Rocío Gallego Losada / elEconomista.es
Suele decirse que no hay que dejar escapar las oportunidades que se nos ofrecen, ya que una toma de decisiones errónea puede conducirnos a caminos no deseados. Y esto es lo que ha sucedido con la reforma de las pensiones públicas.
Era el momento adecuado, por la situación económica, por el desafío, y por el fructífero debate social establecido, para haber planteado una reforma en profundidad que revisara los cimientos sobre los que se asienta el modelo español de pensiones, de manera que buscara hacerlo sostenible a medio y largo plazo a la par que más justo, responsable y eficiente.
Sin embargo, la falta de voluntad de los partidos para asumir una revisión en profundidad, con la valentía, altura de miras y sentido de Estado que ello significa -la necesaria para afrontar la revisión de uno de los pilares más importantes del Estado del Bienestar, tal y como lo conocemos hoy en día- se ha manifestado en el resultado final.
No podemos tampoco exculpar a la sociedad civil, anestesiada y copartícipe del sistema político en el que nos movemos, que no quiere asumir la capacidad de sacrificio necesaria para cuestionar modelos difícilmente financiables.
Adicionalmente, no se ha planteado un debate fundamental que debía haberse puesto encima de la mesa, que es el de la solidaridad interterritorial del sistema de la Seguridad Social que, en principio, debe garantizar que cualquier ciudadano español cobre la misma pensión pública a la que tenga derecho, independientemente del territorio en el que resida.
Este principio, clave en la equidad y justicia del sistema, será difícilmente asumible si además las CCAA acaban también asumiendo las competencias de Seguridad Social referentes a pensiones, tal y como demandan actualmente los partidos nacionalistas, y se rompa el principio de caja única, en línea con lo asumido en otras materias, como la Sanidad y existan regímenes excep- cionales que sólo benefician a algunos por su territorialidad.
Las reformas parciales que se han planteado en torno al sistema actual probablemente no solucionarán el problema al que nos enfrentamos: cómo afrontar el coste del envejecimiento de la sociedad, uno de los mayores de las economías occidentales para este siglo.
Los últimos 15 años, en los que el sistema de pensiones públicas se ha desarrollado bajo el marco del Pacto de Toledo, no son condición necesaria ni suficiente que garantice la viabilidad del mismo modelo en los próximos decenios, aun forzando sus variables más críticas como son la edad de jubilación y los años de cálculo de la prestación, porque éste se encontrará con un entorno económico y social claramente diferente en cuanto a las variables que más condicionan al sistema por el lado de los ingresos, el más impredecible, como son la inmigración, el mercado de trabajo, la natalidad y, fundamentalmente, la actividad económica.
No todo vale para España
Entre las diferentes opciones que se planteaban, se ha optado por tratar de reducir los costes endureciendo los requisitos para cobrar la prestación y alargando la edad de jubilación obligatoria, a la manera que otros países de Europa han hecho a lo largo de estos años.
Sin embargo, no se ha cuestionado que lo que pueda servir para un país como Alemania, con unas condiciones económicas históricas radicalmente diferentes a España, pueda no ser la mejor opción para nuestro país. Lamentablemente, países que sí se han planteado la refundación de su modelo de pensiones públicas, como es el caso de Suecia, uno de los primeros Estados europeos en asumir la reforma de su antiguo sistema de reparto, similar al español, han sido desestimados.
En su día, los partidos y la sociedad sueca decidieron cambiar el modelo de prestación definida de su antiguo sistema de caja por uno de aportación definida que buscase la estabilidad financiera del sistema a medio y largo plazo, de tal forma que el valor de las contribuciones junto a las potenciales reservas del sistema fuera igual a los compromisos por pensión generados por los activos y por los pasivos.
Con ello, se buscaba reforzar el hecho contributivo de las aportaciones al sistema de pensiones a la vez que se garantizaba una pensión no contributiva o pensión mínima garantizada financiada a través del Presupuesto del Estado para aquellas personas que no hubieran tenido ingresos suficientes. No olvidemos que en España las pensiones no contributivas las siguen pagando los cotizantes.
Esta fórmula implica que el valor de la pensión a recibir se calcule en función de todo lo cotizado y que no se penalice, como en el caso español, a aquellos desempleados mayores que son expulsados del mercado de trabajo en los últimos años de su vida laboral, hecho que afecta a un porcentaje considerable de trabajadores. Se contraargumenta que esto perjudica al montante de la pensión por recibir, ya que un sistema basado en los ingresos de toda la vida conduce a una pensión más baja.
Pero lo que no se puede obviar es que debe existir una clara correlación entre lo que se cotiza y lo que se recibe a lo largo de toda la vida laboral porque, si no, haremos insostenible el modelo de solidaridad intergeneracional que, como en la actualidad, descarga todo el peso en los cotizantes actuales y futuros sobre prestaciones definidas que en pocos casos se corresponden con lo cotizado.
Además, deberían formularse, desde el punto de vista social y en determinados casos, fórmulas que buscaran compensar la reducción de las pensiones debida a la pérdida de ingresos, por ejemplo para personas, mujeres en muchos casos, que cuidan de niños o personas dependientes.
El hecho de jubilarse no debe venir impuesto ni por convenios colectivos ni por legislaciones legales. Debería avanzarse hacia modelos de responsabilidad individual donde cada uno asumiera hasta cuándo quiere trabajar, siendo conscientes que menos años de cotización darán derecho a menores pensiones. Confiemos en que no echemos de menos esta oportunidad perdida.
Rocío Gallego Losada. Profesora titular de la Universidad Rey Juan Carlos.
Suele decirse que no hay que dejar escapar las oportunidades que se nos ofrecen, ya que una toma de decisiones errónea puede conducirnos a caminos no deseados. Y esto es lo que ha sucedido con la reforma de las pensiones públicas.
Era el momento adecuado, por la situación económica, por el desafío, y por el fructífero debate social establecido, para haber planteado una reforma en profundidad que revisara los cimientos sobre los que se asienta el modelo español de pensiones, de manera que buscara hacerlo sostenible a medio y largo plazo a la par que más justo, responsable y eficiente.
Sin embargo, la falta de voluntad de los partidos para asumir una revisión en profundidad, con la valentía, altura de miras y sentido de Estado que ello significa -la necesaria para afrontar la revisión de uno de los pilares más importantes del Estado del Bienestar, tal y como lo conocemos hoy en día- se ha manifestado en el resultado final.
No podemos tampoco exculpar a la sociedad civil, anestesiada y copartícipe del sistema político en el que nos movemos, que no quiere asumir la capacidad de sacrificio necesaria para cuestionar modelos difícilmente financiables.
Adicionalmente, no se ha planteado un debate fundamental que debía haberse puesto encima de la mesa, que es el de la solidaridad interterritorial del sistema de la Seguridad Social que, en principio, debe garantizar que cualquier ciudadano español cobre la misma pensión pública a la que tenga derecho, independientemente del territorio en el que resida.
Este principio, clave en la equidad y justicia del sistema, será difícilmente asumible si además las CCAA acaban también asumiendo las competencias de Seguridad Social referentes a pensiones, tal y como demandan actualmente los partidos nacionalistas, y se rompa el principio de caja única, en línea con lo asumido en otras materias, como la Sanidad y existan regímenes excep- cionales que sólo benefician a algunos por su territorialidad.
Las reformas parciales que se han planteado en torno al sistema actual probablemente no solucionarán el problema al que nos enfrentamos: cómo afrontar el coste del envejecimiento de la sociedad, uno de los mayores de las economías occidentales para este siglo.
Los últimos 15 años, en los que el sistema de pensiones públicas se ha desarrollado bajo el marco del Pacto de Toledo, no son condición necesaria ni suficiente que garantice la viabilidad del mismo modelo en los próximos decenios, aun forzando sus variables más críticas como son la edad de jubilación y los años de cálculo de la prestación, porque éste se encontrará con un entorno económico y social claramente diferente en cuanto a las variables que más condicionan al sistema por el lado de los ingresos, el más impredecible, como son la inmigración, el mercado de trabajo, la natalidad y, fundamentalmente, la actividad económica.
No todo vale para España
Entre las diferentes opciones que se planteaban, se ha optado por tratar de reducir los costes endureciendo los requisitos para cobrar la prestación y alargando la edad de jubilación obligatoria, a la manera que otros países de Europa han hecho a lo largo de estos años.
Sin embargo, no se ha cuestionado que lo que pueda servir para un país como Alemania, con unas condiciones económicas históricas radicalmente diferentes a España, pueda no ser la mejor opción para nuestro país. Lamentablemente, países que sí se han planteado la refundación de su modelo de pensiones públicas, como es el caso de Suecia, uno de los primeros Estados europeos en asumir la reforma de su antiguo sistema de reparto, similar al español, han sido desestimados.
En su día, los partidos y la sociedad sueca decidieron cambiar el modelo de prestación definida de su antiguo sistema de caja por uno de aportación definida que buscase la estabilidad financiera del sistema a medio y largo plazo, de tal forma que el valor de las contribuciones junto a las potenciales reservas del sistema fuera igual a los compromisos por pensión generados por los activos y por los pasivos.
Con ello, se buscaba reforzar el hecho contributivo de las aportaciones al sistema de pensiones a la vez que se garantizaba una pensión no contributiva o pensión mínima garantizada financiada a través del Presupuesto del Estado para aquellas personas que no hubieran tenido ingresos suficientes. No olvidemos que en España las pensiones no contributivas las siguen pagando los cotizantes.
Esta fórmula implica que el valor de la pensión a recibir se calcule en función de todo lo cotizado y que no se penalice, como en el caso español, a aquellos desempleados mayores que son expulsados del mercado de trabajo en los últimos años de su vida laboral, hecho que afecta a un porcentaje considerable de trabajadores. Se contraargumenta que esto perjudica al montante de la pensión por recibir, ya que un sistema basado en los ingresos de toda la vida conduce a una pensión más baja.
Pero lo que no se puede obviar es que debe existir una clara correlación entre lo que se cotiza y lo que se recibe a lo largo de toda la vida laboral porque, si no, haremos insostenible el modelo de solidaridad intergeneracional que, como en la actualidad, descarga todo el peso en los cotizantes actuales y futuros sobre prestaciones definidas que en pocos casos se corresponden con lo cotizado.
Además, deberían formularse, desde el punto de vista social y en determinados casos, fórmulas que buscaran compensar la reducción de las pensiones debida a la pérdida de ingresos, por ejemplo para personas, mujeres en muchos casos, que cuidan de niños o personas dependientes.
El hecho de jubilarse no debe venir impuesto ni por convenios colectivos ni por legislaciones legales. Debería avanzarse hacia modelos de responsabilidad individual donde cada uno asumiera hasta cuándo quiere trabajar, siendo conscientes que menos años de cotización darán derecho a menores pensiones. Confiemos en que no echemos de menos esta oportunidad perdida.
Rocío Gallego Losada. Profesora titular de la Universidad Rey Juan Carlos.
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