Francisco Valdés U. / El Universal
Frase “pal” bronce, acuñada por la raza universitaria. “La UNAM es la UNAM”. Y por muchas razones.
Para el universitario informado en sus asuntos, esto quiere decir que en ella hay “de todo”: ricos, pobres y clasemedieros, profesores extraordinarios y otros no tanto; científicos dignos del Nobel y grillos de diversa estofa. Un espejo concentrado de la nación “ilustrada”, que abarca desde el humilde estudiante que proviene de un ejido lejano e incomunicado, pero que ha conseguido hacer valer su brillantez contra todo pronóstico estadístico, hasta el junior que llega a ella en su auto de lujo a medirse con el saber.
Al cumplir 100 años desde la (re)fundación de la Universidad Nacional por don Justo Sierra, la UNAM reluce al unísono con el Bicentenario de la Independencia y el Centenario de la Revolución. El aniversario ha sido motivo de reconocimiento y homenajes, así como de una muy justa celebración de los universitarios. Procesión, Sesión Solemne del Congreso de la Unión, otorgamiento de doctorados honoris causa a personas que son símbolo de mérito indudable, raramente otorgados. Por sobre todo, memoria de la autonomía del pensamiento, de la enseñanza y de la investigación respecto del poder político y económico. Autonomía universitaria es construcción del poder del oficio de enseñar, indagar y difundir el pensamiento en las ciencias y las artes.
Debemos a los universitarios el haber sabido colocar a la Universidad Nacional en un rumbo cierto en el contexto de la democratización del sistema político. No ha sido fácil. Como en un espejo invertido, en el autoritarismo que dejamos atrás, la cultura universitaria fue contestataria. Todo lo que viniese del poder era digno de denuncia cuando no de franca condena. No se necesitaban demasiados distingos. Después de la represión al Movimiento Estudiantil de 1968 se mantuvo abierta una herida que todavía no cicatriza, pese a contriciones y fallidas fiscalizaciones.
La cultura que se forjó tuvo un lado fértil, consistente en el aprendizaje crítico de la coexistencia con un poder político organizado en forma inaceptable ante las exigencias democráticas. Pero tuvo también un aspecto lamentable: el rechazo al poder por el poder mismo; el desconocimiento de que el poder es, después de todo, engendro y responsabilidad colectivos.
En nuestros días, el punto de inflexión fue la indignante huelga de 1999-2000, perpetrada en apariencia por un grupo delirante pero sostenida por redes clandestinas interconectadas con poderes de diverso tipo; sin ello no se explica ni su duración ni su capacidad disruptiva a contrapelo de la voluntad de la mayoría de los universitarios. Quizá lo más sorprendente haya sido la indiferencia, diríase que hasta el desprecio, de la clase política ante la destrucción sistemática de un baluarte de la educación y la cultura nacional. Privó entonces una absoluta ausencia de solidaridad con la UNAM por parte de los Poderes de la Unión y sus gobiernos. Algunos dirían que fue perplejidad y anticipo de la parálisis de nuestra primera transición política. En los hechos fue complicidad con el retroceso.
No obstante fue un parteaguas. Dejados (casi) a nuestra suerte, los universitarios aprendimos que había que tomar la Universidad (aún más) en nuestras manos, y que salvarla exigía una relación distinta con el poder público y una actitud diferente hacia nuestras propias responsabilidades. La UNAM supo recuperar el valor de su excelencia académica y de la cobertura que tiene en prácticamente todas las materias del conocimiento. Es en el país, la Universidad que mejor honra su cometido con la universalidad del pensamiento, de la investigación, de la enseñanza superior. Y lo hace en condiciones de precariedad, aunque a los ojos de la opinión vulgar reciba muchos recursos por ser la universidad más grande de México. Baste decir que la ahogan la demanda y el gasto corriente, y que el porcentaje del presupuesto que puede dedicar a la inversión es muy menor, no llega al 20%, a pesar de que la inversión en ciencia es la clave de su desarrollo.
Para el porvenir inmediato es necesario hacer conciencia de que la UNAM es el principal ariete con que cuenta México para ubicarse en la sociedad del conocimiento, es decir, en el futuro de la humanidad. Es el paso necesario, e implica ajustarse hacia adentro y hacia fuera con esta finalidad. Para ello es indispensable la autocrítica universitaria y solidaridad razonada de la clase política con la inteligencia. Ésta tiene que vencer sus complejos ante la crítica y el saber, que tan grandes le quedan.
La UNAM es la UNAM y por mucho de lo que ello significa podemos estar orgullosos y, por muchísimo más, insatisfechos. Nada hay más propio al espíritu universitario que la insatisfacción, fuente de todo apetito de futuro.
Director de la FLACSO-México
Frase “pal” bronce, acuñada por la raza universitaria. “La UNAM es la UNAM”. Y por muchas razones.
Para el universitario informado en sus asuntos, esto quiere decir que en ella hay “de todo”: ricos, pobres y clasemedieros, profesores extraordinarios y otros no tanto; científicos dignos del Nobel y grillos de diversa estofa. Un espejo concentrado de la nación “ilustrada”, que abarca desde el humilde estudiante que proviene de un ejido lejano e incomunicado, pero que ha conseguido hacer valer su brillantez contra todo pronóstico estadístico, hasta el junior que llega a ella en su auto de lujo a medirse con el saber.
Al cumplir 100 años desde la (re)fundación de la Universidad Nacional por don Justo Sierra, la UNAM reluce al unísono con el Bicentenario de la Independencia y el Centenario de la Revolución. El aniversario ha sido motivo de reconocimiento y homenajes, así como de una muy justa celebración de los universitarios. Procesión, Sesión Solemne del Congreso de la Unión, otorgamiento de doctorados honoris causa a personas que son símbolo de mérito indudable, raramente otorgados. Por sobre todo, memoria de la autonomía del pensamiento, de la enseñanza y de la investigación respecto del poder político y económico. Autonomía universitaria es construcción del poder del oficio de enseñar, indagar y difundir el pensamiento en las ciencias y las artes.
Debemos a los universitarios el haber sabido colocar a la Universidad Nacional en un rumbo cierto en el contexto de la democratización del sistema político. No ha sido fácil. Como en un espejo invertido, en el autoritarismo que dejamos atrás, la cultura universitaria fue contestataria. Todo lo que viniese del poder era digno de denuncia cuando no de franca condena. No se necesitaban demasiados distingos. Después de la represión al Movimiento Estudiantil de 1968 se mantuvo abierta una herida que todavía no cicatriza, pese a contriciones y fallidas fiscalizaciones.
La cultura que se forjó tuvo un lado fértil, consistente en el aprendizaje crítico de la coexistencia con un poder político organizado en forma inaceptable ante las exigencias democráticas. Pero tuvo también un aspecto lamentable: el rechazo al poder por el poder mismo; el desconocimiento de que el poder es, después de todo, engendro y responsabilidad colectivos.
En nuestros días, el punto de inflexión fue la indignante huelga de 1999-2000, perpetrada en apariencia por un grupo delirante pero sostenida por redes clandestinas interconectadas con poderes de diverso tipo; sin ello no se explica ni su duración ni su capacidad disruptiva a contrapelo de la voluntad de la mayoría de los universitarios. Quizá lo más sorprendente haya sido la indiferencia, diríase que hasta el desprecio, de la clase política ante la destrucción sistemática de un baluarte de la educación y la cultura nacional. Privó entonces una absoluta ausencia de solidaridad con la UNAM por parte de los Poderes de la Unión y sus gobiernos. Algunos dirían que fue perplejidad y anticipo de la parálisis de nuestra primera transición política. En los hechos fue complicidad con el retroceso.
No obstante fue un parteaguas. Dejados (casi) a nuestra suerte, los universitarios aprendimos que había que tomar la Universidad (aún más) en nuestras manos, y que salvarla exigía una relación distinta con el poder público y una actitud diferente hacia nuestras propias responsabilidades. La UNAM supo recuperar el valor de su excelencia académica y de la cobertura que tiene en prácticamente todas las materias del conocimiento. Es en el país, la Universidad que mejor honra su cometido con la universalidad del pensamiento, de la investigación, de la enseñanza superior. Y lo hace en condiciones de precariedad, aunque a los ojos de la opinión vulgar reciba muchos recursos por ser la universidad más grande de México. Baste decir que la ahogan la demanda y el gasto corriente, y que el porcentaje del presupuesto que puede dedicar a la inversión es muy menor, no llega al 20%, a pesar de que la inversión en ciencia es la clave de su desarrollo.
Para el porvenir inmediato es necesario hacer conciencia de que la UNAM es el principal ariete con que cuenta México para ubicarse en la sociedad del conocimiento, es decir, en el futuro de la humanidad. Es el paso necesario, e implica ajustarse hacia adentro y hacia fuera con esta finalidad. Para ello es indispensable la autocrítica universitaria y solidaridad razonada de la clase política con la inteligencia. Ésta tiene que vencer sus complejos ante la crítica y el saber, que tan grandes le quedan.
La UNAM es la UNAM y por mucho de lo que ello significa podemos estar orgullosos y, por muchísimo más, insatisfechos. Nada hay más propio al espíritu universitario que la insatisfacción, fuente de todo apetito de futuro.
Director de la FLACSO-México
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