Mauricio Merino / El Universal
Se nos olvida que hace apenas dos décadas —hacia el final de los años ochenta— el federalismo era visto como una de las soluciones más deseables para buena parte de los problemas que vivía México. Aún estábamos pagando los costos del centralismo que nos ahogaba y creíamos que la descentralización era una de las condiciones sin las cuales resultaría imposible construir un régimen democrático. Pero hoy comenzamos a vivir ese sueño como si fuera una pesadilla y culpamos al federalismo de todos los males que antes achacábamos a su opuesto.
No hace mucho que la descentralización estaba entre las principales demandas levantadas a favor de la democratización del país. Se decía que mientras los órganos federales siguieran dominando las decisiones de política pública y de asignación de recursos, sería imposible imaginar siquiera que las burocracias cedieran su sitio al equilibrio entre los poderes y abrieran la puerta a una mayor participación de la sociedad. Y aun sin identificarse por completo con ella, la idea de la democracia acabó mezclada con el federalismo y los muchos nombres que ese programa adquirió por aquellos años. De modo que el llamado nuevo federalismo se levantó como una de las pocas propuestas que todos los partidos hicieron suyas.
No obstante, no fue el proyecto común ni la definición compartida entre todos lo que decidió el destino de ese reclamo, sino los votos. Al revés de lo que se decía entonces —cuando aún se pensaba que el PRI era invencible—, las elecciones fueron cambiando el mapa político del país hasta que desembocaron en la alternancia de la Presidencia. Y a partir de entonces, a todos se les olvidó que el federalismo estaba esperando turno como condición democrática, mientras se daba por hecho que la pluralidad partidaria y el triunfo de un partido de oposición en la contienda presidencial equivalían al puerto de arribo.
Pero fue en ese mismo momento cuando inició también la pesadilla de los malos humores entre los gobiernos locales y la presidencia, entre los municipios y los estados, entre el DF y todos los demás. Sin haber resuelto los problemas de fondo, la pluralidad política produjo la mayor descentralización política de la que haya tenido memoria el país, pero también puso sobre la mesa sus peores defectos.
Hoy es difícil hallar un diagnóstico que, en algún punto, no culpe al federalismo de los errores y los fracasos que nos agobian. Como punta de lanza, la inseguridad e incapacidad del Estado para impedir el auge del crimen organizado se presentan como secuela inequívoca de la organización federal: son las policías locales y municipales, las procuradurías estatales, los poderes judiciales de las entidades los señalados como causa principal de todos los males.
Los fracasos de la educación pública también son leídos, en buena medida, como el resultado de la descentralización de los 90, del mismo modo que se acusa a las deficiencias de los sistemas estatales como la causa fundamental de los problemas que afronta el sistema de salud pública en México. También se dice que si ha habido rezagos en la consolidación de los órganos electorales o en el avance de la transparencia, éstos se deben a los abusos cometidos por los gobiernos de los estados y al retraso atávico de la mayoría de los municipios. Etcétera: los gobiernos de los estados y municipios aparecen hoy como los nuevos malos de la película. Y en buena medida lo son.
Lo grave es que tras esos diagnósticos se pase por alto la ausencia de un proyecto para renovar el federalismo en serio y en cambio se proponga volver al centralismo. Que no se admita que el federalismo se volvió en un problema porque no nos dimos a la tarea de reorganizar las competencias entre niveles de gobierno y ámbitos jurídicos, mientras los gobernadores se iban apropiando poco a poco de nuevos poderes y recursos para dirigir sus estados con la misma discrecionalidad reprochada a los presidentes del viejo régimen. El federalismo se renovó a fuerza de votos, pero no de responsabilidades públicas bien definidas.
Así que aquí estamos, disputando la distribución de las culpas entre la impotencia del gobierno de la república y la prepotencia de los gobernadores. Es decir, desandando el camino que había prometido la democracia, pues también en este territorio se nos ha olvidado que lo importante no es decidir qué gobierno ha de tener más poder, sino cómo le sirve a la sociedad. Un pequeño matiz, que hace toda la diferencia.
Profesor investigador del CIDE
Se nos olvida que hace apenas dos décadas —hacia el final de los años ochenta— el federalismo era visto como una de las soluciones más deseables para buena parte de los problemas que vivía México. Aún estábamos pagando los costos del centralismo que nos ahogaba y creíamos que la descentralización era una de las condiciones sin las cuales resultaría imposible construir un régimen democrático. Pero hoy comenzamos a vivir ese sueño como si fuera una pesadilla y culpamos al federalismo de todos los males que antes achacábamos a su opuesto.
No hace mucho que la descentralización estaba entre las principales demandas levantadas a favor de la democratización del país. Se decía que mientras los órganos federales siguieran dominando las decisiones de política pública y de asignación de recursos, sería imposible imaginar siquiera que las burocracias cedieran su sitio al equilibrio entre los poderes y abrieran la puerta a una mayor participación de la sociedad. Y aun sin identificarse por completo con ella, la idea de la democracia acabó mezclada con el federalismo y los muchos nombres que ese programa adquirió por aquellos años. De modo que el llamado nuevo federalismo se levantó como una de las pocas propuestas que todos los partidos hicieron suyas.
No obstante, no fue el proyecto común ni la definición compartida entre todos lo que decidió el destino de ese reclamo, sino los votos. Al revés de lo que se decía entonces —cuando aún se pensaba que el PRI era invencible—, las elecciones fueron cambiando el mapa político del país hasta que desembocaron en la alternancia de la Presidencia. Y a partir de entonces, a todos se les olvidó que el federalismo estaba esperando turno como condición democrática, mientras se daba por hecho que la pluralidad partidaria y el triunfo de un partido de oposición en la contienda presidencial equivalían al puerto de arribo.
Pero fue en ese mismo momento cuando inició también la pesadilla de los malos humores entre los gobiernos locales y la presidencia, entre los municipios y los estados, entre el DF y todos los demás. Sin haber resuelto los problemas de fondo, la pluralidad política produjo la mayor descentralización política de la que haya tenido memoria el país, pero también puso sobre la mesa sus peores defectos.
Hoy es difícil hallar un diagnóstico que, en algún punto, no culpe al federalismo de los errores y los fracasos que nos agobian. Como punta de lanza, la inseguridad e incapacidad del Estado para impedir el auge del crimen organizado se presentan como secuela inequívoca de la organización federal: son las policías locales y municipales, las procuradurías estatales, los poderes judiciales de las entidades los señalados como causa principal de todos los males.
Los fracasos de la educación pública también son leídos, en buena medida, como el resultado de la descentralización de los 90, del mismo modo que se acusa a las deficiencias de los sistemas estatales como la causa fundamental de los problemas que afronta el sistema de salud pública en México. También se dice que si ha habido rezagos en la consolidación de los órganos electorales o en el avance de la transparencia, éstos se deben a los abusos cometidos por los gobiernos de los estados y al retraso atávico de la mayoría de los municipios. Etcétera: los gobiernos de los estados y municipios aparecen hoy como los nuevos malos de la película. Y en buena medida lo son.
Lo grave es que tras esos diagnósticos se pase por alto la ausencia de un proyecto para renovar el federalismo en serio y en cambio se proponga volver al centralismo. Que no se admita que el federalismo se volvió en un problema porque no nos dimos a la tarea de reorganizar las competencias entre niveles de gobierno y ámbitos jurídicos, mientras los gobernadores se iban apropiando poco a poco de nuevos poderes y recursos para dirigir sus estados con la misma discrecionalidad reprochada a los presidentes del viejo régimen. El federalismo se renovó a fuerza de votos, pero no de responsabilidades públicas bien definidas.
Así que aquí estamos, disputando la distribución de las culpas entre la impotencia del gobierno de la república y la prepotencia de los gobernadores. Es decir, desandando el camino que había prometido la democracia, pues también en este territorio se nos ha olvidado que lo importante no es decidir qué gobierno ha de tener más poder, sino cómo le sirve a la sociedad. Un pequeño matiz, que hace toda la diferencia.
Profesor investigador del CIDE
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