Antonio Navalón / El Universal
El pasado 11 de septiembre se cumplieron nueve años del aquel día en que cambió nuestro mundo. Por tanto, fue un día especialmente importante para comprender por qué lo que sucedió esa mañana del 2001 constituye una lección, hasta este momento, desaprovechada.
Que el mundo no es igual ahora, eso lo sabe hasta quien no sabe nada. Sin embargo, resulta imposible cuantificar las ilusiones, oportunidades y la capacidad de aprender y conocer que hemos malgastado.
Aquel 9/11 teníamos frente a nosotros muchos caminos; sólo uno de ellos nos conducía al caos: el de la soberbia, la prepotencia y la acción militar.
Y fue ese precisamente el que eligió un país humillado, desconcertado, asustado y quemado hasta el alma que era precisamente las Torres Gemelas de Nueva York.
Estados Unidos le dio todo el poder a George W. Bush, no solamente para que restituyera el orden mundial y vengara la afrenta, sino también para que iniciase una política del nunca más.
Ese día hubo una gran lección que debimos aprender: ser libre tiene un costo. El precio más caro ha sido que los enemigos de uno, aquellos que no son libres pero que tienen la enorme ventaja de mirarnos y saber todo lo que hacemos, se han valido de nuestra libertad, transparencia y apertura global para convertirnos en la presa más fácil de cazar en esta inhumana estepa en que se ha convertido en mundo.
Ellos, Mohammed Atta, Osama Bin Laden y los que consiguieron tumbar las torres, lo lograron porque nosotros hemos confiado, una y otra vez, en un mismo supuesto: Dios está con nosotros, por eso somos los más fuertes, por eso hemos dominado al mundo y así seguirá siendo.
Pero no. El 9/11, los miembros del Eje del Mal demostraron que nos habían estudiado mejor que nosotros a ellos.
Ese día pudimos haber dejado un poco la condescendencia por nuestra debilidad y el agravio ocasionado por esa afrenta que costó la vida de tres mil personas inocentes, y pudimos haber hecho el enorme esfuerzo de reflexionar y darnos cuenta que el principio para ganar cualquier guerra es el conocimiento sobre el enemigo.
Sin embargo, no lo hicimos. Ese día decidimos colocar en las bombas “inteligentes” la inteligencia que nuestro mundo necesitaba para solucionar el problema más grave al que se ha enfrentado la humanidad desde el siglo XI: la guerra religiosa.
El resultado: nuestras bombas no son tan inteligentes, matan a los que no deben y no son capaces de intimidar a los que todos los días usan su conocimiento acerca de nuestros autobuses, aviones, Metros, cines, teatros para colocarnos una camioneta con explosivos en Broadway, volar un tren en España, destruir varios Metros en Londres, atacarnos en cualquier restaurante y a cualquier hora sólo porque gozan de una ventaja: que ellos lo saben todo acerca de nosotros y nosotros ignoramos mucho de ellos.
¿Es hoy Estados Unidos —consumida su moral, la mitad de su presupuesto y habiéndose endeudado hasta el año 3000— más fuerte o más seguro de lo que era el 11 de septiembre del 2001? No. ¿Goza de más aliados y no solamente mercenarios o cómplices ayudándole en la guerra de exterminio en la que nos enfrentamos todos? Tampoco.
Entonces, ¿para qué ha servido esta década?
La década se perdió porque hoy todavía no tenemos especialistas que sean capaces de entender por qué se crean legiones de mujaidines cuyo único futuro posible es autoinmolarse en algún atentado contra nosotros.
La década se perdió porque no la aprovechamos para saber que nuestra soberbia y nuestro amor a las armas nos ha impedido ver que hemos hecho enemigos y, lo que es peor, fuimos entregando nuestros países y economías a realidades emergentes que en ningún momento participaron ni en nuestra farsa, ni en nuestra prepotencia, ni en nuestra estupidez a la hora de tratar de ganar esta guerra.
Antes, Estados Unidos tuvo miedo y rabia, luego impotencia y, después, un deseo implacable de arreglar todo a bombazos. Hoy tiene miedo y desconcierto, pues aún no ha entendido las razones que hicieron posible que uno de sus símbolos principales fuera derribado. Y nunca sabrá —salvo que se acostumbre a vivir mirando a los demás— por qué los demás podrán llegar a tumbarles sus próximos símbolos.
En los últimos años no solamente hemos sido testigos de una total destrucción del poderío militar y de inteligencia estadounidense, sino también de una catástrofe que resulta mucho más peligrosa: que los valores económicos de nuestro mundo occidental se pierden. Hemos visto cómo la ceguera y la prepotencia han hecho que economías emergentes en extremos opuestos del globo tomen el relevo y en este momento adquieran el objetivo de condicionar a un mundo en el que nuestro rol en la vida económica está más que cuestionado.
China e India también están afectadas por la guerra religiosa (uno por las minorías y el otro por el eterno problema con Paquistán); sin embargo, eso no les ha impedido consolidar en recientes años su poder económico como nunca antes lo hubieran imaginado. Todo esto, en parte, porque la economía militar, al confundir la guerra, produjo resultados erróneos.
Periodista
El pasado 11 de septiembre se cumplieron nueve años del aquel día en que cambió nuestro mundo. Por tanto, fue un día especialmente importante para comprender por qué lo que sucedió esa mañana del 2001 constituye una lección, hasta este momento, desaprovechada.
Que el mundo no es igual ahora, eso lo sabe hasta quien no sabe nada. Sin embargo, resulta imposible cuantificar las ilusiones, oportunidades y la capacidad de aprender y conocer que hemos malgastado.
Aquel 9/11 teníamos frente a nosotros muchos caminos; sólo uno de ellos nos conducía al caos: el de la soberbia, la prepotencia y la acción militar.
Y fue ese precisamente el que eligió un país humillado, desconcertado, asustado y quemado hasta el alma que era precisamente las Torres Gemelas de Nueva York.
Estados Unidos le dio todo el poder a George W. Bush, no solamente para que restituyera el orden mundial y vengara la afrenta, sino también para que iniciase una política del nunca más.
Ese día hubo una gran lección que debimos aprender: ser libre tiene un costo. El precio más caro ha sido que los enemigos de uno, aquellos que no son libres pero que tienen la enorme ventaja de mirarnos y saber todo lo que hacemos, se han valido de nuestra libertad, transparencia y apertura global para convertirnos en la presa más fácil de cazar en esta inhumana estepa en que se ha convertido en mundo.
Ellos, Mohammed Atta, Osama Bin Laden y los que consiguieron tumbar las torres, lo lograron porque nosotros hemos confiado, una y otra vez, en un mismo supuesto: Dios está con nosotros, por eso somos los más fuertes, por eso hemos dominado al mundo y así seguirá siendo.
Pero no. El 9/11, los miembros del Eje del Mal demostraron que nos habían estudiado mejor que nosotros a ellos.
Ese día pudimos haber dejado un poco la condescendencia por nuestra debilidad y el agravio ocasionado por esa afrenta que costó la vida de tres mil personas inocentes, y pudimos haber hecho el enorme esfuerzo de reflexionar y darnos cuenta que el principio para ganar cualquier guerra es el conocimiento sobre el enemigo.
Sin embargo, no lo hicimos. Ese día decidimos colocar en las bombas “inteligentes” la inteligencia que nuestro mundo necesitaba para solucionar el problema más grave al que se ha enfrentado la humanidad desde el siglo XI: la guerra religiosa.
El resultado: nuestras bombas no son tan inteligentes, matan a los que no deben y no son capaces de intimidar a los que todos los días usan su conocimiento acerca de nuestros autobuses, aviones, Metros, cines, teatros para colocarnos una camioneta con explosivos en Broadway, volar un tren en España, destruir varios Metros en Londres, atacarnos en cualquier restaurante y a cualquier hora sólo porque gozan de una ventaja: que ellos lo saben todo acerca de nosotros y nosotros ignoramos mucho de ellos.
¿Es hoy Estados Unidos —consumida su moral, la mitad de su presupuesto y habiéndose endeudado hasta el año 3000— más fuerte o más seguro de lo que era el 11 de septiembre del 2001? No. ¿Goza de más aliados y no solamente mercenarios o cómplices ayudándole en la guerra de exterminio en la que nos enfrentamos todos? Tampoco.
Entonces, ¿para qué ha servido esta década?
La década se perdió porque hoy todavía no tenemos especialistas que sean capaces de entender por qué se crean legiones de mujaidines cuyo único futuro posible es autoinmolarse en algún atentado contra nosotros.
La década se perdió porque no la aprovechamos para saber que nuestra soberbia y nuestro amor a las armas nos ha impedido ver que hemos hecho enemigos y, lo que es peor, fuimos entregando nuestros países y economías a realidades emergentes que en ningún momento participaron ni en nuestra farsa, ni en nuestra prepotencia, ni en nuestra estupidez a la hora de tratar de ganar esta guerra.
Antes, Estados Unidos tuvo miedo y rabia, luego impotencia y, después, un deseo implacable de arreglar todo a bombazos. Hoy tiene miedo y desconcierto, pues aún no ha entendido las razones que hicieron posible que uno de sus símbolos principales fuera derribado. Y nunca sabrá —salvo que se acostumbre a vivir mirando a los demás— por qué los demás podrán llegar a tumbarles sus próximos símbolos.
En los últimos años no solamente hemos sido testigos de una total destrucción del poderío militar y de inteligencia estadounidense, sino también de una catástrofe que resulta mucho más peligrosa: que los valores económicos de nuestro mundo occidental se pierden. Hemos visto cómo la ceguera y la prepotencia han hecho que economías emergentes en extremos opuestos del globo tomen el relevo y en este momento adquieran el objetivo de condicionar a un mundo en el que nuestro rol en la vida económica está más que cuestionado.
China e India también están afectadas por la guerra religiosa (uno por las minorías y el otro por el eterno problema con Paquistán); sin embargo, eso no les ha impedido consolidar en recientes años su poder económico como nunca antes lo hubieran imaginado. Todo esto, en parte, porque la economía militar, al confundir la guerra, produjo resultados erróneos.
Periodista
No hay comentarios:
Publicar un comentario