martes, 28 de septiembre de 2010

EL DESENCANTO

José Blanco / La Jornada
El pasado sábado estuve en la presentación del libro de José Woldenberg El desencanto, que aún no he leído, en la Feria del Libro de la Universidad Veracruzana. Oímos, como siempre, la inteligencia pedagógica y los conceptos transparentes de Woldenberg.
Esta nota me la provoca las, en general, desencantadas personas del público que hicieron preguntas o expresaron sus convicciones. Al parecer, la mayoría eran universitarios, aunque había también un buen número de reporteros, haciendo su trabajo, es decir, agolparse en rededor del conferenciante y asestarle sus preguntas grabadora en mano.
Woldenberg echa mano del ingenioso recurso del libro dentro del libro. Manuel, un desencantado militante de la política mexicana, escribe un libro sobre siete desencantados escritores de talla mayor: Arthur Koestler, Howard Fast, André Gide, Ignazio Silone, George Orwell, José Revueltas y Victor Serge. Todos ellos más que explicablemente desencantados del régimen soviético y del discurso comunista de los jefes de ese régimen, y duros críticos de esa experiencia histórica. Duros críticos, después de una vida de militancia, precisamente en la izquierda comunista.
Supongo que este minucioso recuento del más reciente tramo histórico de la política mexicana vista desde el ángulo de la experiencia y el comportamiento de las izquierdas mexicanas, y del penetrante pensamiento de los escritores referidos, interesará menos a la actual generación de jóvenes en edad universitaria, que a las generaciones anteriores. Desde luego, interesará sensiblemente más al flanco izquierdo de esas generaciones anteriores.
Es horrible decir esto, pero para desencantarse, debió haber habido antes una alta expectativa sobre un porvenir por el que se luchaba. Fue el caso de esas generaciones anteriores. El estado de cosas de hoy es tan oscuro que su futuro aparece impenetrable y las expectativas de los jóvenes no pueden ser, para una gran mayoría, sino un inmenso páramo. Si esto puede ser así para los jóvenes universitarios, piénsese la imagen de vida que tienen frente a sí los millones de ninis.
Frente a la explicable confusión y aún el desconcierto expresados al conferenciante, Woldenberg hace pacientemente su trabajo de profilaxis conceptual. Hay desencanto –y en muchos casos rabia–, para una mayoría más que significativa, no sólo de los presentes en la sala escuchando al conferenciante, sino para una mayoría de la sociedad mexicana. Un desencanto que va de la mano de una confusión.
La narrativa que escucho en el discurso del conferenciante busca penetrar analíticamente en los componentes de la confusión y del desencanto, como en términos de datos duros lo han intentado organizaciones como el PNUD o la Cepal, especialmente para América Latina. Algunas exploraciones de estas organizaciones muestran cómo la mayoría apoyaría algún margen de autoritarismo político, si viene acompañado del aumento de bienestar material, en este continente que es el más desigual del planeta, en el que superviven millones de parias.
El desencanto es, desde luego, con la democracia. Deben ser muchos miles de ciudadanos mexicanos para quienes la democracia simplemente no sirve para nada, y creen poder opinar así, desde la experiencia vivida. La confusión consiste en que esos ciudadanos esperaban y continúan esperando, de la democracia, lo que la democracia no puede dar.
Lo peor es que las “evidencias” que esos ciudadanos pueden mostrar son hechos reales. En el marco del régimen autoritario del pasado, cada generación, por término medio, alcanzaba una vida mejor que la de sus padres. Cuando la democracia electoral llegó, las tendencias se invirtieron y por término medio las generaciones de hoy tienen una vida peor, y sin esperanza, que la que tuvieron sus padres. Ergo, la democracia fue como una maldición.
Es claro que esa forma de relacionar una cosa con otra es incorrecta. La democracia no da por ella misma crecimiento económico ni distribución del ingreso, ni empleo, ni educación, ni salud. Los partidos políticos, y el gobierno en todos sus niveles y desde sus tres poderes, tendrían que ejercer una pedagogía política que muestre a las claras a los ciudadanos esas sencillas verdades.
México pasó de un régimen autoritario de partido absolutamente dominante, a uno de partidos, equilibrado, en el que el Ejecutivo no tiene mayoría en el Congreso de la Unión, un régimen con instancias reguladoras y condiciones que buscan la igualdad de condiciones en la competencia electoral. Como todo lo humano, estas instituciones son imperfectas, y a veces los partidos han caminado como el cangrejo en relación con las mismas, frente a lo cual no podemos hacer menos que corregir y corregir.
Pero, resuelto en lo fundamental el marco de operación de una democracia electoral, nos quedamos con el mismo régimen de gobierno presidencialista. Esta combinación es un adefesio político. No nos atrevemos a ver, y la nostalgia del pasado autoritario pesa sobre los partidos encegueciéndolos, que hemos creado las bases de un régimen de gobierno parlamentario. No podremos alcanzar unas condiciones que produzcan acuerdos partidarios productivos para el gobierno del país, si las reglas para formar gobierno, no son reglas para producir mayorías en el Congreso, sin eliminar ninguna expresión política de la amplia pluralidad ideológica mexicana.
¿Cuántas veces se ha dicho y escrito esa tesis que se cae de madura por sí sola? Muchas veces, y el tema estará ahí en la agenda porque surge naturalmente de nuestro actual régimen de partidos. Sólo la necia nostalgia autoritaria impide dar ese paso indispensable. Bajo esas condiciones el desencanto continuará o trocará en caos creciente.

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