Antonio Navalón / El Universal
"Lo que de ninguna manera podemos hacer es usar esta tragedia como una ocasión más para volvernos los unos contra los otros”. Barack Obama
Estados Unidos es un país violento. En su Constitución el derecho a portar armas viene de una situación innegable, es una nación hecha a sangre y fuego.
La Guerra Civil vino porque había un problema grave entre el Norte y el Sur; existían unos esclavos y un modelo que venía arrastrándose desde más de 70 años antes. Sin embargo, la violencia étnica consustancial con el país de Jefferson llegó a su punto culminante cuando los vencidos del sur, que habían sido tan caballeros en la guerra como villanos en la paz, provocaron un clima máximo de odio social, como si fueran una Sarah Palin cualquiera, tras el resultado de la guerra pusieron la diana sobre la cabeza de Abraham Lincoln.
El Tío Abe, como le sucede a los políticos excepcionales, vivió un momento en el que perdió el piso; durante esos días, pese a que su secretario de Estado William Henry Seward le dijo que se cuidara, Lincoln no pudo evitar ir al teatro Ford a la representación de la pieza teatral Our American Cousin que terminó siendo la Divina Comedia que le llevó a la muerte.
Sistema empleado: el favorito en las situaciones de odio profundo en Estados Unidos: tiro en la cabeza.
Cuando Martin Luther King en las escalinatas del monumento a Lincoln tuvo “su sueño”, comenzó a cargar la bala que lo mataría. También entonces, como consecuencia de una guerra y de los miedos entre Estados Unidos y el Tea Party de Nueva Inglaterra provinciano, comenzó a engendrar una radicalización por la Ley de Derechos Civiles que terminó por cargar las armas.
Siempre se trata de alguien salido del estercolero de la condición humana como el actual asesino de Tucson Arizona, Jared Lee Loughner. Viéndole sobre todo la mirada, uno comprende que hemos tenido un fracaso civilizatorio de 2010 años según el calendario judeocristiano.
Estados Unidos, cuando está o viene de una guerra, tiene siempre la misma brecha interna y se convierte en un territorio abocado al nacimiento del odio. El problema son todos aquellos que incrementan la caldera de la mejor sociedad construida sobre bases democráticas, para que lo peor del alma humana —el odio y el rencor de cualquier idiota— sea capaz de matar. Esto nos recuerda que no importa que hayamos pisado la luna, no hemos pisado nuestra conquista civilizatoria en la Tierra.
A Lincoln no lo mató John W. Booth, lo mataron todas las capas de odio sobre el viejo Abe y lo que significaba la unión; a Kennedy no lo mató, hasta hoy oficialmente Lee Harvey Oswald, lo mató un complejo asunto en el que se intercalan desde la mafia y Castro, pasando por los casinos en Cuba y la industria armamentista, hasta Vietnam; a Luther King no lo mató Mauro Rivero Pilan, sino quien —como ahora— veía la mancha negra más que la esperanza negra como algo congénitamente malo para su país; a la legisladora demócrata Gabrielle Giffords no le disparó sólo Jared Lee, sino una situación que ha encontrado en el enfrentamiento frontal, en la descalificación, en la pérdida de las formas y en el fondo de la política estadounidense, por ejemplo, a través de la cadena Fox, su principal elemento para canalizar la enorme frustración de un país desconcertado.
Si además gobierna un afroestadounidense, llevas dos guerras que no sabes cómo ganar y no has sido capaz —pese a la inundación de dólares— de hacer que la economía se mueva, todo está servido para que cualquier inhabilitado, joven o viejo, tome su ración de doble de odio y trate de cambiar la historia en forma de disparo.
Es un gran momento para Estados Unidos que como siempre reacciona al borde del precipicio. Ahora Obama puede empezar algo que de cualquier manera pienso que va a pasar: este año será mucho mejor que los dos anteriores. ¿Por qué? Porque para que fuera así hacían falta dos cosas que desafortunadamente ya se dieron: una, que los excesos del Tea Party y los propios enemigos extremistas del partido Republicano y Demócrata se salieran completamente de órbita —ya lo hicieron—, y dos, volver a insistir en que la solución del país pasa por la no destrucción del clima civil cuando precisamente lo que se ha destruido hasta aquí es el clima civil.
El tiro en la cabeza a Gabrielle Giffords, la sensación de haberle atravesado una bala el cerebro y sin embargo sobrevivir, es en cierto sentido una alegoría de nuestro mundo: todo puede pasar para mal, pero también todo puede pasar para bien.
Es posible que ella se salve y que recupere la mayor parte de sus funciones, lo que ya no es posible es seguir jugando, como Sarah Palin, a tensar la cuerda colocando dianitas sobre las cabezas, porque podemos ver que ya hicieron blanco; tampoco se puede seguir actuando como el Tea Party convirtiéndose en un animal furioso lleno de odio ya que es un peligro por igual, para los demócratas que para los republicanos, para Obama como para cualquiera que quiera ser presidente.
Periodista
"Lo que de ninguna manera podemos hacer es usar esta tragedia como una ocasión más para volvernos los unos contra los otros”. Barack Obama
Estados Unidos es un país violento. En su Constitución el derecho a portar armas viene de una situación innegable, es una nación hecha a sangre y fuego.
La Guerra Civil vino porque había un problema grave entre el Norte y el Sur; existían unos esclavos y un modelo que venía arrastrándose desde más de 70 años antes. Sin embargo, la violencia étnica consustancial con el país de Jefferson llegó a su punto culminante cuando los vencidos del sur, que habían sido tan caballeros en la guerra como villanos en la paz, provocaron un clima máximo de odio social, como si fueran una Sarah Palin cualquiera, tras el resultado de la guerra pusieron la diana sobre la cabeza de Abraham Lincoln.
El Tío Abe, como le sucede a los políticos excepcionales, vivió un momento en el que perdió el piso; durante esos días, pese a que su secretario de Estado William Henry Seward le dijo que se cuidara, Lincoln no pudo evitar ir al teatro Ford a la representación de la pieza teatral Our American Cousin que terminó siendo la Divina Comedia que le llevó a la muerte.
Sistema empleado: el favorito en las situaciones de odio profundo en Estados Unidos: tiro en la cabeza.
Cuando Martin Luther King en las escalinatas del monumento a Lincoln tuvo “su sueño”, comenzó a cargar la bala que lo mataría. También entonces, como consecuencia de una guerra y de los miedos entre Estados Unidos y el Tea Party de Nueva Inglaterra provinciano, comenzó a engendrar una radicalización por la Ley de Derechos Civiles que terminó por cargar las armas.
Siempre se trata de alguien salido del estercolero de la condición humana como el actual asesino de Tucson Arizona, Jared Lee Loughner. Viéndole sobre todo la mirada, uno comprende que hemos tenido un fracaso civilizatorio de 2010 años según el calendario judeocristiano.
Estados Unidos, cuando está o viene de una guerra, tiene siempre la misma brecha interna y se convierte en un territorio abocado al nacimiento del odio. El problema son todos aquellos que incrementan la caldera de la mejor sociedad construida sobre bases democráticas, para que lo peor del alma humana —el odio y el rencor de cualquier idiota— sea capaz de matar. Esto nos recuerda que no importa que hayamos pisado la luna, no hemos pisado nuestra conquista civilizatoria en la Tierra.
A Lincoln no lo mató John W. Booth, lo mataron todas las capas de odio sobre el viejo Abe y lo que significaba la unión; a Kennedy no lo mató, hasta hoy oficialmente Lee Harvey Oswald, lo mató un complejo asunto en el que se intercalan desde la mafia y Castro, pasando por los casinos en Cuba y la industria armamentista, hasta Vietnam; a Luther King no lo mató Mauro Rivero Pilan, sino quien —como ahora— veía la mancha negra más que la esperanza negra como algo congénitamente malo para su país; a la legisladora demócrata Gabrielle Giffords no le disparó sólo Jared Lee, sino una situación que ha encontrado en el enfrentamiento frontal, en la descalificación, en la pérdida de las formas y en el fondo de la política estadounidense, por ejemplo, a través de la cadena Fox, su principal elemento para canalizar la enorme frustración de un país desconcertado.
Si además gobierna un afroestadounidense, llevas dos guerras que no sabes cómo ganar y no has sido capaz —pese a la inundación de dólares— de hacer que la economía se mueva, todo está servido para que cualquier inhabilitado, joven o viejo, tome su ración de doble de odio y trate de cambiar la historia en forma de disparo.
Es un gran momento para Estados Unidos que como siempre reacciona al borde del precipicio. Ahora Obama puede empezar algo que de cualquier manera pienso que va a pasar: este año será mucho mejor que los dos anteriores. ¿Por qué? Porque para que fuera así hacían falta dos cosas que desafortunadamente ya se dieron: una, que los excesos del Tea Party y los propios enemigos extremistas del partido Republicano y Demócrata se salieran completamente de órbita —ya lo hicieron—, y dos, volver a insistir en que la solución del país pasa por la no destrucción del clima civil cuando precisamente lo que se ha destruido hasta aquí es el clima civil.
El tiro en la cabeza a Gabrielle Giffords, la sensación de haberle atravesado una bala el cerebro y sin embargo sobrevivir, es en cierto sentido una alegoría de nuestro mundo: todo puede pasar para mal, pero también todo puede pasar para bien.
Es posible que ella se salve y que recupere la mayor parte de sus funciones, lo que ya no es posible es seguir jugando, como Sarah Palin, a tensar la cuerda colocando dianitas sobre las cabezas, porque podemos ver que ya hicieron blanco; tampoco se puede seguir actuando como el Tea Party convirtiéndose en un animal furioso lleno de odio ya que es un peligro por igual, para los demócratas que para los republicanos, para Obama como para cualquiera que quiera ser presidente.
Periodista
No hay comentarios:
Publicar un comentario