León Bendesky / La Jornada
La definición de las políticas públicas y también de las decisiones individuales están enmarcadas cada vez más en un escenario de descomposición social y de creciente incertidumbre económica. Sólo quien quiera engañarse puede pretender algo distinto.
Hay quien dice que la violencia en México no es un fenómeno nuevo y que ahora sabemos más lo que pasa; otros añaden que la situación no es peor a la que prevalece en otros países de la región. Háganle como quieran. A alguien deberán servirle hacer tales argumentos. Ese es un juego muy perverso.
Los asesinatos, las vejaciones, la inseguridad y el miedo se instalan cada vez más en el modo de vida de quienes habitamos este país. La lucha emprendida por el gobierno sigue rindiendo saldos muy pobres y acrecentando la fragilidad reinante.
Se asegura que esta es la única forma de combatir el terrorismo y el narcotráfico: violencia que acarrea más violencia, hasta que eventualmente se aquiete. Esta es una hipótesis muy débil. ¿Por qué habrá de ser así? ¿Qué razón práctica avala tal postura? Y mientras eso ocurra, si es que así fuera, ¿qué condiciones se están creando que indiquen que eventualmente tendremos una sociedad más sana y decente? El horizonte de tales propuestas es indefinido y turbio. Se vuelve cada vez menos creíble.
Las posturas que argumentan lo contrario y que apuntan a otro modo de tratamiento de este conflicto no adquieren suficiente fuerza. Así ocurre con las recientes propuestas del rector Narro y otras muchas voces que advierten sobre el estado de cosas que existe y las perspectivas que se enfrentan.
Los sucesos que van creando la descomposición parecen darse de manera aislada, pero en verdad van configurando un entorno de decadencia, que es cada vez más generalizado y a la vista de todos. Las posibilidades del desenvolvimiento de este conflicto nacional se abren y se agravan y, así, las perspectivas son muy lúgubres.
Esto ocurre, sobre todo, en una sociedad en la que prevalece y se reproduce una creciente exclusión que va de la mano de una mayor concentración del poder económico y la franca debilidad de la acción política. Los partidos están rebasados.
Los vacíos se llenan y las respuestas emanadas de la sociedad se van cerrando y limitando, abriendo las compuertas a otras fuerzas. Sólo con más sociedad, integrada y cohesionada habrá alguna opción. Pero lo que se está gestando es lo contrario.
Las recientes disposiciones propuestas por el gobierno para controlar los flujos de dinero ilegal han puesto en la mesa de modo claro la dimensión del terrorismo, el narcotráfico y la delincuencia de alto nivel que existe.
Ese mensaje es más significativo que las medidas concretas de restricción de las transacciones. Se sabe en todas partes que las posibilidades efectivas de control del lavado de dinero son muy pocas. Cuando una llave se cierra, otra se abre de inmediato.
Las presiones de la delincuencia sobre los empresarios para lavar dinero y sobre los empleados de las instituciones financieras se pueden arreciar y elevar los grados de inseguridad de las personas. No se puede gobernar por decreto ni vulnerar las integridad de los individuos. El Estado tiene la obligación primordial de protegerlos.
Y en la gestión de la economía se reproduce igualmente esta forma de hacer las cosas. El escenario no es el que se presenta de manera oficial. El rebote registrado por la producción es sólo eso y responde a la abrupta caída de 2009. La generación de empleos es insuficiente y de gran precariedad. La parálisis del crédito y la inoperancia del sistema financiero es patente.
La informalidad es la única salida de la política económica, que está arrinconada con cada vez menos márgenes de maniobra. Pero en ella sí se crean las opciones que ofrece la misma delincuencia que se quiere combatir, vaya paradoja.
El escenario sobre el que se debe actuar es el del lento crecimiento hacia delante, como indican las tendencias de la economía estadunidense a la que estamos ineludiblemente ligados.
Ese es el rasgo práctico con el que hay que replantear la reordenación de la economía mexicana, creando los espacios para una mayor producción asociada con la demanda interna. Entre tanto, la gestión monetaria y fiscal ya no tiene para dónde hacerse. Y pronto saldrá a la superficie la carga sobre el erario que se ha ido creando y que se ha mantenido en cuentas paralelas, pero no por ello menos reales.
Pero la ideología reinante es inamovible y no se conmueve aun ante las evidencias de que las cosas han cambiado de modo radical, y de que esta economía está postrada en lo que concierne a la mayoría de la gente. Los parámetros que se crearon desde la década de 1990 ya no funcionan.
Quienes manejan la economía no son capaces siquiera de replantear la política de un sector como el aeronáutico, otra vez en la lona, sin una política clara que reconozca lo evidente: no hay cabida para dos líneas aéreas, y eso lo han sabido siempre y se sigue con el fiasco creado por el Fobraproa y el IPAB.Y como ese caso, está repleta la realidad de esta economía.
La definición de las políticas públicas y también de las decisiones individuales están enmarcadas cada vez más en un escenario de descomposición social y de creciente incertidumbre económica. Sólo quien quiera engañarse puede pretender algo distinto.
Hay quien dice que la violencia en México no es un fenómeno nuevo y que ahora sabemos más lo que pasa; otros añaden que la situación no es peor a la que prevalece en otros países de la región. Háganle como quieran. A alguien deberán servirle hacer tales argumentos. Ese es un juego muy perverso.
Los asesinatos, las vejaciones, la inseguridad y el miedo se instalan cada vez más en el modo de vida de quienes habitamos este país. La lucha emprendida por el gobierno sigue rindiendo saldos muy pobres y acrecentando la fragilidad reinante.
Se asegura que esta es la única forma de combatir el terrorismo y el narcotráfico: violencia que acarrea más violencia, hasta que eventualmente se aquiete. Esta es una hipótesis muy débil. ¿Por qué habrá de ser así? ¿Qué razón práctica avala tal postura? Y mientras eso ocurra, si es que así fuera, ¿qué condiciones se están creando que indiquen que eventualmente tendremos una sociedad más sana y decente? El horizonte de tales propuestas es indefinido y turbio. Se vuelve cada vez menos creíble.
Las posturas que argumentan lo contrario y que apuntan a otro modo de tratamiento de este conflicto no adquieren suficiente fuerza. Así ocurre con las recientes propuestas del rector Narro y otras muchas voces que advierten sobre el estado de cosas que existe y las perspectivas que se enfrentan.
Los sucesos que van creando la descomposición parecen darse de manera aislada, pero en verdad van configurando un entorno de decadencia, que es cada vez más generalizado y a la vista de todos. Las posibilidades del desenvolvimiento de este conflicto nacional se abren y se agravan y, así, las perspectivas son muy lúgubres.
Esto ocurre, sobre todo, en una sociedad en la que prevalece y se reproduce una creciente exclusión que va de la mano de una mayor concentración del poder económico y la franca debilidad de la acción política. Los partidos están rebasados.
Los vacíos se llenan y las respuestas emanadas de la sociedad se van cerrando y limitando, abriendo las compuertas a otras fuerzas. Sólo con más sociedad, integrada y cohesionada habrá alguna opción. Pero lo que se está gestando es lo contrario.
Las recientes disposiciones propuestas por el gobierno para controlar los flujos de dinero ilegal han puesto en la mesa de modo claro la dimensión del terrorismo, el narcotráfico y la delincuencia de alto nivel que existe.
Ese mensaje es más significativo que las medidas concretas de restricción de las transacciones. Se sabe en todas partes que las posibilidades efectivas de control del lavado de dinero son muy pocas. Cuando una llave se cierra, otra se abre de inmediato.
Las presiones de la delincuencia sobre los empresarios para lavar dinero y sobre los empleados de las instituciones financieras se pueden arreciar y elevar los grados de inseguridad de las personas. No se puede gobernar por decreto ni vulnerar las integridad de los individuos. El Estado tiene la obligación primordial de protegerlos.
Y en la gestión de la economía se reproduce igualmente esta forma de hacer las cosas. El escenario no es el que se presenta de manera oficial. El rebote registrado por la producción es sólo eso y responde a la abrupta caída de 2009. La generación de empleos es insuficiente y de gran precariedad. La parálisis del crédito y la inoperancia del sistema financiero es patente.
La informalidad es la única salida de la política económica, que está arrinconada con cada vez menos márgenes de maniobra. Pero en ella sí se crean las opciones que ofrece la misma delincuencia que se quiere combatir, vaya paradoja.
El escenario sobre el que se debe actuar es el del lento crecimiento hacia delante, como indican las tendencias de la economía estadunidense a la que estamos ineludiblemente ligados.
Ese es el rasgo práctico con el que hay que replantear la reordenación de la economía mexicana, creando los espacios para una mayor producción asociada con la demanda interna. Entre tanto, la gestión monetaria y fiscal ya no tiene para dónde hacerse. Y pronto saldrá a la superficie la carga sobre el erario que se ha ido creando y que se ha mantenido en cuentas paralelas, pero no por ello menos reales.
Pero la ideología reinante es inamovible y no se conmueve aun ante las evidencias de que las cosas han cambiado de modo radical, y de que esta economía está postrada en lo que concierne a la mayoría de la gente. Los parámetros que se crearon desde la década de 1990 ya no funcionan.
Quienes manejan la economía no son capaces siquiera de replantear la política de un sector como el aeronáutico, otra vez en la lona, sin una política clara que reconozca lo evidente: no hay cabida para dos líneas aéreas, y eso lo han sabido siempre y se sigue con el fiasco creado por el Fobraproa y el IPAB.Y como ese caso, está repleta la realidad de esta economía.
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