domingo, 30 de enero de 2011

LOS PLIEGUES DE LA REPRESENTACIÓN

Francisco Valdés U. / El Universal
Hablar de democracia representativa conlleva el signo de la ambigüedad. Peor aún, el de la discordia. En las posturas opuestas extremas se afirma que la representación en política es una forma de engaño y que hay que sustituirla por la intervención directa, o bien, que la representación es por fuerza indirecta y distante, y que el ciudadano debe resignarse a la pasividad hasta la siguiente elección, y otra vez después de ella.
La contraposición es anacrónica. El Estado y la democracia en sus formas tradicionales están siendo rebasados por una globalización que no depende sólo de la “intención” de intercambiar con libertad, sino de los medios técnicos que están al alcance de lo que hacen los particulares, las organizaciones, legales o no, y los agentes de todo tipo, internos o externos al Estado.
Las redes sociales en la internet, los medios de transporte, las migraciones internacionales, la simultaneidad de la comunicación social, la formación de sistemas de vinculación internacional de todo tipo ofrecen elementos para concebir la improbabilidad de que el Estado nacional vuelva a tener la cohesión que conoció en épocas pasadas, en las que estos elementos no estaban presentes.
Por otra parte, la fragmentación de la política y de los políticos en miríadas de intereses, la incapacidad de sus partidos para unificarlos en torno a ideologías, programas y objetivos habla de cómo estas nuevas realidades dificultan la representación política y la hacen imposible en su sentido clásico. Asimismo, hacen de la idea de intervención directa sin calificaciones una simple caricatura cuya factibilidad es dudosa hasta en la comunidad primitiva.
La representación, la democracia y el Estado de derecho son una tríada difícil de asir y de tejer con sentido de actualidad. Sin embargo, ahí está el reto principal. Es verdadera la máxima que afirma que el tamaño de la sociedad y su complejidad, y la especialización de gobernar hacen impensable una democracia que no sea la representativa. Pero no debe tomarse como una forma de resignación.
Entre el extremo del principio liberal clásico de que el gobierno, en tanto encarna el poder, debe ser, primero y sobre todo, un gobierno limitado, sometido a contrapesos, controlado para que no exceda sus funciones ni se transforme en un leviatán, ha tenido un peso inmoderado en la subjetividad política, al menos en la de los demócratas. Sin embargo, la historia y la experiencia demuestran que la extralimitación del principio no es realista y que los esfuerzos por aplicarlo se estrellan una y otra vez contra las cuerdas de una sociedad que requiere de acciones positivas, y no solamente de una presencia negativa del “Estado gendarme”.
El Estado es, necesariamente, una respuesta a las necesidades de la acción colectiva, justamente ahí donde los individuos por sí mismos, o los pequeños grupos, no pueden acometer tareas de gran calado que simplemente escapan a sus posibilidades (infraestructura, educación, salud, gobernabilidad, gobernanza, etc.).
Pero el Estado democrático, si ha de ser ambas cosas, debe ser representativo no solamente en el sentido del viejo canon decimonónico de la teoría liberal, es decir, representativo de los ciudadanos que eligen a los gobernantes mediante el sufragio y que solamente renuevan la representación mediante comicios periódicos. La realidad contemporánea y los medios técnicos disponibles hacen que las formas de intervención directa de los ciudadanos en determinadas decisiones requieran de figuras como el referendo o el plebiscito, la consulta pública o la asamblea.
La existencia de medios de comunicación supranacionales que permiten poner en contacto a personas y redes de todas partes del mundo actualizan la aparición de nuevas problemáticas que la vieja idea de representación no resuelve.
A la pregunta de si será posible en el futuro la superación de las fronteras nacionales mediante modalidades de ejercicio del poder político representativas de intereses globalizados, es posible ya responder parcialmente. El gran poder económico se ha transnacionalizado y juega en una cancha en la cual los árbitros destinados a controlarlo (los gobiernos) son incapaces de hacer que cumpla las reglas de los juegos nacionales. Lo mismo pasa con el crimen organizado, y otro tanto, aunque más silenciosamente y con distintos efectos, con los tejidos sociales que van asociando a las relaciones de copresencia múltiples vínculos cohesivos a distancia.
El Estado democrático de derecho tiene que gobernar bajo estas circunstancias. Pero no puede hacerlo si no incrementa su representatividad. Para hacerlo, es necesario que exprese el sentir de cada vez más diversos actores y atienda problemas más complejos. Caminar en esta dirección implica dos cosas: mayor proporcionalidad de la integración de los gobernantes y nuevos métodos de interacción entre el poder político y la sociedad.
Sin hacerlo, la democracia puede sobrevivir, pero precaria e inestable. Innovando en la dirección enunciada podría salvar la integración de la democracia y el Estado.
Director de la FLACSO-México

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