León Bendesky / La Jornada
Al Banco de México y a Hacienda les han salido bien las cosas en cuanto a los registros que exponen la situación de estabilidad financiera. La inflación se mantiene en los rangos –aunque sea laxos– que se fijan en los criterios de la política monetaria, y el peso se aprecia frente al dólar, al tiempo que las tasas de interés no muestran presiones al alza.
A estas manifestaciones de la estabilidad financiera corresponde, sin embargo, un entorno económico donde el crédito no fluye a las empresas de manera constante, y mucho menos suficiente, y la dinámica de la actividad económica sigue dependiendo del nivel de la demanda en Estados Unidos. Los índices generales de la productividad y, por lo tanto, de la competitividad son bajos, y persiste una fuerte concentración en los mercados.
Lo que se pone de manifiesto en la economía mexicana es, cuando menos, un escenario contradictorio. No obstante, en términos macroeconómicos la imagen es favorable. No importa que ese ambiente que se mira de manera agregada no sea la suma de las partes que lo componen. La disociación es un fenómeno al que no parece ponérsele demasiada atención.
Los precios según se miden por el Índice de Precios al Consumidor crecieron 4.4 por ciento en 2010. El número puede parecer reducido, pero el efecto general es una pérdida del poder adquisitivo cuyo efecto, además, es diferente entre los distintos estratos de ingreso entre la población. Este nivel de inflación tiende a disociarse, también, de la repercusión real que tiene en el bolsillo de los consumidores.
El tipo de cambio se ha apreciado de manera constante desde principios de abril de 2009, cuando el dólar llegó a costar más de 15.11 pesos hasta un nivel de 12.35 pesos al cierre del año pasado. Esta tendencia sigue y ahora el dólar en su cotización oficial se vende en alrededor de 12.10 pesos.
Este proceso de apreciación está estrechamente vinculado con la acumulación de divisas en el banco central. En mayo de 2009 las reservas valían unos 73 mil millones de dólares y hoy suman casi 118 mil millones.
Las reservas no se han acumulado por un exceso de las exportaciones sobre las importaciones, no son resultado de una mayor capacidad competitiva. Su origen está en la entrada de capitales que fluyen por los rendimientos y las garantías que pueden obtener. La diferencia entre el costo de obtener dinero en Estados Unidos o Europa y ponerlo en México provoca altos rendimientos financieros.
A pesar de las particularidades de las actuales condiciones económicas mundiales, esta es una experiencia similar a la de 1994, y habrá necesariamente un ajuste más adelante, aunque no sea de la magnitud de la crisis de 1995.
Si la estabilidad está sostenida en condiciones eminentemente financieras, sin un correlato en el terreno productivo, no es más que dable pensar que cuando ellas cambien, por ejemplo, con el aumento de las tasas de interés que eventualmente habrá en los países que resintieron más la crisis de 2008, no podrán mantenerse.
Las autoridades financieras del país parecen suponer que el abultado nivel de las reservas internacionales será un colchón con resistencia suficiente para amortiguar los cambios en las condiciones de los mercados y las nuevas pautas de las corrientes de los capitales. También se han abastecido de líneas de crédito para apoyar la estabilidad tal y como está definida hoy, pero lo que no puede negarse es que todo esto entraña un riesgo que puede ser elevado y que ocurre en un escenario de gran volatilidad y mucha incertidumbre.
El tipo de cambio opera, pues, una vez más como ocurrió en 1994, como una especie de "ancla" del nivel de los precios. Pero ya no sirve como mecanismo de ajuste de las cuentas financieras del país, es decir, que ni la apreciación ni la depreciación del peso frente al dólar impactan de modo efectivo en las corrientes de las exportaciones y las importaciones y, de ahí, en el nivel de la actividad productiva.
Para los productores nacionales que venden en el mercado interno y para los que exportan, la apreciación del peso resta competitividad a sus empresas; favorece a los importadores y también afloja la presión sobre la inflación. Por otro lado, una depreciación del peso no repercute de modo decisivo en las posibilidades exportadoras. El tipo de cambio es un instrumento débil de la política monetaria y de la política económica en general.
Esto se puede ilustrar con el hecho de que un solo renglón del catálogo del comercio exterior del país, a saber, aparatos mecánicos, calderas, partes, máquinas y material eléctrico, representa 38 por ciento del total de las exportaciones (no sólo las manufactureras), pero al mismo tiempo significa esa misma proporción de las importaciones y está vinculado directamente a los planes de producción de empresas fuera del país.
El acomodo de la política monetaria como prioridad es muy distinto de una estrategia para el crecimiento.
Al Banco de México y a Hacienda les han salido bien las cosas en cuanto a los registros que exponen la situación de estabilidad financiera. La inflación se mantiene en los rangos –aunque sea laxos– que se fijan en los criterios de la política monetaria, y el peso se aprecia frente al dólar, al tiempo que las tasas de interés no muestran presiones al alza.
A estas manifestaciones de la estabilidad financiera corresponde, sin embargo, un entorno económico donde el crédito no fluye a las empresas de manera constante, y mucho menos suficiente, y la dinámica de la actividad económica sigue dependiendo del nivel de la demanda en Estados Unidos. Los índices generales de la productividad y, por lo tanto, de la competitividad son bajos, y persiste una fuerte concentración en los mercados.
Lo que se pone de manifiesto en la economía mexicana es, cuando menos, un escenario contradictorio. No obstante, en términos macroeconómicos la imagen es favorable. No importa que ese ambiente que se mira de manera agregada no sea la suma de las partes que lo componen. La disociación es un fenómeno al que no parece ponérsele demasiada atención.
Los precios según se miden por el Índice de Precios al Consumidor crecieron 4.4 por ciento en 2010. El número puede parecer reducido, pero el efecto general es una pérdida del poder adquisitivo cuyo efecto, además, es diferente entre los distintos estratos de ingreso entre la población. Este nivel de inflación tiende a disociarse, también, de la repercusión real que tiene en el bolsillo de los consumidores.
El tipo de cambio se ha apreciado de manera constante desde principios de abril de 2009, cuando el dólar llegó a costar más de 15.11 pesos hasta un nivel de 12.35 pesos al cierre del año pasado. Esta tendencia sigue y ahora el dólar en su cotización oficial se vende en alrededor de 12.10 pesos.
Este proceso de apreciación está estrechamente vinculado con la acumulación de divisas en el banco central. En mayo de 2009 las reservas valían unos 73 mil millones de dólares y hoy suman casi 118 mil millones.
Las reservas no se han acumulado por un exceso de las exportaciones sobre las importaciones, no son resultado de una mayor capacidad competitiva. Su origen está en la entrada de capitales que fluyen por los rendimientos y las garantías que pueden obtener. La diferencia entre el costo de obtener dinero en Estados Unidos o Europa y ponerlo en México provoca altos rendimientos financieros.
A pesar de las particularidades de las actuales condiciones económicas mundiales, esta es una experiencia similar a la de 1994, y habrá necesariamente un ajuste más adelante, aunque no sea de la magnitud de la crisis de 1995.
Si la estabilidad está sostenida en condiciones eminentemente financieras, sin un correlato en el terreno productivo, no es más que dable pensar que cuando ellas cambien, por ejemplo, con el aumento de las tasas de interés que eventualmente habrá en los países que resintieron más la crisis de 2008, no podrán mantenerse.
Las autoridades financieras del país parecen suponer que el abultado nivel de las reservas internacionales será un colchón con resistencia suficiente para amortiguar los cambios en las condiciones de los mercados y las nuevas pautas de las corrientes de los capitales. También se han abastecido de líneas de crédito para apoyar la estabilidad tal y como está definida hoy, pero lo que no puede negarse es que todo esto entraña un riesgo que puede ser elevado y que ocurre en un escenario de gran volatilidad y mucha incertidumbre.
El tipo de cambio opera, pues, una vez más como ocurrió en 1994, como una especie de "ancla" del nivel de los precios. Pero ya no sirve como mecanismo de ajuste de las cuentas financieras del país, es decir, que ni la apreciación ni la depreciación del peso frente al dólar impactan de modo efectivo en las corrientes de las exportaciones y las importaciones y, de ahí, en el nivel de la actividad productiva.
Para los productores nacionales que venden en el mercado interno y para los que exportan, la apreciación del peso resta competitividad a sus empresas; favorece a los importadores y también afloja la presión sobre la inflación. Por otro lado, una depreciación del peso no repercute de modo decisivo en las posibilidades exportadoras. El tipo de cambio es un instrumento débil de la política monetaria y de la política económica en general.
Esto se puede ilustrar con el hecho de que un solo renglón del catálogo del comercio exterior del país, a saber, aparatos mecánicos, calderas, partes, máquinas y material eléctrico, representa 38 por ciento del total de las exportaciones (no sólo las manufactureras), pero al mismo tiempo significa esa misma proporción de las importaciones y está vinculado directamente a los planes de producción de empresas fuera del país.
El acomodo de la política monetaria como prioridad es muy distinto de una estrategia para el crecimiento.
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