarse a sí mismo en mendacidad para presentar mañana un informe rosáceo o de pretensiones heroicas: tiene que negar que en su administración se ha fortalecido el narco, se ha debilitado la presencia del Estado en el territorio, han aumentado los secuestros de todas las clases (desapariciones políticas, secuestro exprés, privaciones ilegales de la libertad perpetradas por las mismas autoridades, plagios con propósitos de rescate...), se han incumplido postulados fundamentales de la Constitución, los casos de impunidad se han multiplicado como bacilos de yoghurt, los fraudes se han disparado y los derechos a la vida, al trabajo, a la libertad, a la salud y a la educación, entre otros, han sido convertidos en meros valores aspiracionales para el grueso de la población. Al alto clero católico poco le falta para que le entreguen las secretarías de Educación y de Salud, las televisoras privadas tienen bancadas propias en el Legislativo, la economía es un desastre y de la soberanía mejor ni hablemos. La sociedad está harta del desgobierno y el jefe de éste se declara cansado de escuchar reclamos sociales.
El fenómeno de fondo es que la vertiente política del proyecto neoliberal ha avanzado mucho en su objetivo: acabar con el Estado. En ausencia de éste, las delincuencias (la callejera, la de las drogas, la empresarial, la electoral, la financiera, la patronal) se apoderan de instituciones, de regiones territoriales y de sectores económicos, cada quien se rasca con sus uñas y se sobrevive a la ley de la selva como se puede, si es que se puede. En este escenario de devastación es lógico que las leyes no se cumplan y que los únicos que podrían congratularse de las acciones reales del calderonato sean los protagonistas de las muchas caras de la ilegalidad: el gobernante en turno les ha hecho la vida.
En esta circunstancia, la recuperación del país por las vías institucionales, legales y electorales, puede parecer imposible: los poderes fácticos controlan las instancias electorales (desde las dirigencias partidistas hasta el tribunal correspondiente, pasando por el IFE), el conjunto de los medios informativos, las fábricas de sufragios (Sedeso, Oportunidades y equivalentes estatales y municipales) y, por si fuera poco y algo fallara, tienen también a su servicio a las corporaciones de la fuerza pública.
Abrirse paso hacia el poder público para sanear la administración, romper los círculos de retroalimentación de las delincuencias y empezar a dirigir la cosa pública en dirección de lo habitable implica tareas arduas y que serían inimaginables en un entorno de normalidad democrática: es preciso, en primer lugar, crear conciencia sobre los derechos personales y sociales, y sobre el empoderamiento que genera la organización ciudadana, así como impulsar el surgimiento de liderazgos sociales. Luego se debe organizar a los electores al margen de los partidos, a fin de estar en posición de negociar con las castas burocráticas que los controlan: que se queden ellas con registros y dineros (les encantan), y que cedan a cambio el paso a candidaturas orientadas a la transformación nacional. En tercer lugar debe desarrollarse un trabajo de capacitación legal y electoral, y promover la participación de la gente en procesos desacreditados y poco confiables; asimismo, se requiere una labor de información y propaganda política a contracorriente de los medios oficialistas (es decir, casi todos) y del formidable aparato publicitario de la mafia político-empresarial. En seguida, verificar la fidelidad del padrón electoral y, el día de las elecciones, vigilar la instalación de las urnas, cubrirlas con representantes, supervisar su funcionamiento, permanecer a su lado durante toda la jornada, acompañarlas al comité distrital respectivo, desvelarse en el recuento, montar centros de cómputo independientes que permitan verificar la veracidad o falsedad de las cifras oficiales, y, en su caso, prepararse para movilizaciones contundentes y eficaces en caso de que tenga lugar un fraude como los de 1988 y 2006. Si se triunfa, aún habrá que hacer frente a los previsibles e inmediatos intentos desestabilizadores de la oligarquía. Qué envidian dan los suecos, para quienes la vida republicana es fácil: ir a votar y sentarse a una espera que culminará en festejo o depresión.
Es muy difícil, pero no imposible, y no se trata de si vale la pena o no. Es, simplemente, lo que se puede hacer para impedir que el país culmine su caída en la barbarie.
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