Mauricio Merino / El Universal
A juzgar por los datos que ha publicado la prensa, el año comenzó con un nuevo récord de asesinatos. Nos hemos habituado a llamarles ejecuciones, como si fusilar gente formara parte de nuestro repertorio de penas legítimas, y como si los ejecutados no merecieran el mismo respeto que cualquier otra víctima de homicidio. Tanto así, que ya se escuchan parabienes cuando en los recuentos del día no se reportan civiles, asumiendo de plano que también entre los muertos hay clases sociales.
Es la misma clasificación que ha utilizado el gobierno para serenarnos el ánimo. Nos explica que la gran mayoría ha muerto por la disputa de negocios y territorios entre las propias bandas del crimen organizado, como si se tratara de una buena noticia, y de modo implícito se desliza la idea de que mientras más muertos haya entre las bandas de criminales, más rápido se acabará la amenaza. Y de paso, se establece una causa genérica que ya no merece mayor investigación ni esfuerzos adicionales para identificar culpables y llevarlos a juicio. Como si todos los casos fueran iguales y como si en esas ejecuciones no fallecieran seres humanos, sino animales.
Poco a poco, la violencia se vuelve parte de nuestra rutina. Pero no sólo la que está matando a miles de mexicanos, sino la que va echando raíces en nuestras relaciones de toda índole. No es cierto que los violentos sean unos cuantos y que el resto de la sociedad esté al margen, pues hay otras formas de atentar contra los derechos, las libertades y la dignidad de los individuos, sin recurrir a las armas ni acabar con las vidas. Las más notables son la corrupción y la discriminación: esos ácidos van corroyendo todas las leyes y abogando por el predominio del más poderoso, del más rico y del más violento.
La corrupción hace posible —y hasta deseable para quien la practica— que la igualdad que nos confieren las leyes se quiebre mediante el dinero y la influencia. Tras la corrupción, sigue la impunidad que mata al Estado por su creciente incapacidad para hacer respetar cualquier regla, desde la que regula el tránsito hasta las que protegen la propiedad y la vida. De modo que entre la corrupción del Estado y la extorsión de los criminales hay un puente de identidad y de apoyo mutuo.
No saldremos de la violencia mientras no se resuelva esa trampa. Pero apenas al comenzar el 2011 comienzan ya a cumplirse los peores augurios sobre el desempeño mediocre y violento de nuestra clase política. A veces me pregunto si están conscientes del daño que le están infligiendo al país cada vez que montan otro conflicto, otra querella mediática, otra prueba de su incapacidad para construir un régimen democrático basado en la pluralidad de visiones y posiciones y no sólo en los trancazos para obtener el turno de mando. Me pregunto si de veras creen que su única función en la vida es ganar las elecciones siguientes, de cualquier modo. Son tan renuentes a comprender que el país se está carcomiendo en todas esas violencias que he llegado a pensar que lo hacen de buena fe. ¿Que Dios los perdone, porque no saben lo que hacen?
En medio de ese escenario, cuesta trabajo imaginar que podemos construir soluciones para los otros problemas de México. ¿Cómo se puede proponer el diseño de una buena política de rendición de cuentas, por ejemplo, mientras se multiplican los homicidios y la violencia en las calles, y mientras vemos cómo se va colando la corrupción entre los pasillos de los gobiernos? ¿Quién se va a poner a trabajar a favor de la calidad de la educación pública, si la sola mención de la maestra Elba Esther produce de inmediato disputas políticas que llenan primeras planas? ¿Cómo defender la calidad de los gobiernos locales, si son ellos los primeros que han sido acusados de albergar a los criminales y de reproducir las peores pruebas de ineficacia y abuso de los dineros públicos? ¿Cómo se construye una agenda para ganar mayor calidad de vida, si todas las violencias se nos echan encima?
Supongo que ha de responderse a todas esas preguntas con una misma respuesta: obstinadamente y a pesar de todo —como hace años Enrique González Pedrero le hizo decir a Max Weber, en la traducción al castellano de El Político y el Científico—, pues a estas alturas la peor de todas las violencias sería la resignación colectiva. Nadie debería estar conforme con lo que estamos viviendo, pues hasta los criminales están siendo víctimas de sí mismos. Y en el camino, quizás hasta nos encontremos con alguien de la clase política.
Profesor investigador del CIDE
A juzgar por los datos que ha publicado la prensa, el año comenzó con un nuevo récord de asesinatos. Nos hemos habituado a llamarles ejecuciones, como si fusilar gente formara parte de nuestro repertorio de penas legítimas, y como si los ejecutados no merecieran el mismo respeto que cualquier otra víctima de homicidio. Tanto así, que ya se escuchan parabienes cuando en los recuentos del día no se reportan civiles, asumiendo de plano que también entre los muertos hay clases sociales.
Es la misma clasificación que ha utilizado el gobierno para serenarnos el ánimo. Nos explica que la gran mayoría ha muerto por la disputa de negocios y territorios entre las propias bandas del crimen organizado, como si se tratara de una buena noticia, y de modo implícito se desliza la idea de que mientras más muertos haya entre las bandas de criminales, más rápido se acabará la amenaza. Y de paso, se establece una causa genérica que ya no merece mayor investigación ni esfuerzos adicionales para identificar culpables y llevarlos a juicio. Como si todos los casos fueran iguales y como si en esas ejecuciones no fallecieran seres humanos, sino animales.
Poco a poco, la violencia se vuelve parte de nuestra rutina. Pero no sólo la que está matando a miles de mexicanos, sino la que va echando raíces en nuestras relaciones de toda índole. No es cierto que los violentos sean unos cuantos y que el resto de la sociedad esté al margen, pues hay otras formas de atentar contra los derechos, las libertades y la dignidad de los individuos, sin recurrir a las armas ni acabar con las vidas. Las más notables son la corrupción y la discriminación: esos ácidos van corroyendo todas las leyes y abogando por el predominio del más poderoso, del más rico y del más violento.
La corrupción hace posible —y hasta deseable para quien la practica— que la igualdad que nos confieren las leyes se quiebre mediante el dinero y la influencia. Tras la corrupción, sigue la impunidad que mata al Estado por su creciente incapacidad para hacer respetar cualquier regla, desde la que regula el tránsito hasta las que protegen la propiedad y la vida. De modo que entre la corrupción del Estado y la extorsión de los criminales hay un puente de identidad y de apoyo mutuo.
No saldremos de la violencia mientras no se resuelva esa trampa. Pero apenas al comenzar el 2011 comienzan ya a cumplirse los peores augurios sobre el desempeño mediocre y violento de nuestra clase política. A veces me pregunto si están conscientes del daño que le están infligiendo al país cada vez que montan otro conflicto, otra querella mediática, otra prueba de su incapacidad para construir un régimen democrático basado en la pluralidad de visiones y posiciones y no sólo en los trancazos para obtener el turno de mando. Me pregunto si de veras creen que su única función en la vida es ganar las elecciones siguientes, de cualquier modo. Son tan renuentes a comprender que el país se está carcomiendo en todas esas violencias que he llegado a pensar que lo hacen de buena fe. ¿Que Dios los perdone, porque no saben lo que hacen?
En medio de ese escenario, cuesta trabajo imaginar que podemos construir soluciones para los otros problemas de México. ¿Cómo se puede proponer el diseño de una buena política de rendición de cuentas, por ejemplo, mientras se multiplican los homicidios y la violencia en las calles, y mientras vemos cómo se va colando la corrupción entre los pasillos de los gobiernos? ¿Quién se va a poner a trabajar a favor de la calidad de la educación pública, si la sola mención de la maestra Elba Esther produce de inmediato disputas políticas que llenan primeras planas? ¿Cómo defender la calidad de los gobiernos locales, si son ellos los primeros que han sido acusados de albergar a los criminales y de reproducir las peores pruebas de ineficacia y abuso de los dineros públicos? ¿Cómo se construye una agenda para ganar mayor calidad de vida, si todas las violencias se nos echan encima?
Supongo que ha de responderse a todas esas preguntas con una misma respuesta: obstinadamente y a pesar de todo —como hace años Enrique González Pedrero le hizo decir a Max Weber, en la traducción al castellano de El Político y el Científico—, pues a estas alturas la peor de todas las violencias sería la resignación colectiva. Nadie debería estar conforme con lo que estamos viviendo, pues hasta los criminales están siendo víctimas de sí mismos. Y en el camino, quizás hasta nos encontremos con alguien de la clase política.
Profesor investigador del CIDE
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