Gabriel Guerra Castellanos / El Universal
Imaginemos, queridos lectores, un país en el que más de la mitad de la población vive en la pobreza, en que una cuarta parte o más sobrevive en la miseria, donde la procuración de justicia es ineficiente y parece reservada para los pudientes, la educación pública es tan mala que quien puede paga la privada, y el sistema de salud no alcanza, pese a sus mejores intenciones, a cubrir adecuadamente a quienes más lo necesitan.
Imaginémonos, aunque nos parezca lejano e imposible, un país en el que tanto las políticas sociales como la educación y las elecciones reciben presupuestos multimillonarios, no obstante lo cual, la pobreza aumenta tanto cuantitativa como cualitativamente, en el que no hay parámetro serio en el que los niveles educativos mejoren, y las elecciones siguen siendo materia de disputa política y frecuentemente jurídica, y ni siquiera la carísima credencial para votar es totalmente confiable.
Pensemos después, como parte de este ejercicio hipotético y fantasioso, que esa misma nación concentra a muchas de las grandes fortunas individuales y empresariales del mundo, incluida la principal, y que los precios de los bienes y servicios responden lo mismo a intereses y acuerdos empresariales que a la ley de la oferta y la demanda; que un enorme sector de la población no es siquiera sujeta de crédito y que las pequeñas y medianas empresas parecen ser enemigas a combatir más que factores de crecimiento y desarrollo. Ah, y un lugar en el que los pocos que pagan impuestos son contribuyentes cautivos que no ven una correlación entre lo que pagan y lo que reciben a cambio; en el que los servicios públicos son deficientes, insuficientes y con frecuencia, pretexto para la corrupción o la extorsión por parte de quienes deberían proveerlos.
No es que la riqueza por sí misma sea mala, ni que la desigualdad se pueda combatir por decreto, pero en este país imaginario, la gente sabe que es más fácil avanzar transando que trabajando; que una plaza sindical o burocrática vale más que un título universitario, y que obedecer las leyes y las normas es, en lugar de meritorio, motivo de burla y escarnio para quienes han hecho carrera y fortuna al margen de las reglas. Y que la movilidad social es un mito: las brechas sociales se agrandan conforme lo hacen las tecnologías modernas; si antes la escuela pública representaba un reto, ahora, con el avance de la informática, se convierte en un verdadero pantano del cual es difícil, si no es que imposible, emerger.
En esta nación de juguete, que por supuesto sólo existe en nuestra imaginación, la gente emigra masivamente. Hasta una cuarta parte de su población está fuera de sus fronteras, y no es que sean ni flojos ni mucho menos ignorantes o ineficientes. En cuanto cruzan sus fronteras (hacia afuera, claro), generan rápidamente riquezas y valor agregado, y se convierten en una de las principales fuentes de divisas y en uno de los pocos factores de amortiguamiento social, de paliativo a la pobreza y la falta de oportunidades en sus comunidades de origen. Y a pesar de los maltratos, persecuciones y discriminación de que son objeto, se sienten más seguros y mejor recompensados fuera que dentro de su país, ese país del que sólo estamos elucubrando, lejana como sería una realidad así a la nuestra.
En un lugar como el de marras, lo lógico sería que la izquierda —por llamar de alguna manera a quienes más se preocupan por las desigualdades y disparidades socioeconómicas— tuviera una presencia significativa, fuera la conciencia nacional, si no es que una alternativa creíble para gobernar, para corregir o revertir muchas de las aberraciones arriba descritas, para procurar una nación más justa o por lo menos un poco menos dispareja, más cercana a los intereses de las mayorías.
Y no es un asunto ni de moral ni de justicia, sino de simple y llano sentido común: un país que permite y tolera que se excluya de la vida económica a la mitad o más de su población; que acepta que su población descienda en la escalera educativa y se vuelva menos competitiva, se condena a sí mismo a la irrelevancia, a ser un segundón, a no aprovechar sus múltiples oportunidades.
Pero cada quien tiene lo que se merece, y este país ficticio tiene una izquierda igualmente ficticia, más preocupada por liderazgos mesiánicos y rencillas personales que por las causas que deberían ser las suyas.
Pobre país, que ni a conciencia social llega. Menos mal que no es el nuestro…
Internacionalista
Imaginemos, queridos lectores, un país en el que más de la mitad de la población vive en la pobreza, en que una cuarta parte o más sobrevive en la miseria, donde la procuración de justicia es ineficiente y parece reservada para los pudientes, la educación pública es tan mala que quien puede paga la privada, y el sistema de salud no alcanza, pese a sus mejores intenciones, a cubrir adecuadamente a quienes más lo necesitan.
Imaginémonos, aunque nos parezca lejano e imposible, un país en el que tanto las políticas sociales como la educación y las elecciones reciben presupuestos multimillonarios, no obstante lo cual, la pobreza aumenta tanto cuantitativa como cualitativamente, en el que no hay parámetro serio en el que los niveles educativos mejoren, y las elecciones siguen siendo materia de disputa política y frecuentemente jurídica, y ni siquiera la carísima credencial para votar es totalmente confiable.
Pensemos después, como parte de este ejercicio hipotético y fantasioso, que esa misma nación concentra a muchas de las grandes fortunas individuales y empresariales del mundo, incluida la principal, y que los precios de los bienes y servicios responden lo mismo a intereses y acuerdos empresariales que a la ley de la oferta y la demanda; que un enorme sector de la población no es siquiera sujeta de crédito y que las pequeñas y medianas empresas parecen ser enemigas a combatir más que factores de crecimiento y desarrollo. Ah, y un lugar en el que los pocos que pagan impuestos son contribuyentes cautivos que no ven una correlación entre lo que pagan y lo que reciben a cambio; en el que los servicios públicos son deficientes, insuficientes y con frecuencia, pretexto para la corrupción o la extorsión por parte de quienes deberían proveerlos.
No es que la riqueza por sí misma sea mala, ni que la desigualdad se pueda combatir por decreto, pero en este país imaginario, la gente sabe que es más fácil avanzar transando que trabajando; que una plaza sindical o burocrática vale más que un título universitario, y que obedecer las leyes y las normas es, en lugar de meritorio, motivo de burla y escarnio para quienes han hecho carrera y fortuna al margen de las reglas. Y que la movilidad social es un mito: las brechas sociales se agrandan conforme lo hacen las tecnologías modernas; si antes la escuela pública representaba un reto, ahora, con el avance de la informática, se convierte en un verdadero pantano del cual es difícil, si no es que imposible, emerger.
En esta nación de juguete, que por supuesto sólo existe en nuestra imaginación, la gente emigra masivamente. Hasta una cuarta parte de su población está fuera de sus fronteras, y no es que sean ni flojos ni mucho menos ignorantes o ineficientes. En cuanto cruzan sus fronteras (hacia afuera, claro), generan rápidamente riquezas y valor agregado, y se convierten en una de las principales fuentes de divisas y en uno de los pocos factores de amortiguamiento social, de paliativo a la pobreza y la falta de oportunidades en sus comunidades de origen. Y a pesar de los maltratos, persecuciones y discriminación de que son objeto, se sienten más seguros y mejor recompensados fuera que dentro de su país, ese país del que sólo estamos elucubrando, lejana como sería una realidad así a la nuestra.
En un lugar como el de marras, lo lógico sería que la izquierda —por llamar de alguna manera a quienes más se preocupan por las desigualdades y disparidades socioeconómicas— tuviera una presencia significativa, fuera la conciencia nacional, si no es que una alternativa creíble para gobernar, para corregir o revertir muchas de las aberraciones arriba descritas, para procurar una nación más justa o por lo menos un poco menos dispareja, más cercana a los intereses de las mayorías.
Y no es un asunto ni de moral ni de justicia, sino de simple y llano sentido común: un país que permite y tolera que se excluya de la vida económica a la mitad o más de su población; que acepta que su población descienda en la escalera educativa y se vuelva menos competitiva, se condena a sí mismo a la irrelevancia, a ser un segundón, a no aprovechar sus múltiples oportunidades.
Pero cada quien tiene lo que se merece, y este país ficticio tiene una izquierda igualmente ficticia, más preocupada por liderazgos mesiánicos y rencillas personales que por las causas que deberían ser las suyas.
Pobre país, que ni a conciencia social llega. Menos mal que no es el nuestro…
Internacionalista
No hay comentarios:
Publicar un comentario