Francisco Rojas / El Universal
A la maraña de crisis que vive México en 2010 —crimen, miseria, desempleo, estancamiento económico, desaliento generalizado—, se agrega el embate recrudecido contra las instituciones nacionales, que tal vez tenga fines preelectorales, pero está socavando el entramado institucional sobre el que se asienta la frágil gobernabilidad.
Las instituciones de la República tienen su origen en el gobierno liberal de Juárez, primero, y en los gobiernos surgidos de la Revolución, después. ¿Es por esto que diversos grupos están empeñados en derruirlas? ¿Los mueve el odio ciego a todo lo hecho por el priísmo y quieren devastarlas? ¿Se han convencido de la tesis de destruirlo todo para construir sobre los escombros una nueva sociedad? ¿Cuál sociedad? ¿Pretenden regresar el reloj de la historia y revertir la derrota de los conservadores por los liberales del siglo XIX?
El México de nuestros días está lastimado por una mezcla de violencia, pobreza y desesperación, que puede ser explosiva y debe ser desactivada de inmediato. Si el gobierno proclama la unidad nacional —y vaya que la necesita—, debe admitir que el único camino para unir a las fuerzas políticas que, por definición, son diversas, es la identificación conjunta de objetivos sin dobles discursos ni espectáculos mediáticos.
Aunque hayan transcurrido dos tercios del sexenio, es necesario gobernar y dejar a los partidos el trabajo preelectoral. Pero si el poder presidencial sigue usando los programas y recursos públicos para comprar votos y voluntades, no podrá recuperar el mínimo de confianza indispensable para el ejercicio democrático del poder y la construcción de acuerdos políticos de fondo.
El embate contra las instituciones republicanas ha sido constante y, a veces, virulento. Se desprestigia al Congreso, a veces por extensión de las campañas antipartidos, y otras, para inducir a los ciudadanos a que fuercen a sus legisladores a someterse a la voluntad del gobierno, como si la autonomía de los poderes del Estado y los pesos y contrapesos que se dan entre ellos no fueran requisitos esenciales de la democracia.
Se denigra al Ejército y a la Marina, magnificando y generalizando los actos punibles de algunos de sus miembros, olvidando deliberadamente su raigambre popular y que son dos de las instituciones básicas del Estado posrevolucionario, sin reparar en que los soldados y marinos mexicanos son los primeros en auxiliar a las poblaciones que sufren desastres naturales; son los que llevan los libros de texto gratuitos hasta los sitios más apartados; los que resguardan la papelería y los votos emitidos; los que hacen posibles las campañas de vacunación y son, por supuesto, las fieles instituciones que defienden a la nación.
Se arman fuertes campañas de difamación que presentan a los partidos políticos como entes antagónicos a la sociedad y los atacan, no por los desaciertos de algún dirigente, sino por el solo hecho de ser partidos políticos, pese a que son grupos de ciudadanos que comparten opiniones y propuestas sobre los asuntos que a todos interesan, y se organizan para impulsarlos en su calidad constitucional de entidades de interés público.
Los organismos electorales han sido instituciones fundamentales para que los cambios políticos de los últimos 13 años hayan transcurrido en paz. Se les desprestigia a sabiendas de que la credibilidad es su principal activo y que jugaron un papel decisivo para que, después de la elección presidencial más competida de la historia y una de las más cuestionadas, tomara posesión el candidato que tuvo oficialmente mayor número de votos.
Ni la discordia ni el abuso inducirán a las fuerzas políticas y de la sociedad a unirse para enfrentar la delincuencia, pobreza, desigualdad y las desgracias que estos fenómenos conllevan. Será la unidad de los mexicanos, fundada en el respeto, en la claridad de propósitos comunes y en la defensa de las instituciones, lo que habrá de sacar al país de las adversidades en que está atrapado.
Hay que recuperar la sensatez. No se puede esperar unidad cuando se siembra la discordia, ni se puede reducir el interés nacional a la búsqueda de votos para las siguientes elecciones. Los comicios son sólo uno de los medios de la democracia, no su fin. Es un grave error gobernar pensando en las siguientes elecciones, ignorando la realidad lacerante en que está sumido el país. Es la hora de fortalecer, no de minar las instituciones.
A la maraña de crisis que vive México en 2010 —crimen, miseria, desempleo, estancamiento económico, desaliento generalizado—, se agrega el embate recrudecido contra las instituciones nacionales, que tal vez tenga fines preelectorales, pero está socavando el entramado institucional sobre el que se asienta la frágil gobernabilidad.
Las instituciones de la República tienen su origen en el gobierno liberal de Juárez, primero, y en los gobiernos surgidos de la Revolución, después. ¿Es por esto que diversos grupos están empeñados en derruirlas? ¿Los mueve el odio ciego a todo lo hecho por el priísmo y quieren devastarlas? ¿Se han convencido de la tesis de destruirlo todo para construir sobre los escombros una nueva sociedad? ¿Cuál sociedad? ¿Pretenden regresar el reloj de la historia y revertir la derrota de los conservadores por los liberales del siglo XIX?
El México de nuestros días está lastimado por una mezcla de violencia, pobreza y desesperación, que puede ser explosiva y debe ser desactivada de inmediato. Si el gobierno proclama la unidad nacional —y vaya que la necesita—, debe admitir que el único camino para unir a las fuerzas políticas que, por definición, son diversas, es la identificación conjunta de objetivos sin dobles discursos ni espectáculos mediáticos.
Aunque hayan transcurrido dos tercios del sexenio, es necesario gobernar y dejar a los partidos el trabajo preelectoral. Pero si el poder presidencial sigue usando los programas y recursos públicos para comprar votos y voluntades, no podrá recuperar el mínimo de confianza indispensable para el ejercicio democrático del poder y la construcción de acuerdos políticos de fondo.
El embate contra las instituciones republicanas ha sido constante y, a veces, virulento. Se desprestigia al Congreso, a veces por extensión de las campañas antipartidos, y otras, para inducir a los ciudadanos a que fuercen a sus legisladores a someterse a la voluntad del gobierno, como si la autonomía de los poderes del Estado y los pesos y contrapesos que se dan entre ellos no fueran requisitos esenciales de la democracia.
Se denigra al Ejército y a la Marina, magnificando y generalizando los actos punibles de algunos de sus miembros, olvidando deliberadamente su raigambre popular y que son dos de las instituciones básicas del Estado posrevolucionario, sin reparar en que los soldados y marinos mexicanos son los primeros en auxiliar a las poblaciones que sufren desastres naturales; son los que llevan los libros de texto gratuitos hasta los sitios más apartados; los que resguardan la papelería y los votos emitidos; los que hacen posibles las campañas de vacunación y son, por supuesto, las fieles instituciones que defienden a la nación.
Se arman fuertes campañas de difamación que presentan a los partidos políticos como entes antagónicos a la sociedad y los atacan, no por los desaciertos de algún dirigente, sino por el solo hecho de ser partidos políticos, pese a que son grupos de ciudadanos que comparten opiniones y propuestas sobre los asuntos que a todos interesan, y se organizan para impulsarlos en su calidad constitucional de entidades de interés público.
Los organismos electorales han sido instituciones fundamentales para que los cambios políticos de los últimos 13 años hayan transcurrido en paz. Se les desprestigia a sabiendas de que la credibilidad es su principal activo y que jugaron un papel decisivo para que, después de la elección presidencial más competida de la historia y una de las más cuestionadas, tomara posesión el candidato que tuvo oficialmente mayor número de votos.
Ni la discordia ni el abuso inducirán a las fuerzas políticas y de la sociedad a unirse para enfrentar la delincuencia, pobreza, desigualdad y las desgracias que estos fenómenos conllevan. Será la unidad de los mexicanos, fundada en el respeto, en la claridad de propósitos comunes y en la defensa de las instituciones, lo que habrá de sacar al país de las adversidades en que está atrapado.
Hay que recuperar la sensatez. No se puede esperar unidad cuando se siembra la discordia, ni se puede reducir el interés nacional a la búsqueda de votos para las siguientes elecciones. Los comicios son sólo uno de los medios de la democracia, no su fin. Es un grave error gobernar pensando en las siguientes elecciones, ignorando la realidad lacerante en que está sumido el país. Es la hora de fortalecer, no de minar las instituciones.
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