Mauricio Merino / El Universal
Así como la razón política es rígida como piedra —y solamente como piedra puede quebrarse—, así también los entresijos de la política práctica son elusivos y caprichosos. Quizás por eso los personajes que se creen principales e indestructibles suelen equivocarse tanto: porque creen que son la encarnación del poder, cuando no son mucho más que el producto de circunstancias erráticas. No sobrevive quien quiere dominar las mudanzas, sino quien sabe adaptarse a ellas sin renunciar a sus convicciones.
Digo esto porque hace apenas dos meses habría apostado a que Enrique Peña Nieto sería el próximo candidato del PRI a la presidencia y hoy no me atrevo ni siquiera a decir que terminará bien su sexenio. El escándalo desatado por la inminente aprobación de la llamada Ley Peña ha mostrado que las aspiraciones presidenciales del gobernador del Estado de México pueden quebrarse por la misma vía por la que se construyeron: a golpes mediáticos bien colocados, aunque éstos contradigan la verdad evidente. Él mismo mostró ese camino, que ahora están recorriendo sus enemigos —internos y externos— con singular alegría.
Si se mira con cuidado, se verá que no hay nada horrible en la famosa Ley Peña. Lo que propone es eliminar una figura que la legislación federal omitió desde hace casi 20 años y que, desde 1996, se reguló en el Cofipe a través de las coaliciones electorales. Vista sin acritud, la reforma quiere evitar que dos o más partidos postulen, sin coaligarse ni firmar ningún compromiso entre ellos, al mismo candidato; que haciéndolo así dupliquen, tripliquen o multipliquen su financiamiento y su representación en los órganos electorales; que la gente no se confunda al votar —pues siendo el mismo candidato de varios partidos, los electores podrían cruzar varios emblemas y anular así, sin querer, la boleta—, y, de paso, obligar a los partidos que decidan ir juntos a establecer un programa electoral compartido. Es decir, pide exactamente lo mismo que la celebrada y aún vigente legislación federal de finales de los años 90. Y añade, además, la reducción del periodo de campañas que tanto se aplaudió en el país con la reforma de 2008. En otras palabras, sus adversarios podrán coaligarse si quieren hacerlo y podrán enfrentarlo con un sólo programa y un emblema común. ¿Por qué entonces se armó tanto escándalo?
Porque Peña Nieto, creo yo, leyó muy mal las circunstancias que le rodean y eligió el peor momento para llevar a cabo la famosa reforma. De entrada, no es cosa fácil comprender que la eliminación de las candidaturas comunes no equivale a la anulación de las coaliciones. Mientras lo escribo, me doy cuenta de que el tecnicismo parece contradictorio. Y más aún en un contexto ya contaminado por la firma de un pacto secreto (que luego se hizo público) para conjurar la alianza entre el PAN y el PRD en el estado de México, que desembocó incluso en la salida del secretario de Gobernación, Gómez Mont, y aderezado por los triunfos emblemáticos de esa alianza en Oaxaca, Puebla y Sinaloa. En esas condiciones, la anulación de las candidaturas comunes en la legislación mexiquense fue una oportunidad de oro para subrayar la obviedad de las estrategias seguidas por el gobernador para ganar las elecciones locales de cualquier modo.
Pero lo más grave es que, debido a la reforma propuesta, Peña Nieto ha caído en la trampa de vincular su candidatura a la presidencia con el resultado electoral del Estado de México. Y a estas alturas, creo que ya le será muy difícil —si no imposible— salir de ella. En el mejor de los casos, su destino político ha quedado condicionado al doble triunfo de imponer un candidato priísta a modo y, de hacerlo, ganar limpiamente en las elecciones de 2011. Si el gobernador no consigue una candidatura que le sea afín, y si el PRI no gana las elecciones locales, nadie volverá a apostar por su éxito. Pero, en el peor de los casos, un triunfo mal habido del PRI en esas elecciones locales sería incluso más dañino para sus aspiraciones presidenciales que la derrota. ¿Cómo podría el PRI postular a un candidato hundido en la sospecha de un fraude? ¿Y qué enemigo político de Peña no querría contribuir a ese escenario para frenar su candidatura?
Lo dicho: no es que la llamada Ley Peña esté mal, sino que metió al gobernador a la trampa de vincular su destino a un resultado, a un tiempo triunfador, limpio e indiscutible en las elecciones locales. Y una vez situado como protagonista, tendrá que pagar todos los costos. Y entre ellos, muy probablemente esté su candidatura a la presidencia de México.
Profesor investigador del CIDE
Así como la razón política es rígida como piedra —y solamente como piedra puede quebrarse—, así también los entresijos de la política práctica son elusivos y caprichosos. Quizás por eso los personajes que se creen principales e indestructibles suelen equivocarse tanto: porque creen que son la encarnación del poder, cuando no son mucho más que el producto de circunstancias erráticas. No sobrevive quien quiere dominar las mudanzas, sino quien sabe adaptarse a ellas sin renunciar a sus convicciones.
Digo esto porque hace apenas dos meses habría apostado a que Enrique Peña Nieto sería el próximo candidato del PRI a la presidencia y hoy no me atrevo ni siquiera a decir que terminará bien su sexenio. El escándalo desatado por la inminente aprobación de la llamada Ley Peña ha mostrado que las aspiraciones presidenciales del gobernador del Estado de México pueden quebrarse por la misma vía por la que se construyeron: a golpes mediáticos bien colocados, aunque éstos contradigan la verdad evidente. Él mismo mostró ese camino, que ahora están recorriendo sus enemigos —internos y externos— con singular alegría.
Si se mira con cuidado, se verá que no hay nada horrible en la famosa Ley Peña. Lo que propone es eliminar una figura que la legislación federal omitió desde hace casi 20 años y que, desde 1996, se reguló en el Cofipe a través de las coaliciones electorales. Vista sin acritud, la reforma quiere evitar que dos o más partidos postulen, sin coaligarse ni firmar ningún compromiso entre ellos, al mismo candidato; que haciéndolo así dupliquen, tripliquen o multipliquen su financiamiento y su representación en los órganos electorales; que la gente no se confunda al votar —pues siendo el mismo candidato de varios partidos, los electores podrían cruzar varios emblemas y anular así, sin querer, la boleta—, y, de paso, obligar a los partidos que decidan ir juntos a establecer un programa electoral compartido. Es decir, pide exactamente lo mismo que la celebrada y aún vigente legislación federal de finales de los años 90. Y añade, además, la reducción del periodo de campañas que tanto se aplaudió en el país con la reforma de 2008. En otras palabras, sus adversarios podrán coaligarse si quieren hacerlo y podrán enfrentarlo con un sólo programa y un emblema común. ¿Por qué entonces se armó tanto escándalo?
Porque Peña Nieto, creo yo, leyó muy mal las circunstancias que le rodean y eligió el peor momento para llevar a cabo la famosa reforma. De entrada, no es cosa fácil comprender que la eliminación de las candidaturas comunes no equivale a la anulación de las coaliciones. Mientras lo escribo, me doy cuenta de que el tecnicismo parece contradictorio. Y más aún en un contexto ya contaminado por la firma de un pacto secreto (que luego se hizo público) para conjurar la alianza entre el PAN y el PRD en el estado de México, que desembocó incluso en la salida del secretario de Gobernación, Gómez Mont, y aderezado por los triunfos emblemáticos de esa alianza en Oaxaca, Puebla y Sinaloa. En esas condiciones, la anulación de las candidaturas comunes en la legislación mexiquense fue una oportunidad de oro para subrayar la obviedad de las estrategias seguidas por el gobernador para ganar las elecciones locales de cualquier modo.
Pero lo más grave es que, debido a la reforma propuesta, Peña Nieto ha caído en la trampa de vincular su candidatura a la presidencia con el resultado electoral del Estado de México. Y a estas alturas, creo que ya le será muy difícil —si no imposible— salir de ella. En el mejor de los casos, su destino político ha quedado condicionado al doble triunfo de imponer un candidato priísta a modo y, de hacerlo, ganar limpiamente en las elecciones de 2011. Si el gobernador no consigue una candidatura que le sea afín, y si el PRI no gana las elecciones locales, nadie volverá a apostar por su éxito. Pero, en el peor de los casos, un triunfo mal habido del PRI en esas elecciones locales sería incluso más dañino para sus aspiraciones presidenciales que la derrota. ¿Cómo podría el PRI postular a un candidato hundido en la sospecha de un fraude? ¿Y qué enemigo político de Peña no querría contribuir a ese escenario para frenar su candidatura?
Lo dicho: no es que la llamada Ley Peña esté mal, sino que metió al gobernador a la trampa de vincular su destino a un resultado, a un tiempo triunfador, limpio e indiscutible en las elecciones locales. Y una vez situado como protagonista, tendrá que pagar todos los costos. Y entre ellos, muy probablemente esté su candidatura a la presidencia de México.
Profesor investigador del CIDE
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