Adolfo Sánchez Rebolledo / La Jornada
¿Tendremos que esperar a que un Wikileaks del futuro nos diga a qué vino a México la secretaria de Estado, Hillary Clinton? Es tal el hermetismo embozado en la retórica del lenguaje diplomático, la vacuidad de los "comunicados" oficiales, que todo queda dispuesto, lo mismo lo sustantivo que lo accesorio, a la interpretación libre de los hipotéticos lectores. Nadie sabe a ciencia cierta si el desplazamiento relámpago de la jefa de la política exterior tuvo como objetivo primario darle un espaldarazo al Presidente mexicano por sus acciones contra la delincuencia organizada o si, por lo contrario, se trataba de transmitirle en persona la creciente ansiedad que la violencia fronteriza provoca en Estados Unidos. Imposible confirmarlo, pero es evidente que, al menos en este caso particular, la visita es el mensaje. El Departamento de Estado puede ignorar olímpicamente las filtraciones de Assange, pero es un hecho que no consigue sustraerse de sus efectos, como tampoco escapan a ellos los políticos nombrados en algunos de los mensajes. No hay que ser un experto en cuestiones de inteligencia para advertir, por ejemplo, hasta qué punto son dañinas las alusiones al desempeño del Ejército Mexicano y sus mandos en la cruenta guerra contra el narco; las distinciones interesadas entre éste y Armada (de cuyo entrenamiento se vanagloria en México), cuyos efectos colaterales se dejan sentir en las autoritarias opiniones del almirante secretario sobre derechos humanos; en fin, los comentarios "en confianza" con que altos funcionarios, incluyendo al presidente Calderón, califican otros países amigos como si, en efecto, ya no hubiera razón alguna para tomar distancia de los interlocutores estadunidenses. Son palabras privadas, sí, pero pronunciadas por hombres públicos ante representantes de un país que es nuestro socio y vecino, pero también la mayor potencia del orbe. Ellas expresan ideas, sentimientos, conductas que parecen triviales pero no son inocuas. Es lógico que tales se aborden discretamente en una reunión de trabajo concertada con anticipación, pero sería una completa ingenuidad no atribuirle importancia a la revelación recogida por El País de que el gobierno mexicano autoriza a la FBI el interrogatorio de indocumentados en suelo nacional como si lo hicieran en el suyo propio. Tampoco son anécdotas las informaciones que muestran al presidente Calderón requiriendo la cooperación de la agencia de inteligencia de la ciudad de El Paso, ni la aclaración inmediata de Janet Napolitano de que ellos podrían detectar los "objetivos", pero tocaba al gobierno mexicano la persecución casa por casa de los delincuentes, como si en verdad alguien le hubiera propuesto algo semejante. Al leer los cables referentes a México y luego las frases protocolarias de amistad recíproca pronunciadas en Guanajuato, se entiende que se intente una operación de limpieza de la imagen ensuciada por la arrogante sinceridad de los cables secretos.
Si el propósito del encuentro Clinton-Espinosa era revisar la agenda y ponerla a punto, la visita quiso disolver rumores y malos entendidos, dándole una satisfacción mediática al gobierno de Calderón cuando crecen las presiones para revisar la política contra la delincuencia organizada, ahora que comienzan los tiempos electorales. La secretaria Espinosa, emocionada, resumió el encuentro diciendo que "hemos reafirmado el compromiso político de los dos gobiernos", citando entre ellos "una ambiciosa agenda económica" que, en rigor, nada nuevo añade a la ya conocida. Y aunque señaló que habían dialogado sobre las perspectivas del debate sobre migración, lo cierto es que el punto está muerto. En realidad, el gran asunto sigue siendo el de la delincuencia organizada, con sus secuelas en materia de derechos humanos que comienzan a formar una gran bola de nieve en los medios estadunidenses. Sin embargo, el resumen de la secretaria Espinosa reitera ritualmente las frases hechas: "La delincuencia organizada trasnacional es un enemigo común. Amenaza la seguridad de nuestras naciones. Estamos plenamente conscientes de nuestras respectivas responsabilidades. Sabemos que debemos apoyarnos mutuamente. Nuestra agenda, fundamentada en el principio de responsabilidad compartida, incluye acciones de interdicción y desarticulación de grupos criminales, de combate al tráfico de armas y al lavado de dinero, de desarrollo social y de reducción del consumo de drogas". ¿Era indispensable que la secretaria Clinton viniera a esto?
Es claro que el reconocimiento de la violencia criminal como una potencial amenaza a la seguridad interna de Estados Unidos implica que ese país fijará sus propios objetivos y exigencias para defenderse, la estrategia que mejor convenga a sus intereses. La leve sonrisa diplomática de Hillary Clinton –e incluso el espaldarazo a Calderón– no ocultan la preocupación por un problema que está vinculado, a querer o no, a la problemática global de la integración confusa entre ambos países, a las asimetrías que prevalecen en todos los órdenes negando en los hechos la igualdad entre los estados.
El gobierno mexicano exigió por mucho tiempo mayor corresponsabilidad de los vecinos, pero no ha definido una estrategia general para aislar los problemas derivados de la inseguridad del resto de los asuntos no resueltos que lo hacen particularmente explosivo. La cooperación con Estados Unidos es indispensable y mal se haría en imaginar una imposible salida autárquica al problema, pero urge trazar opciones realistas y rectificar en al menos dos puntos esenciales: se requieren enfoques globales sobre el fenómeno de la drogadicción, toda vez que la "guerra contra las drogas" (una invención estadunidense) ha fracasado en el mundo entero; y la colaboración contra el delito organizado, incluido el tráfico de estupefacientes, no puede sustentarse en la mera elevación de vallas para detener el curso de las corrientes migratorias sin aumentar la presión en los países de origen. México –y Centroamérica– requiere un cambio de calidad en la producción de oportunidades para su gente, y no meros acuerdos técnicos para salvaguardar las apariencias de que hay orden y la ley se respeta. Y eso presupone ver más allá de la distinción mercantil entre "productores" y "consumidores": pensar en una sociedad regida por los valores universales de la buena convivencia implica, más allá de la denuncia y persecución del delito y los delincuentes, crear las condiciones para que el ejercicio de los derechos humanos deje de ser una utopía (o simple arma arrojadiza).
PD. Se ha ido Samuel Ruiz, obispo de San Cristóbal de las Casas, impulsor de la teología de la liberación en México. Ahora vendrá el recuento necesario, la valoración de una época que en muchos sentidos sigue viva, a pesar de los silencios y el olvido.
¿Tendremos que esperar a que un Wikileaks del futuro nos diga a qué vino a México la secretaria de Estado, Hillary Clinton? Es tal el hermetismo embozado en la retórica del lenguaje diplomático, la vacuidad de los "comunicados" oficiales, que todo queda dispuesto, lo mismo lo sustantivo que lo accesorio, a la interpretación libre de los hipotéticos lectores. Nadie sabe a ciencia cierta si el desplazamiento relámpago de la jefa de la política exterior tuvo como objetivo primario darle un espaldarazo al Presidente mexicano por sus acciones contra la delincuencia organizada o si, por lo contrario, se trataba de transmitirle en persona la creciente ansiedad que la violencia fronteriza provoca en Estados Unidos. Imposible confirmarlo, pero es evidente que, al menos en este caso particular, la visita es el mensaje. El Departamento de Estado puede ignorar olímpicamente las filtraciones de Assange, pero es un hecho que no consigue sustraerse de sus efectos, como tampoco escapan a ellos los políticos nombrados en algunos de los mensajes. No hay que ser un experto en cuestiones de inteligencia para advertir, por ejemplo, hasta qué punto son dañinas las alusiones al desempeño del Ejército Mexicano y sus mandos en la cruenta guerra contra el narco; las distinciones interesadas entre éste y Armada (de cuyo entrenamiento se vanagloria en México), cuyos efectos colaterales se dejan sentir en las autoritarias opiniones del almirante secretario sobre derechos humanos; en fin, los comentarios "en confianza" con que altos funcionarios, incluyendo al presidente Calderón, califican otros países amigos como si, en efecto, ya no hubiera razón alguna para tomar distancia de los interlocutores estadunidenses. Son palabras privadas, sí, pero pronunciadas por hombres públicos ante representantes de un país que es nuestro socio y vecino, pero también la mayor potencia del orbe. Ellas expresan ideas, sentimientos, conductas que parecen triviales pero no son inocuas. Es lógico que tales se aborden discretamente en una reunión de trabajo concertada con anticipación, pero sería una completa ingenuidad no atribuirle importancia a la revelación recogida por El País de que el gobierno mexicano autoriza a la FBI el interrogatorio de indocumentados en suelo nacional como si lo hicieran en el suyo propio. Tampoco son anécdotas las informaciones que muestran al presidente Calderón requiriendo la cooperación de la agencia de inteligencia de la ciudad de El Paso, ni la aclaración inmediata de Janet Napolitano de que ellos podrían detectar los "objetivos", pero tocaba al gobierno mexicano la persecución casa por casa de los delincuentes, como si en verdad alguien le hubiera propuesto algo semejante. Al leer los cables referentes a México y luego las frases protocolarias de amistad recíproca pronunciadas en Guanajuato, se entiende que se intente una operación de limpieza de la imagen ensuciada por la arrogante sinceridad de los cables secretos.
Si el propósito del encuentro Clinton-Espinosa era revisar la agenda y ponerla a punto, la visita quiso disolver rumores y malos entendidos, dándole una satisfacción mediática al gobierno de Calderón cuando crecen las presiones para revisar la política contra la delincuencia organizada, ahora que comienzan los tiempos electorales. La secretaria Espinosa, emocionada, resumió el encuentro diciendo que "hemos reafirmado el compromiso político de los dos gobiernos", citando entre ellos "una ambiciosa agenda económica" que, en rigor, nada nuevo añade a la ya conocida. Y aunque señaló que habían dialogado sobre las perspectivas del debate sobre migración, lo cierto es que el punto está muerto. En realidad, el gran asunto sigue siendo el de la delincuencia organizada, con sus secuelas en materia de derechos humanos que comienzan a formar una gran bola de nieve en los medios estadunidenses. Sin embargo, el resumen de la secretaria Espinosa reitera ritualmente las frases hechas: "La delincuencia organizada trasnacional es un enemigo común. Amenaza la seguridad de nuestras naciones. Estamos plenamente conscientes de nuestras respectivas responsabilidades. Sabemos que debemos apoyarnos mutuamente. Nuestra agenda, fundamentada en el principio de responsabilidad compartida, incluye acciones de interdicción y desarticulación de grupos criminales, de combate al tráfico de armas y al lavado de dinero, de desarrollo social y de reducción del consumo de drogas". ¿Era indispensable que la secretaria Clinton viniera a esto?
Es claro que el reconocimiento de la violencia criminal como una potencial amenaza a la seguridad interna de Estados Unidos implica que ese país fijará sus propios objetivos y exigencias para defenderse, la estrategia que mejor convenga a sus intereses. La leve sonrisa diplomática de Hillary Clinton –e incluso el espaldarazo a Calderón– no ocultan la preocupación por un problema que está vinculado, a querer o no, a la problemática global de la integración confusa entre ambos países, a las asimetrías que prevalecen en todos los órdenes negando en los hechos la igualdad entre los estados.
El gobierno mexicano exigió por mucho tiempo mayor corresponsabilidad de los vecinos, pero no ha definido una estrategia general para aislar los problemas derivados de la inseguridad del resto de los asuntos no resueltos que lo hacen particularmente explosivo. La cooperación con Estados Unidos es indispensable y mal se haría en imaginar una imposible salida autárquica al problema, pero urge trazar opciones realistas y rectificar en al menos dos puntos esenciales: se requieren enfoques globales sobre el fenómeno de la drogadicción, toda vez que la "guerra contra las drogas" (una invención estadunidense) ha fracasado en el mundo entero; y la colaboración contra el delito organizado, incluido el tráfico de estupefacientes, no puede sustentarse en la mera elevación de vallas para detener el curso de las corrientes migratorias sin aumentar la presión en los países de origen. México –y Centroamérica– requiere un cambio de calidad en la producción de oportunidades para su gente, y no meros acuerdos técnicos para salvaguardar las apariencias de que hay orden y la ley se respeta. Y eso presupone ver más allá de la distinción mercantil entre "productores" y "consumidores": pensar en una sociedad regida por los valores universales de la buena convivencia implica, más allá de la denuncia y persecución del delito y los delincuentes, crear las condiciones para que el ejercicio de los derechos humanos deje de ser una utopía (o simple arma arrojadiza).
PD. Se ha ido Samuel Ruiz, obispo de San Cristóbal de las Casas, impulsor de la teología de la liberación en México. Ahora vendrá el recuento necesario, la valoración de una época que en muchos sentidos sigue viva, a pesar de los silencios y el olvido.
No hay comentarios:
Publicar un comentario