sábado, 18 de septiembre de 2010

EL ALMA Y "EL GRITO"

Porfirio Muñoz Ledo / El Universal
Este es el aniversario mayor de la República: el grito de Dolores. Manifestación de la entraña, como en un parto: la voluntad de ser que se define en tanto angustia y promesa. No conozco ningún pueblo que así se afirme, como si todos fuésemos uno y el mismo o como si ese conjuro bicentenario nos transformara en nación.
Es un acto de rebeldía radical a la par que de impotencia heredada. Es una negación del coloniaje y, por tanto, el estallido de la rabia acumulada y la erupción de nuestra valía compartida. No es todavía la independencia jurídica ni la fundación de un Estado, pero encierra el diseño del país que aquellos adelantados pretendían construir.
Conmemoramos un ciclo histórico y un hecho fundacional. El periodo se inicia en 1808: la convocatoria del estamento criollo de la Nueva España cuando la captura del monarca por las tropas napoleónicas. Primo de Verdad y sus compañeros del Ayuntamiento de la Ciudad de México reclaman la asunción de la soberanía por las comunidades electas. Disuelto el empeño democrático, la conspiración se traslada a Querétaro y brota más tarde en Dolores, con la fuerza de las corrientes subterráneas. La aparición amotinada de la naturaleza pluriétnica y multicultural de la sociedad. Aquello no fue propiamente un ejército, sino una sucesión de levantamientos populares.
Hidalgo, decía Alfonso Reyes, fue como los adalides griegos: libro, arado y espada. Transitó de la inconformidad intelectual a la rebeldía social y a la sublevación armada. Se transmutó en caudillo: más incendiaba a la gente, más crecía su liderazgo. Este perdura, a despecho de los reaccionarios que han convertido en credo hipócrita los inmundos epítetos de la Inquisición.
Todas las guerras son sangrientas. Se distinguen por las causas que sostienen. Esa es la única moral posible de la historia. La de 1810 fue una hazaña libertaria inconclusa. Sus ejes ideológicos: igualdad entre los hombres y autodeterminación de los pueblos. Cuando algunos se arrogan el derecho de dominar a otros, el concepto de humanidad se corrompe y desintegra en cadena.
Todas las naciones invocan un sueño original. El nuestro se resume en la redención de los oprimidos, la moderación de los poderosos, el combate a los abusivos, el imperio de las leyes y la creación de un espacio propio en el mundo para desarrollarnos en la medida de nuestra imaginación, determinación y grandeza.
El ciclo se completa con la reciedumbre de Morelos. Los Sentimientos de la Nación, el Congreso del Anáhuac y la Constitución de Apatzingán son la trilogía épica de nuestra historia. La conquista no genera derechos, el objetivo del Estado es la igualdad, el presidencialismo es la magnificación del caciquismo y la educación debe ser promovida por el gobierno con todo su poder.
La identidad mexicana debiera ser resultante de esos postulados, de modo alguno la caricatura de nuestros rasgos externos por la propaganda oficial. No hay futuro compartido en la abdicación del mandato insurgente para integrar una patria equitativa y dueña de sus decisiones. Las últimas tres décadas engavillan un compendio de traiciones al proyecto esencial de la nación.
Mandatarios enclenques cedieron atributos soberanos ante el chantaje de la nueva metrópoli y gobiernos corruptos hasta la médula prostituyeron las instituciones republicanas. La rendición del interés nacional a un proyecto de acumulación global. Por esa vía perversa, el grito de independencia fue estrangulado. Como en 1810, la vía de salvación exige decisiones patrióticas insobornables.
El camino de la derrota está pavimentado por los fragmentos inconexos de ambiciones minúsculas. Una mayoría legislativa estancada que se inclina ante un Ejecutivo dudoso, por no llamarlo espurio, y mal intencionado. Un sistema representativo que no acaba de encarnar el consenso nacional. Una clase política incapaz de corregir un ápice el rumbo catastrófico de la historia reciente. Impotentes confesos y víctimas de la insoportable levedad del ser.
La patria no es reparto de botines: la piñata del antiguo régimen que sació la codicia de los audaces. Es un proyecto de reconstrucción nacional: forjado en la congruencia y animado por la grandeza. Tiene nombre y destinatario: la refundación de la República.
Una generación entera de mexicanos se ha despeñado en la dolosa negación de los ideales de independencia que pretendemos celebrar. Ha sido condenada a la subordinación, el exilio, la exclusión, la criminalidad, la injusticia, la ignorancia y la indigencia clandestina de la informalidad. Sombras humanas que se desvanecen en la abolición implacable de su dignidad.
Debiéramos arrancarnos toda máscara: ¿cuál sería hoy nuestro servicio verídico a la causa de quienes nos entregaron una nación libre? El sacrificio, en sentido esencial. Renuncia a las migajas esparcidas por un pluralismo infecundo. Compromiso mayor con el cambio histórico y la regeneración nacional.
Incapaces de concertar en este Congreso una sola reforma sustantiva o apuntar un rumbo nuevo para el país, aceptemos el agotamiento de un sistema político precario, maniatado por los poderes reales que secuestraron su autoridad y decretaron la decadencia colectiva.
Convoquemos a la insurgencia cívica. Impulsemos resueltamente un proceso constituyente. La Nueva República, la cuarta de la historia, es la única misión consecuente con los fastos heroicos que celebramos, con el grito de nuestros insomnios y con la esperanza de nuestros amaneceres. Que así sea, por la pervivencia de México.





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