José Fernández Santillán / El Universal
Son cosa de todos los días: asesinatos, decapitados, cuerpos colgados de los puentes, narcobloqueos, secuestros, extorsiones, balaceras y un largo etcétera. Pero, junto a estas expresiones, de las que dan cuenta cotidianamente los medios de comunicación, se esconden otras manifestaciones de descomposición como la violencia intrafamiliar, amenazas, intimidaciones, malos tratos laborales, conflictos entre vecinos, acosos sexuales y así por el estilo. A semejanza de una epidemia mortal, la violencia en México se está expandiendo.
Ciertamente, tendemos a poner más atención en el fenómeno del narcotráfico. Sin embargo, el mal se extiende por doquier: está invadiendo regiones y sectores que hasta hace poco no conocían de cerca la inseguridad. En otras palabras: el problema de la degeneración parece haber penetrado, o por lo menos amenaza con penetrar, todos los poros del tejido social.
Nadie está exento de ver trastocada su vida por la adversidad. El ánimo social está a la baja: se tiene la sensación de que el desconcierto se ensancha vertiginosamente. Si seguimos así no estaremos lejos de la descripción que Thomas Hobbes hizo de la anarquía: en ella hay “un miedo continuo, y peligro de muerte violenta; y para el hombre una vida solitaria, pobre, desagradable, brutal y corta”. (Leviatán, Editora Nacional, Madrid, 1983, p. 224)
Vivimos un proceso en el que la violencia le ha ganado terreno a la civilidad. Para revertir esta tendencia no hay que reeditar el viejo sistema autoritario, sino restablecer el orden con base en la institucionalidad y la legalidad democráticas. Tarea nada fácil, pero impostergable: pasar de la violencia difuminada al fortalecimiento de la autoridad civil; de la degradación a la regeneración.
En alemán este dilema entre la violencia y el poder se expresa de la siguiente forma: Macht (fuerza bruta) y Herrschaft (poder justificado). Uno excluye al otro. El recurso a la fuerza privada queda resuelto cuando se (re)habilita un poder colectivo para beneficio mutuo. Así se sale de “la guerra de todos contra todos” para establecer la paz. Como dice Max Weber, la formación del Estado moderno comienza cuando son derrotados los muchos “titulares privados” de la violencia con el propósito de establecer el monopolio de la fuerza física legítima depositado en el Estado.
Hace poco un alumno me preguntó: “Bueno, pero los narcotraficantes están adquiriendo cada vez más poder”. Cierto: pero es un poder corruptor que, a final de cuentas, carcome al verdadero poder político. En consecuencia, la lucha contra ese flagelo no debe ser simplemente por medio de las armas, sino mediante los diversos instrumentos con los que cuenta el poder público, incluido el castigo a quien soborna y quien se deja sobornar.
Aunque algunos estrategas electorales no estarán de acuerdo conmigo, a mi parecer no hay frase más desafortunada que la acuñada por Karl von Clausewitz: “La guerra es la mera continuación de la política por otros medios”. Por el contrario, la política, para mí, es lo opuesto de la guerra. Ella, como búsqueda del bienestar general, es “el reino de la razón, la paz, la seguridad, la riqueza, la belleza, la compañía, la elegancia, la ciencia, la benevolencia”. Frase escrita también por Hobbes (El ciudadano, Debate, Madrid, 1993, p. 90).
Hay, pues, que fortalecer el poder político para derrotar a la violencia.
Profesor de Humanidades del Tecnológico de Monterrey, Campus Ciudad de México
Son cosa de todos los días: asesinatos, decapitados, cuerpos colgados de los puentes, narcobloqueos, secuestros, extorsiones, balaceras y un largo etcétera. Pero, junto a estas expresiones, de las que dan cuenta cotidianamente los medios de comunicación, se esconden otras manifestaciones de descomposición como la violencia intrafamiliar, amenazas, intimidaciones, malos tratos laborales, conflictos entre vecinos, acosos sexuales y así por el estilo. A semejanza de una epidemia mortal, la violencia en México se está expandiendo.
Ciertamente, tendemos a poner más atención en el fenómeno del narcotráfico. Sin embargo, el mal se extiende por doquier: está invadiendo regiones y sectores que hasta hace poco no conocían de cerca la inseguridad. En otras palabras: el problema de la degeneración parece haber penetrado, o por lo menos amenaza con penetrar, todos los poros del tejido social.
Nadie está exento de ver trastocada su vida por la adversidad. El ánimo social está a la baja: se tiene la sensación de que el desconcierto se ensancha vertiginosamente. Si seguimos así no estaremos lejos de la descripción que Thomas Hobbes hizo de la anarquía: en ella hay “un miedo continuo, y peligro de muerte violenta; y para el hombre una vida solitaria, pobre, desagradable, brutal y corta”. (Leviatán, Editora Nacional, Madrid, 1983, p. 224)
Vivimos un proceso en el que la violencia le ha ganado terreno a la civilidad. Para revertir esta tendencia no hay que reeditar el viejo sistema autoritario, sino restablecer el orden con base en la institucionalidad y la legalidad democráticas. Tarea nada fácil, pero impostergable: pasar de la violencia difuminada al fortalecimiento de la autoridad civil; de la degradación a la regeneración.
En alemán este dilema entre la violencia y el poder se expresa de la siguiente forma: Macht (fuerza bruta) y Herrschaft (poder justificado). Uno excluye al otro. El recurso a la fuerza privada queda resuelto cuando se (re)habilita un poder colectivo para beneficio mutuo. Así se sale de “la guerra de todos contra todos” para establecer la paz. Como dice Max Weber, la formación del Estado moderno comienza cuando son derrotados los muchos “titulares privados” de la violencia con el propósito de establecer el monopolio de la fuerza física legítima depositado en el Estado.
Hace poco un alumno me preguntó: “Bueno, pero los narcotraficantes están adquiriendo cada vez más poder”. Cierto: pero es un poder corruptor que, a final de cuentas, carcome al verdadero poder político. En consecuencia, la lucha contra ese flagelo no debe ser simplemente por medio de las armas, sino mediante los diversos instrumentos con los que cuenta el poder público, incluido el castigo a quien soborna y quien se deja sobornar.
Aunque algunos estrategas electorales no estarán de acuerdo conmigo, a mi parecer no hay frase más desafortunada que la acuñada por Karl von Clausewitz: “La guerra es la mera continuación de la política por otros medios”. Por el contrario, la política, para mí, es lo opuesto de la guerra. Ella, como búsqueda del bienestar general, es “el reino de la razón, la paz, la seguridad, la riqueza, la belleza, la compañía, la elegancia, la ciencia, la benevolencia”. Frase escrita también por Hobbes (El ciudadano, Debate, Madrid, 1993, p. 90).
Hay, pues, que fortalecer el poder político para derrotar a la violencia.
Profesor de Humanidades del Tecnológico de Monterrey, Campus Ciudad de México
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